Logo Passei Direto
Buscar
Material
páginas com resultados encontrados.
páginas com resultados encontrados.

Prévia do material em texto

SUICIDIO
Una alternativa social
This page intentionally left blank 
Miguel Clemente
Andrés González
SUICIDIO
Una alternativa social
BIBLIOTECA NUEVA
© Miguel Clemente y Andrés González, 1996
© Editorial Biblioteca Nueva, S. L., Madrid, 1996
Almagro, 38
28010 Madrid
ISBN: 84-7030-429-1
Depósito Legal: M-38.855-1996
Impreso por Rogar
Impreso en España - Printed in Spain
Ninguna parte de esta publicación, incluido diseño de la cubierta, puede ser
reproducida, almacenada o transmitida en manera alguna, ni por ningún
medio, ya sea eléctrico, químico, mecánico, óptico, de grabación o de fotoco-
pia, sin permiso previo del editor.
ÍNDICE
PRÓLOGO 11
A MODO DE INTRODUCCIÓN 15
CAPÍTULO PRIMERO.—Marco conceptual e histórico del sui-
cidio 19
Definiciones y concepto de suicidio 19
Suicidio/tentativa de suicidio 26
CAPÍTULO II.—Teorías explicativas del suicidio 35
Los constructos personales: Teoría de Kelly 35
La internalidad/externalidad: Teoría de Ro11er 37
La indefensión aprendida: Teoría de Seligman 38
La terapia Racional Emotiva de Beck 42
Últimas tendencias en Psicología 44
Teorías psicoanalíticas 45
La perspectiva sociológica 49
Estudios en España 54
Los estudios de Estruch y Cardús 54
Los trabajos de Cátedra 56
La «ideación suicida» de Villardón 59
Una alternativa explicativa: la teoría de la elusión social ... 61
CAPÍTULO III.—Análisis estadístico de la realidad española . 69
El estudio estadístico del suicidio 69
CAPÍTULO IV.—Factores sociales y suicidio 101
Estructura social y suicidio 101
La ambivalencia sociológica 106
8 índice
Apoyo social 109
Trabajo y empleo 111
Selección social 115
Suicidio y enfermedad 121
Depresión y trastornos afectivos 125
La esquizofrenia 129
La neurosis 132
Alcoholemia 134
Enfermedades físicas 136
Eutanasia versus suicidio 137
CAPÍTULO V.—Evaluación y prevención del suicidio 141
El diagnóstico del suicidio 141
Los estudios epidemiológicos 141
Prevención del suicidio 145
Suicidios predecibles 146
Suicidios impredecibles 149
Formas concretas de prevención 150
Hacia la creación de un programa preventivo 153
CAPÍTULO VI.—Conclusiones 155
BIBLIOGRAFÍA 159
El jovencillo se olvidaba.
Eran las diez de la mañana.
Su corazón se iba llenando
de alas rotas y flores de trapo.
Notó que ya no le quedaba
en la boca más que una palabra.
Y al quitarse los guantes, caía,
de sus manos, suave ceniza.
Por el balcón se veía una torre.
Él se sintió balcón y torre.
Vio, sin duda, cómo le miraba,
el reloj detenido en su caja.
Vio su sombra tendida y quieta,
en el blanco diván de seda.
Y el joven rígido, geométrico,
con un hacha rompió el espejo.
Al romperlo, un gran chorro de sombra
inundó la quimérica alcoba.
Suicidio
(Quizá fue por no saberse la geometría).
FEDERICO GARCÍA LORCA, Romancero Gitano.
This page intentionally left blank 
Prólogo
Al lector, los lectores, ¡Ojalá sean muchos!, no tiene/n en sus
manos un libro de ensayo, hay que advertirlo para evitar decepcio-
nes. Sin embargo, no se debe, a priori, valorar negativamente que el
texto no «esté clasificado en esta categoría», ya que quien lo lea, sin
duda, reflexionará profundamente y se interesará por uno de los
temas a los que la llamada «socio-cultura» dominante considera
«tabú» (aunque una minoría rechacemos esa nomenclatura, «tupidos
velos» —«telones de acero de hormigón» diseñados— ubicados por
las clases dominantes en nombre de la «moral», aislan a sus «subdi-
tos» de estas «lacras», dañando así mortalmente el único atributo
que distingue al hombre de los otros seres vivientes: el uso de su
libertad): el incesto, el suicidio... (aunque ellas también «suiciden»
sutilmente). La lectura de este libro permitirá aproximarse al con-
cepto de suicidio, a través de las teorías que los expertos han formu-
lado sobre este hecho, a las estadísticas, a los factores sociales que lo
desencadenan, su evaluación y su prevención... Este «repaso» acerca
de este hecho: «No hay más que un problema filosófico y verdadera-
mente serio: el suicidio. Juzgar si la vida vale o no vale la pena vivir-
la es responder a la pregunta fundamental de la filosofía, las demás,
si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce
categorías vienen a continuación, se trata de juegos» (Albert Camus:
El mito de Sísifo), que nos propone el texto contribuirá a romper el
«velo-telón» que esconde el problema del suicidio.
El velo-telón, a pesar de las «clases dominantes», debe levantar-
se porque lo cierto es que las personas: niños, jóvenes, adultos de
todas las edades, pertenecientes a diferentes estatus sociales, se sui-
cidan, y muchos de ellos lo hacen no por problemas económicos, de
salud (las depresiones, las enfermedades incurables), desengaños
amorosos... Los niños (sin problemas económicos, de salud, sin
desengaños amorosos, ni dificultades en las relaciones familiares: en
12 Miguel Clemente y Andrés González
«la flor de la vida») se suicidan (se suele justificar «el acontecimien-
to» por el fracaso escolar pero, ¿es ésta la razón?).
En los años finales de los cincuenta, una muchacha de buena
familia, con rendimiento escolar bueno (en medio de la sonrisa de la
vida y del sol opaco de la meseta que le impedía divisar la libertad del
infinito: el mar), reflexionaba (lo hacía desde antes de tener eso que
dicen «uso de razón» porque ella, en absoluto desacuerdo con el
azar, había nacido). No encontrar explicación, no saber porqué (ella
nunca había nacido voluntariamente), comenzaba a obsesionarle, a
angustiarla. Se cerraba con llave en aquel espacio que se conocía
como «su habitación» e impotente lloraba, conteniendo los gritos de
rabia hacia quienes irresponsablemente (así pensaba ella) la habían
traído al mundo. No encontrar ninguna lógica razón, no saber a
quién pedir perdón la llenó de ira. No pudo contenerse. Corrió a la
estancia donde primorosamente la madre cosía. Sus palabras entre-
cortadas se mezclaban con aquel furioso e incontenido llanto (la úni-
ca manera de expresar la rabia, la impotencia, la desesperación, la
rebelión frente a lo incomprensible). «¡¿Por qué he nacido, por qué
no me pedisteis permiso, por qué?... yo nunca, jamás, habría desea-
do nacer, estar aquí ahora!» La fuerte bofetada de la madre se con-
fundió con sus palabras: «estás loca, siempre lo fuiste... qué pecado
habremos cometido tu padre y yo...! «¡Jamás tendré hijos, jamás
nadie me dirá: por qué estoy aquí...! La castigaron con dos días de
«aislamiento» en su habitación, por supuesto fuera del horario esco-
lar. Se prometió a sí misma, como dice Luigi Tenco (1) en su bellísi-
ma canción Cía amore Ciao: «mirar todos los días si llueve o hace
sol, para saber si mañana se vive o se muere y un bello día decir ¡bas-
ta! y marcharse». Pero ella aún no había oído a Tenco, y tampoco
había leído el artículo que Michael Foucault escribiría el día 1 de abril,
(una de las fatídicas fechas que no se puede, aunque se desee, olvi-
dar) de 1979 en la revista: Le Gai Pied: «Un plaisir si simple...» (sin
su compañía se sentía totalmente sola para descifrar lo indescifrable:
«Gentes que no conocemos, que no se conocían han encontrado la
manera de que un día comencemos a vivir... Han preparado con
mucho cuidado y a menudo con solemnidad un poco falsa nuestra
entrada en el "mundo". Es admisible que no se nos permita prepa-
rarlo a nosotros mismos.»
A la muchacha, hoy casi al borde de la tercera edad, le resultó
difícil separar el binomio dolor-muerte: la angustia la asoló muchas
veces. Sin embargo, ahora sabe. Está absolutamente segura de que el
acto de suprema libertad de su existencia será el momento del suici-
dio. Quizá invite a sus amigos, antes de llevar a cabo su propósito,
con el pretexto de alguna celebración que no levante sospechas, se
reirá y divertirá con ellos, después de haber preparado minuciosa-
Prólogo 13
mente todos los detalles, para el momento que dura el segundo más
pequeño de su vida. Sin duda debe pertenecerle a ella, y por eso esta-
rá sola como casi siempre durante su existencia, (casi todaslas exis-
tencias) gozarlo ella sola, (imaginando que escucha el nocturno de
Shubert, todo Shubert, el Adagio de la tercera sinfonía de Saint-Saé-
ne; Ciao amore ciao, de Luigi Tenco; Senza Fine, de Gino Paoli; la
Chanson des Vieux Armants, de Jacques Brel; Avec le times, de Leo
Ferré; la música de los filmes, de Théo Angepoulos; los tangos, de
Astor Piazolla; imaginando que recita el poema de Pavese: «verás la
muerte y abrirá tus ojos» —esta muerte que te acompaña desde la
mañana hasta la noche insomne, sorda como un viejo arrepentimien-
to o un vicio absurdo. Y tus ojos serán una sana palabra, un grito
callado, un silencio. Así ves todas las mañanas —cuando sobre ti
misma, sola, te doblas en el espejo. ¡Oh querida esperanza —aquel
día también nosotros sabremos que eres la vida y eres la nada.
No haber deseado nacer, no comprender porqué viene al mundo,
no querer vivir, cansarse de vivir, ¿por qué seguir y no «marcharse»
alegremente? Ya que éramos impotentes en el momento de elegir
«venir al mundo o no venir», debemos ser conscientes de que «tene-
mos libertad de espíritu y de acción» para terminar.
La acción del suicidio es la libertad auténtica de la que goza el
ser. Hay que trabajar minuciosamente, se ha dicho, ser conscientes
de que somos los únicos que podemos ser autores de nuestra muerte
(reparando así lo irreparable). «El mal, el verdadero mal, está detrás
y no delante de nosotros» (Cloran: «Del inconveniente de haber na-
cido»).
La muerte elegida con libertad es como la ráfaga de viento que
nos lleva hacia otra parte, pero no se siente daño, el dolor queda
atrás. Conducidos por el viento, fatigado, extenuados, a bout de
sousfle, después del largo viaje, debe ser maravilloso volver a la nada
que nos esperaba con sus brazos abiertos, y nosotros la ansiábamos
desde aquel día que, por azar, nos arrebataron de ella.
Al llegar a la vida: ciegos, sordos, mudos, desorientados..., nos
dieron una palmadita en la espalda, sentimos dolor, comenzamos a
agitarnos, a rebelarnos, a buscar, a veces infructuosamente, el cami-
no de regreso que afortunadamente encontramos para fundirnos en
la fascinante nada.
M.a TERESA SÁNCHEZ CONCHEIRO
Presidenta de ICOPA
(Conferencia Internacional de Abolicionismo Penal)
Barcelona, 19 de septiembre de 1996
This page intentionally left blank 
A modo de introducción
Somos conscientes de que la mayoría de las personas, al enterar-
se de la noticia de una tentativa de suicidio o de un suicidio consu-
mado, lo primero que hacen es preguntarse cómo es posible que
alguien haya llegado hasta el límite de plantearse el quitarse la vida,
o incluso haber acabado con ella. Y conscientes de nuestra margina-
lidad de pensamiento, quizá debido en parte a una mala socializa-
ción, quizá también por haber podido comprobar la dureza de la
vida, que nos lleva a afirmar en las conversaciones con nuestros cole-
gas y amigos que el suicidio no es ni bueno ni malo, condición indis-
pensable, por otra parte, para poder estudiarlo desde un punto de
vista científico. Y así se ha pretendido tratar en este libro; cosificán-
dolo, de forma que haya sido posible comprenderlo mejor desde fue-
ra, a pesar de que somos conscientes de ser tan humanos como cual-
quiera, y de que, por lo tanto, dicho proceso de cosificación de la
realidad social nunca podrá ser perfecto del todo.
No encontrará el lector en esta obra excesivas opiniones y tomas
de postura personales, por lo tanto. Simplemente porque hemos que-
rido ofrecer un compendio ágil y fácil de leer, apto para todos aque-
llos que con un mínimo de conocimientos sociales se quieran acercar
a este tema tan fascinante. Ha primado la pedagogía sobre el ensayo.
Quizá por eso el prólogo de este estudio hemos querido encargárse-
lo a M.a Teresa Sánchez Concheiro; ella ha podido ofrecer justo esa
otra cara de la moneda, y nosotros se lo agradecemos, desde nuestra
perspectiva academicista de divulgadores y de compiladores de tan-
tos y tantos trabajos que sobre este campo se han producido.
Pero lo anterior no quita en nada el que podamos manifestar sin
trabas que para nosotros, y es más, creemos que para los que como
nosotros se consideran psicólogos sociales, ningún tema tan atracti-
vo como éste, por el que ya se fascinó en su día Emile Durkheim, ese
«filósofo moral» francés que hace casi cien años escribió una obra de
16 Miguel Clemente y Andrés González
nombre similar, Le Suicide. Pocos temas conjugan tan a la perfección
a la persona con la sociedad; ninguno hemos elegido haber nacido,
pero desde que llegamos a este mundo, estamos sometidos a un pro-
ceso de «socialización» que nos hace convertirnos en lo que denomi-
namos «personas». Y ese proceso, en el que los padres suelen ser los
encargados de cumplir con los planes de la sociedad de crear seres
adaptados al sistema, implica toda una forma de pensar, de sentir, y
de actuar; forma que algunos, lógicamente los menos, no compren-
den o no aceptan; forma de «lavado de cerebro» si se quiere, que no
es tal, sino que sería más bien de «creación» de ese cerebro. Un suje-
to adaptado socialmente es aquel que no cuestiona los valores que le
ha inculcado la sociedad, convencido de que él o ella tiene sus ideas,
sus propias ideas, y de que curiosamente éstas coinciden con las que
el sistema pretende inculcar; todos contentos; todos felices.
Pero con algunas personas de la sociedad no funciona bien este
proceso. Desde un plano sociológico, quizá se trate simplemente de
un problema de «reparto de la tarta» de los privilegios sociales. Así,
para que algunos vivan mejor en la sociedad, otros tendrán que vivir
peor; en definitiva, para que haya ricos tiene que haber pobres, para
que haya sujetos que son tratados bien por la sociedad dentro de ese
pacto social que crea los organismos e instituciones que nos rodean,
dichas organizaciones no pueden beneficiar a todas las personas por
igual. No vamos a entrar en cuestiones tales como el «estado del bie-
nestar» tan manido hoy en día; simplemente la sociedad mantiene
ese doble rasero en su práctica; nos protege de múltiples vicisitudes,
pero no nos protege a todos por igual. Parafraseando a Georges
Orwell en su Rebelión en la granja, «todos somos iguales, pero unos
más que otros».
Decíamos que el suicidio enlazaba perfectamente el polo social
con el individual. Y es que dichas circunstancias sociales, lo que van
a producir en algunos sujetos, a veces sin éstos saberlo de manera
consciente, es un estado de desesperanza ante la vida. Muchas cosas
le tienen que pasar a un ser humano para que llegue a asumir que el
suicidio puede ser algo positivo; simplemente porque ese barniz que
nos ha ido inculcando la sociedad a través de tantos años, no se pue-
de quitar tan fácilmente. Es por eso por lo que pensamos que el suje-
to que se suicida ha recorrido todo un camino; un camino de desilu-
sión, de comprobar cómo en muchos aspectos de la vida pocas
satisfacciones se pueden obtener. Algunas personas no llegan nunca
a dar ese paso final del suicidio, y permanecen años muertas social y
psicológicamente; seres «adaptados» socialmente, que siguen «pro-
duciendo» para la sociedad y asumiendo sus dictados, a pesar de que
ya no pueden esperar absolutamente nada de la vida. Otros, unos
pocos, emiten avisos a su alrededor para procurar que las cosas cam-
A modo de introducción 17
bien, para no resultar tan dañados por esta vida; son los que intentan
suicidarse. Y los menos, quizá los más valientes, deciden acabar con
su situación de auténticos cadáveres y se quitan la vida físicamente.
Difícil de estudiar el tema del suicidio. Demasiadas perspectivas,
enfoques... toda una maraña de cuestiones que los autores de este
libro hemos tratado de, en la medida de lo posible, comprender y cla-
rificar. El producto lo tiene el lector entre sus manos. Por nuestra
parte, y antes de dejarle que por fin se «meta» en la lectura, nos gus-
taría expresar algunas palabras de agradecimiento a quienes han
posibilitado que esta obra salga a la luz.
Ambos autores queremos expresarnuestro agradecimiento a
alguien a quien nunca conocimos, pero que ha marcado sin duda
nuestros pensamientos, y creemos que también el de los científicos
sociales en general: se trata, como decíamos antes, de Emile Durk-
heim. Sirva esta pequeña obra de homenaje «precipitado» de esa otra
gran obra del pensador francés.
Uno de los autores, Andrés González, de entre las múltiples per-
sonas a las que le gustaría expresar su agradecimiento, entre las que
lógicamente están sus amigos y su familia —que siempre han estado
presentes—, desea destacar de manera especial, por sus aportaciones
a este libro, a Raquel.
Y el otro de los autores, Miguel Clemente, quiere expresar su
gratitud y reconocimiento, sobre todo, a Andrés González, curiosa-
mente coautor de este libro; en primer lugar, porque Andrés fue
el que le metió el «gusanillo» de saber cosas de un tema como éste,
de forma que él fue siempre el gran recopilador, lector infatigable,
entusiasmado por el tema del suicidio; seguir el camino que él
emprendió ha sido fascinante y alentador, amén de poder discutir
con él de tantas y tantas cosas, desmitificando y reflexionando sobre
el tema. Y además de a Andrés, este autor desearía dedicar esta obra
a dos personas más: a Miguel y a Esmeralda, compañeros insepara-
bles de camino durante estos últimos años, y con los que comparte el
no saber dónde va, pero el estar contento porque van juntos.
Y ya nada más. Sólo desear que el lector, al acabar de leer esta
obra, se convierta en un «apasionado» estudioso de un tema tan cen-
tral en las Ciencias Sociales.
ANDRÉS GONZÁLEZ y MIGUEL CLEMENTE.
Septiembre de 1996.
This page intentionally left blank 
CAPÍTULO PRIMERO
Marco conceptual e histórico del suicidio
Definiciones y concepto de suicidio
El término suicidio y suicida es relativamente actual, surgiendo,
según algunas fuentes, en Gran Bretaña en el siglo xvn, y según otras
en Francia en el siglo xvm. A pesar de ello, tradicionalmente se ha
defendido que la palabra tenía su origen en el abate Prévost (1734),
de quien la retomaría el abate Desfontaines (1737) y, posteriormen-
te, Voltaire y los enciclopedistas (Pelicier, 1985), siendo incluida por
la academia francesa de la lengua en 1762, como «el acto del que se
mata a sí mismo» (Sarro y de la Cruz, 1991).
En España, la palabra sería utilizada por primera vez en la obra
de Fray Fernando de Ceballos La falsa filosofía y el ateísmo, publi-
cada en 1772 y cuyo objetivo era criticar la obra de Voltaire (Mar-
tí, 1984). No sería incluida en el Diccionario de la Real Academia
Española hasta su quinta edición, publicada en 1817, momento para
el cual se había generalizado la palabra, con una etimología paralela
a la de homicida, cuya raíz está en los términos latinos Sui (de sí mis-
mo) y Cadere (matar), siendo definido en el Diccionario de la Len-
gua de la RAE de la siguiente manera: «Dícese del acto o de la con-
ducta que daña o destruye al propio agente.»
Anteriormente a su inclusión oficial se utilizaban distintas expre-
siones para hablar del suicidio y se tenía una idea muy negativa
de él, en gran medida debido a la fuerza que en España tenía la reli-
gión católica, siendo categorizado como «mala muerte» (Madaria-
ga, 1991,pág. 82):
«Por el contrario, la mala muerte era "aquella que acoge despreve-
nido a quien muere, y se sigue a una mala vida"; la muerte súbita que
impide el arrepentimiento de los muchos pecados. Por supuesto tam-
bién es la muerte del que se tiene seguridad de estar en pecado en el
20 Miguel Clemente y Andrés González
momento del óbito, especialmente la del suicida. El temor al falleci-
miento repentino y el desconcierto ante el suicidio son dos constantes de
la mentalidad tradicional ante el tránsito final.»
Las creencias populares, motivadas por las leyes eclesiásticas
que denegaban la sepultura en Campo Santo al suicida, promovieron
que en el caso de producirse este hecho se alegara enajenación men-
tal si no se podía ocultar por otros medios, de forma que se pudiera
admitir al sujeto en los cementerios, en aquel momento regentados
por la Iglesia. Así, indirectamente, la religión Católica contribuyó a
que se creara el estereotipo del suicida como loco, pues era mejor
pensar que alguien allegado no era consciente de sus actos, un enfer-
mo mental, a saber que se había condenado al infierno eternamente
(Pelicier, 1985, pág. 86).
«La expresión estoica de muerte voluntaria pone el acento sobre el
carácter deliberado, reflexivo, de un acto que se inscribe en la proble-
mática de la libertad humana. Por el contrario, la expresión cristiana
insiste sobre la noción de crimen, de homicidio, marcando netamente su
intención de asociar a cada conciencia el gesto sacrilego de las enseñan-
zas sobre el mal, la salvación y el castigo.»
La Filosofía ha sido con todo mucho más sincera a la hora de tra-
tar el suicidio. En ella, si bien no se descarta la locura, generalmente
resaltan argumentos y razones pro y contra suicidio de tipo social y
existencia! principalmente, manteniendo una postura más realista y
objetiva.
En la Filosofía griega encontramos argumentos dispares para
condenar el suicidio, mientras que por el contrario sólo se da uno
para justificarlo: así, para Sócrates el suicidio es un atentado contra
los dioses, únicos dueños de la vida y el destino de los hombres, aun-
que sin embargo, reconoce que la muerte es una liberación para el
alma, tanto del cuerpo, como de la vida terrenal. Sin embargo, para
Platón el suicidio es una cuestión que supera lo religioso, compren-
diéndola como una conducta que transgrede tanto normas legales,
como religiosas y políticas, incluso una falta de propia estima. A
pesar de ello, reconoce que es lícito para aquella persona a la que «el
destino le haya impuesto una vergüenza tal que le sea imposible la
vida» (Ferrater, 1981).
Para Aristóteles el problema del suicidio es principalmente so-
ciopolítico, aduciendo que no sólo es una cobardía personal, sino un
acto «que va contra la polis», por lo que está justificado que dichos
sujetos pierdan algunos derechos.
Aun con todo, la posibilidad de aceptar el suicidio comentada
Marco conceptual e histórico del suicidio 21
por Platón se da en otras figuras, como Plotinio, que rechazando el
suicidio por cuanto implica seguir haciendo el bien, «lo que daña el
alma», reconoce que existen casos extremos en los que la persona
tiene «necesidad de salir de la vida» (Ferrater, 1979). Sin embargo,
el suicidio sólo será aceptado entre los epicúreos y los estoicos, pero
no sin reservas. Es decir, sólo aceptaban el suicido en cuanto que la
vida ya no se disfrutara, ni hubiera esperanza de ello, y es más dolo-
rosa que la propia muerte (Ferrater, 1979, pág. 361): «Se rechaza el
suicidio si es resultado de una pasión, de una ceguera; se admite, en
cambio, cuando lo recomienda la razón.»
La figura más representativa del estoicismo y defensor del de-
recho al suicidio fue Séneca, quien en su epístola 70 a Lucilio esta-
blece los criterios por los que quedaría validado en el mundo occi-
dental. Considera que la vida es potestad del individuo, por lo que
propone el suicidio como una salida honrosa a una vida infructífera
y dolorosa a la que todo hombre tiene derecho (Ferrater, 1979, pági-
na 360):
«El bien morir consiste en rehuir el peligro del mal vivir.»
Por el contrario, serán San Agustín y, especialmente, Santo To-
más de Aquino, quienes establecen los principios por los cuales se
prohibía el suicidio. Su obra es poco original en este aspecto, pues
sus criterios los retoman de Aristóteles, antes nombrados, añadiendo
Santo Tomás algunos matices (Ferrater, 1979, pág. 360):
«El suicidio es un acto contra la naturaleza, y contraviene el amor
natural que cada uno siente por sí mismo, así como el impulso de con-
servación. Es, como había dicho Aristóteles, un acto contra la sociedad,
la comunidad, o el estado, pues se le priva de uno de sus miembros y de
los posibles beneficios que puedan rendirse. Pero es también, y sobre
todo, un acto contra Dios, que hadado la vida al hombre.»
Uno de los primeros pensadores que se opuso a los argumentos
que condenaban el suicidio fue John Donne en su obra Biothanatos,
en la cual expone que hay tal cantidad de razonamientos, que no se
puede establecer un criterio objetivo en función ni de la ley natural,
ni de la divina. Además, reconoce: primero, que siempre puede
haber excepciones; y, segundo, que «nada es tan malo, que no sea
nunca bueno» (Ferrater, 1979, pág. 362).
Montesquieu, criticando las drásticas represalias que sufren los
sujetos que se suicidan o intentan suicidarse, plantea la cuestión de
qué justifica que una sociedad castigue a quien «no se siente ligado a
ella» en virtud de una ley establecida sin su consentimiento. En la
22 Miguel Clemente y Andrés González
misma línea, Voltaire afirma que de la misma manera que es lícito
sacrificar la vida por Dios, la patria, y otras personas y causas, igual-
mente es lícito sacrificar la propia vida por uno mismo.
Una de las obras más relevantes en defensa del derecho «a una
muerte responsable» es el ensayo de Hume sobre el suicidio, en el cual
no sólo defiende la legitimidad del mismo, sino que la expone reba-
tiendo los principios por los cuales se condenaba, promovidos por «la
superstición y la falsa religión». Posteriormente, desde una perspecti-
va muy diferente, Paul Ludwig Ladsberg se opone al suicidio toman-
do como principio que las personas no se han de doblegar ante las
contradicciones que se les planteen, sino que han de luchar y procu-
rar encontrar solución. A ello añade (Ferrater, 1979, pág. 361):
«Hay que resistir a la tentación del suicidio, porque la noción supe-
rior de la moral cristiana exhibe un "heroísmo más profundo", "más
intransigente" que el de cualquier otra moral.»
Para Schopenhauer, el suicidio, lejos de ser una reafirmación de
la muerte, es una afirmación de la vida, por cuanto se huye de lo
negativo, no de lo positivo, por lo que ve el suicidio no como un
desear morir, sino como un deseo de vivir que el hombre ve irreali-
zable. Por ello se niega a aceptar el suicidio, aunque igualmente reco-
nocerá que (Ferrater, 1979, pág. 363):
«A nada en el mundo tiene cada uno tan indisputable derecho como
a su propia persona y vida.»
La Psiquiatría, desde sus comienzos, comprendió el suicidio
como una enfermedad mental o una alteración psíquica. Así, Pinel
«clasifica el acto suicida como síntoma de melancolía», y su dis-
cípulo Esquirol, en la misma línea, lo concibe como un trastorno
mental, aunque también se refiere a él (1838) «como una crisis de
afección moral que es provocada por las múltiples afecciones e in-
cidencias de la vida» (Sarro, 1984).
Fue Durkheim en su obra El suicidio, quien propuso una de las
primeras definiciones de la época moderna. Ésta difiere de las con-
cepciones anteriores en cuanto que utiliza una perspectiva que
defiende el suicidio como un efecto de la estructura social, en cuan-
to ésta se fundamenta en la reglamentación y/o la cohesión social
—excesivas o muy débiles— (Durkheim, 1987, pág. 5):
«Se llama suicidio a todo caso de muerte que resulte, directa o indi-
rectamente, de un acto positivo o negativo, realizado por la víctima mis-
ma, sabiendo ella que debía producir este resultado.»
Marco conceptual e histórico del suicidio 23
Esta definición expresa lo que Durkheim considera que es la con-
ducta suicida, pero no el suicidio como fenómeno social, que es en lo
que realmente fundamenta su teoría. Así pues, no se puede conside-
rar esta definición más que como un punto de partida de su análisis,
en vez de una conclusión, que fundamentalmente se centra en las
variables que actúan para que en una sociedad concreta se den una
tasas específicas de suicidio de sus miembros, específicas no tanto
por el número, como por los factores desencadenantes, que resume
en tres (Durkheim, 1897, pág. 353):
«1.° La naturaleza de los individuos que componen la sociedad.
2.° La manera como están asociados, es decir, la naturaleza de la
organización social.
3.° Los acontecimientos pasajeros que perturban el funciona-
miento de la vida colectiva, sin alterar su constitución anatómica, como
las crisis nacionales, económicas, etc.»
Será Freud el que proponga un concepto totalmente opuesto al
de Durkheim en relación al suicidio, y que serviría de base para los
criterios que sobre el mismo establecieron el Psicoanálisis y la Psi-
quiatría. Freud realmente apenas lo trató, relacionándolo con un
impulso natural de muerte, Thanatos, que se impone al de la vida,
Eros, como producto de la frustración y la melancolía. El sujeto pro-
yecta hacia sí mismo la agresividad por un complejo de culpabilidad,
surgido «por la identificación con un objeto introyectado y ambiva-
lentemente amado» (Eidelberg, 1971, pág. 640):
«Parece ser el resultado de un conflicto intrapsíquico desencadena-
do frecuentemente por factores ambientales del tipo de pérdida del
objeto amado.
En la melancolía un superyo excesivamente severo y sádico se vuel-
ve contra el yo y consigue llevar a la persona a la muerte.»
Menninger será la figura que posteriormente tratase el suicidio
desde los presupuestos de Freud, considerándolo como un homicidio
a sí mismo, surgido al dirigir hacia sí el sujeto el deseo de matar a
otro y sentir él mismo el deseo de ser matado y de morir.
A partir de estos autores se ha desarrollado la teoría y concep-
ción del suicidio a lo largo del siglo, extendiendo la concepción del
mismo a conductas que indirectamente pueden provocar la muerte,
mediante una no directa preservación de la vida. Así, desde la dro-
gadicción hasta los excesos en la comida o bebida, pasando por
fumar, hacer deportes que impliquen riesgos, etc., llegan a ser con-
siderados suicidio (en esta línea se sitúan los conceptos de Scheit-
mam «Suicidio subintencionado» y de Kreitmann «Parasuicidio»).
24 Miguel Clemente y Andrés González
Muchos de estos suicidios quedan ocultos tras accidentes que, en
realidad, el propio sujeto consciente o inconscientemente habría pro-
vocado (Saranson, 1977).
La OMS decidió adoptar esta interpretación en 1969, mediante
la cual se pretendía salvar la diferencia entre los conceptos de suici-
dio y tentativa de suicidio, así como los análogos que habían sur-
gido, reduciéndolos al de acto suicida, que quedaba definido como
aquel acto por el que un sujeto se provoca intencionadamente
daños, sea cual sea «el grado de intención letal y de conocimiento de
móvil».
Posteriormente, en la Clasificación Internacional de Enfermeda-
des (ICD-8), se incluyó dentro de la categoría de suicidio el suicido
consumado, la tentativa de suicidio y las lesiones autoinfligidas in-
tencionadas. Actualmente no hay unaminidad en la concepción del
suicidio, como se puede ver, aunque sí se tiende a contemplarlo y
definirlo desde su perspectiva individual, concretizándola en aspec-
tos anormales y/o patológicos. Es el efecto de que la Psiquiatría haya
impuesto su perspectiva, aunque dentro de la misma se empiecen a
dar conceptualizaciones más flexibles y menos organicistas. Así,
Soubrier (perspectiva de la suicidología), resume su propia perspec-
tiva del suicidio de la siguiente manera (Soubrier, 1984, pág. 510):
«El fenómeno suicida parece más bien una patología de la desespe-
ranza, sea cual sea el medio, la cultura, el entorno.»
Ante esta amalgama de definiciones, el sociólogo francés Baech-
ler afirma (1975) que en realidad cada definición dada y conceptua-
lización propuesta del suicidio representa a la propia teoría que
sobre el mismo poseen los distintos autores (por encima de la con-
ceptualización teórica en la que se afirmen), aportando él la suya
propia (Sarro, 1984, pág. 515):
«Todo comportamiento que busca y encuentra la solución de un
problema existencial en el hecho de agredir la propia vida.»
En fin, las definiciones son muchas y complican, generalmente,
cualitativamente el concepto manejado en el lenguaje habitual, aun
cuando encontremos aspectos subjetivos añadidos que coinciden con
algunas de las teorías. Y como reconoceBaechler, las definiciones
propuestas por las distintas teorías son igualmente subjetivas por
cuanto responden a presupuestos teóricos y morales.
A pesar de reconocer esta limitación, la subjetividad, nosotros
también debemos aportar nuestra propia concepción del suicidio, de
manera esquematizada, de modo que nos sirva para introducir todo
Marco conceptual e histórico del suicidio 25
el análisis realizado. Para establecer el concepto de suicidio vamos a
seguir dos criterios:
1. Hobbes defiende, en su obra el Leviathan, que es la sociedad
mediante la integración del individuo quien crea la necesidad
de vivir. A lo que habremos de añadir siguiendo a Durkheim,
Berger y Luckmann, y otros, que además la sociedad le crea
una necesidad concreta de vivir, siendo el marco de referen-
cia de sus necesidades y satisfacción. En esta misma línea se
expresa Parsons cuando nos dice que la sociedad tiene tres
funciones psicosociales: coherencia de los modelos, unidad
psíquica de la persona e Integración Social (Rocher, 1987,
página 377). Pero lo cierto es que estas funciones la sociedad
no las cumple ni con todos sus miembros, ni con los que la
cumplen lo hace en la misma intensidad.
2. El suicidio se produce como efecto de la mala integración
social del sujeto, puesto que es la sociedad la que ha de moti-
varlo a vivir y reforzarlo en su desarrollo. Esto no significa
que el sujeto esté desde el momento que nace mal integrado;
en realidad, puede estar perfectamente integrado hasta un
momento dado en que surjan conflictos psicosociales de dis-
tinta índole que lo desintegren.
El suicido es la expresión de la desmotivación del hombre ante
la vida, desvinculándose de un medio social que le es frustrante
y que no puede superar, pero que a su vez forma parte de sí mis-
mo, de su identidad, representada por la dimensión social de toda
existencia individual, y le es necesario, puesto que el hombre es
ante todo no sólo un ser social, sino un producto de la sociedad en
un primer momento, y de su interacción con la sociedad en un
segundo momento. Así pues, definimos el suicidio de la siguiente
manera:
«El suicidio es el efecto de un conflicto entre el individuo y su exis-
tencia y realidad sociales, que le provoca una desmotivación para vivir,
y/o se percibe irreconciliable con dicha realidad, siendo la misma
mucho más fuerte que él. Ante la falta de refuerzo existencial, su víncu-
lo se va deteriorando, lo que provocará exclusiones parciales, despojo
de ciertos roles, así como confrontaciones con la realidad estipulada que
actúan como refuerzo de su actitud de elusión social, hasta que en un
momento dado el sujeto decide excluirse totalmente dándose muerte,
tras haber visto superados sus recursos y capacidades de intervención y
afrontamiento.»
26 Miguel Clemente y Andrés González
Suicidio/tentativa de suicidio
En el caso de la tentativa de suicidio los antecedentes teóricos, al
igual que en el suicidio consumado, han partido de los estudios de
Durkheim y Freud. Desde entonces se ha especulado mucho sobre la
naturaleza de la tentativa del suicidio, principalmente en función de
los distintos estudios que aportan lo que se denomina «un cuadro
sintomático» diferente al que muestra el suicidio.
A veces el suicidio, tal y como se ha comentado, puede no ser
más que un medio de llamar la atención, una forma de descarga emo-
cional o solicitar ayuda, un ensayo del propio suicidio, un paso pre-
vio al mismo y, en muchos casos, un suicidio frustrado. En realidad,
la tentativa de suicidio, al igual que el propio suicidio, es una con-
ducta, y como tal responde a muy diferentes motivaciones y fines,
hecho ampliamente aceptado, y que ha roto con la teoría tradicional
que equiparaba tentativa a suicidio frustrado.
Algunos criterios mayoritariamente admitidos para diferenciar el
tipo de tentativa son: la gravedad de la misma, la eficacia del méto-
do, si existe reflexión previa o por el contrario la autoagresión ha
sido impulsiva, si el sujeto tiene antecedentes autolíticos, y las pro-
pias manifestaciones de intencionalidad que haga el sujeto inmedia-
tamente después del intento. Junto a éstos hay otros sobre los que no
hay un consenso, como la nota de despedida y que parece que res-
ponden más al estereotipo que a la realidad.
Con estos criterios se pretende diferenciar los motivos que
impulsaron la conducta y los fines que se perseguían respecto al sui-
cidio, es decir, la letalidad intencionada subyacente a la conducta.
En general, creemos poder afirmar que si toda conducta autole-
siva no implica intencionalidad suicida, no por ello se deben tratar
todas como algo diferente, debiéndose indagar en las verdaderas
razones que indujeron al sujeto a realizar la misma, así como debe
tenerse en cuenta el grado de autodestrucción que perseguía la con-
ducta.
Durkheim, en su obra, tras definir el suicido, añade que la tenta-
tiva es lo mismo, pero de manera interrumpida. Es decir, siempre que
la conducta implique que la persona sea consciente del fin que ha de
seguir a la misma, la muerte, ha de ser considerada como suicidio.
De lo que se deduce que si es interrumpida la conducta, aun cuando
sea por el propio sujeto, es igualmente suicidio, aunque no se consu-
me. Después añadirá que aquellas conductas que implican riesgo de
muerte, aun cuando no se pretenda, son «formas embrionarias» de
suicidio porque se producen en el «mismo estado de espíritu» en el
que se produce el suicidio. Ahora bien, Durkheim no supone a las
personas un actitud suicida por practicar deportes de riesgo, o reali-
Marco conceptual e histórico del suicidio 27
zar conductas peligrosas, sino que es la sociedad la que promueve e
impulsa que el hombre se exponga a la muerte de manera indirecta e
inconsciente.
Menninger, en su obra El hombre contra sí mismo, propone una
tipología de conductas autodestructivas que generalmente no se con-
sideran suicidio, pero cuyo fin es la muerte, concluyendo que son
igualmente suicidios solapados en una forma diferente (Sarro, 1984,
página 50):
«Menninger clasifica como suicidios palmo a palmo las formas ate-
nuadas de autodestrucción, en que el individuo pospone su muerte inde-
finidamente, al precio del sufrimiento y del deterioro de funciones que
equivale a una muerte en vida, pero no por ello deja de ser vida.»
Los tres tipos de suicidios atenuados propuestos por Menninger
son: el crónico, que incluiría algunas enfermedades mentales, con-
ductas asociativas y/o prácticas que conllevan un deterioro obligado,
tales como el alcoholismo; el localizado, que estaría formado por
hipocondría y/o simulación de enfermedad, automutilaciones, y
curiosamente la impotencia y la frigidez; y por último, el orgánico,
que se produce en enfermedades de carácter psicosomático, es decir,
cuando el ánimo o deseos del sujeto influyen sobre la evolución de la
enfermedad.
Stengel y Cook, pertenecientes a la escuela inglesa, considerarán,
a finales de los años cincuenta, que suicidio es toda aquella conduc-
ta que implique consciente o inconscientemente deterioro orgánico,
aun cuando no haya riesgo de muerte, por lo que afirma que la natu-
raleza de la tentativa es diferente a la del suicidio, aun cuando ambos
confluyan en algunos puntos (Sarro y De la Cruz, 1991, pág. 31).
«Suicidio significa el acto fatal, e intento suicida el acto no fatal de
autoperjuicio llevado a cabo con un consciente intento autodestructivo,
no obstante ser vago y ambiguo.»
De lo que no se sigue que en la tentativa no exista peligro de
muerte (Sarro, 1984, pág. 515):
«En su definición ve el acto suicida como una conducta de riesgo, y
cree que si una persona actúa como si hubiera intentado suicidarse, la
intención suicida existe realmente, cualquiera que sea la forma que
explique sus actos.»
En la misma línea de procurar diferenciar suicidio y tentativa se
pronuncia Kessel al sugerir que se cambie el término tentativa por
otro (u otros) que concretice más y explicite más fidedignamente la
28 Miguel Clemente y Andrés González
realidad del hecho, como«autointoxicación o autoagresión delibe-
rada».
Scheidman propone en 1963 una nueva clasificación de los tipos
de muerte: natural, accidental, suicida y homicida. En los años 80
esta clasificación la asumiría la OMS. En la categoría de suicida in-
cluye tanto el suicidio consumado como la tentativa de suicidio (Sa-
rro, 1985).
Por último, añadirá una diferencia más, centrada en la muerte
intencionada y la muerte «sub-intencionada». Presupone en esta últi-
ma categoría casi todas la muertes, aduciendo que los sujetos incons-
cientemente influyen para acelerar su muerte. La anorexia sería un
buen ejemplo de ello. La categoría sub-intencionada conectaría per-
fectamente, aun cuando sea más amplia, con la categoría de suicidio
psicosomático de Menninger.
En 1969, Kreitman (en Sarro, 1984) considera que el suicidio
posee una intencionalidad de morir que no tienen todas las conduc-
tas autodestructivas, por lo que se pronuncia a favor de utilizar tér-
minos diferentes, acuñando así el concepto de parasuicidio.
Meerloo (1966) propone una nueva modalidad de suicidios que
él considera «ocultos», y que se producirían de forma pasiva,
mediante todas aquellas conductas y actitudes que sin proponerse la
muerte, tampoco procuran la vida. Esto se produce principalmente
en enfermedades somáticas, en las que el sujeto cede ante la enfer-
medad. Sin duda ésta es una nueva forma de llamar, si no a todas sí
a gran parte de la muertes sub-intencionadas de Scheidman (en
Sarro, 1984).
Será Farberow (1980) quien acuñe los conceptos de Conducta
Autodestructiva Directa (CAD) y Conducta Autodestructiva Indi-
recta (CAÍ). Las primeras serían todas aquellas que suponen una
conducta autolítica consciente e intencionada, se busque o no la
muerte. Las CAÍ integrarían todas las formas que Scheidman consi-
deraba sub-intencionadas (en Sarro, 1984).
Finalmente, Diekstra, en 1989, concluye que suicidio y tentativa
responden a diferentes objetivos, siendo los del suicidio, la muerte y
los de la tentativa, un intento de incidir en la realidad o expresión de
una situación conflictiva (Sarro y de la Cruz, 1991).
La teoría más aceptada es la de Farberow (1980) y su distinción
entre Conductas Autodestructivas Directas y Conductas Autodes-
tructivas Indirectas. Esta tipología no añade nada nuevo en las CAD,
contemplando sólo aquellas conductas que directamente atentan
contra la propia vida; pero con el concepto de las CAÍ, se pretende
dar respuesta y explicación a toda una serie de conductas que sin
provocar directamente la muerte sí implican riesgo a la misma, o al
menos deterioro somático.
Marco conceptual e histórico del suicidio 29
Se interpretan como CAÍ no sólo enfermedades como la anore-
xia, la interrupción de la medicación prescrita en una enfermedad,
la drogodependencia, o la alcoholemia, sino también la práctica de
deportes que implican riesgos, el consumo de tabaco, los excesos
de alcohol sin llegar a un grado elevado de alcoholemia, y un largo
etcétera que abarca muchas de las prácticas cotidianas de las perso-
nas. Se diferencian de las CAD principalmente en dos aspectos (Sa-
rro, 1984, pág. 49):
«1.° En su temporalidad (la CAÍ puede prolongarse años).
2.° La falta de conciencia de los efectos autodestructivos a nivel
consciente en las CAL»
Las teorías anteriormente expuestas, parten mayoritariamente
de presupuestos médicos y/o psicoanalistas, exceptuando obviamen-
te a Durkheim. Quizá esto haya motivado el que contemplen mane-
ras de suicidarse, que casi podrían incluir la gran mayoría de las con-
ductas humanas que directamente no vayan dirigidas a mantener la
vida y la integridad orgánica.
A ello habría que sumar que, desde Menninger en adelante, la
gran mayoría de los autores, psicodinámicos, defiendan la existencia
del suicidio no volitivo a nivel consciente o, lo que es lo mismo, pre-
meditado, junto con un intento de hacer prevalecer un nombre nue-
vo, para un concepto que poco ha cambiado desde él. Nosotros nos
limitaremos a utilizar el término CAÍ, más amplio y globalizador para
este tipo de conductas. Actualmente, grosso modo, son seis las carac-
terísticas más relevantes de las CAÍ, según Frederick (Sarro, 1984,
página 51):
«1.° Falta de conciencia de sus efectos destructivos.
2.° La conducta está racionalizada, intelectualizada o negada.
3.° Su comienzo es siempre gradual, aunque la muerte aparezca
como brusca.
4.° La posibilidad de diálogo es raro en las CAÍ, a la inversa de las
CAD, que utilizan frecuentemente "la demanda de ayuda" en sus diver-
sas formas.
5.° Implica un sufrimiento prolongado y aparece con frecuencia
como un martirio.
6.° La ganancia psíquica es secundaria y se obtiene provocando
simpatía o por expresión de hostilidad.»
Nuestra postura personal parte de diferenciar autoagresión de
suicidio en cualquier caso, tomando como criterio el hecho de que la
muerte sea o no el objetivo buscado con la conducta. Existe una gran
variedad de conductas autolesivas cuyo fin, para nada, pretende la
30 Miguel Clemente y Andrés González
muerte, provocadas por una gran diversidad de motivos, como reco-
nocía Stengel.
Igualmente creemos que claudicar ante la muerte en una en-
fermedad terminal, más que suicidio, suele ser una evitación de dolo-
res innecesarios. Actualmente, la medicina tiene medios que casi per-
miten mantener a un «muerto» respirando, incluso sin esperanzas
de recuperación. Como diversos autores (Kübler-Ross [1969], Ribe-
ra [1981], Santo-Domingo [1976]) denuncian la medicina parece
que ha perdido el respeto por las personas, obligándolas a vivir más
tiempo del que la naturaleza permite, a costa de grandes sufrimien-
tos y situaciones penosas para los enfermos, que no hacen más que
mantener la vida prorrogando la agonía.
Pero estos medios son tan sólo tecnológicos, no pudiendo obligar
al sujeto a desear vivir. Personalmente, ante la tesis de autores como
Meerloo, que categorizan de suicidio la aceptación de la muerte, nos
planteamos si sus teorías no vendrían a ser un apoyo de la tecnologi-
zación de la vida y de la muerte, así como un refuerzo del tabú de la
muerte. Nosotros tendemos a aceptar las ideas de Ross (1969), Ribe-
ra (1981), Santo-Domingo (1976), y muchos otros que reconocen en
la inevitabilidad de la muerte un proceso de maduración del sujeto
ante ella, que concluye en su aceptación necesaria, puesto que es ine-
vitable.
Por último, también ha aparecido de manera aceptada el suicidio
subintencional, propio de deportes peligrosos, enfermedades como
la anorexia, y otros hechos como la interrupción de un tratamiento
en enfermos mentales, así como en prácticas cotidianas. En nuestra
opinión tales afirmaciones olvidan otros fines de la conducta como
pueda ser el prestigio o el simple placer en el deporte, deseo de cura-
ción y evitar así un estigma por parte del enfermo que interrumpe su
medicación cuando siente progresos, etc.
Creemos que equiparar peligro de muerte o lesión a suicidio es
un gran error por cuanto alejará muchos problemas de su verdadero
origen, y más dice de las actitudes propias de ciertos sujetos que de
la realidad objetiva que ellos interpretan, atribuyéndole un significa-
do no desde el hecho en sí, sino desde sus propios valores. En cierta
manera, si tenemos en cuenta que la salud es el objetivo de la medi-
cina son comprensibles ciertas distorsiones o exageraciones de la
realidad, pero no por ello dejan de ser realidades sesgadas.
Tal como se nos presenta la evolución del concepto de tentativa
de suicidio, y términos análogos, se ha convertido el suicidio en un
saco sin fondo en el que echar todo aquello que incluso sin significar
peligro tampoco significa preservación, o el psicoanálisis ha entendi-
do como contrario al instinto de vida.
A efectos prácticos creemos que se debe tener en cuenta que hay
Marco conceptual e histórico del suicidio 31
situaciones personales que mantienen a las personas en constante
peligro de crisis, y que si bien es cierto que tras el primer intento de
suicidio no tiene porque seguir otro, éste sípuede sobrevenir tanto a
corto como a medio y largo plazo. Esto evidencia el peligro subya-
cente a las agresiones dirigidas hacia sí mismo, pero ni ésta es equi-
parable con todo tipo de autoagresión, ni de toda agresión o práctica
peligrosa se debe esperar un suicidio, por lo que el resto del aparta-
do lo vamos a dedicar a las CAD, bastantes más sencillas a juzgar por
los datos existentes, y desde nuestro punto de vista más realistas y
menos especulativas.
Las tentativas de suicidio o CAD son, según los datos epidemio-
lógicos, una razón si no de internamiento, sí al menos de consulta de
los centros de urgencia hospitalaria. Actualmente existe una tipolo-
gía de las tentativas de suicidio, en función de los desencadenantes
de la misma. Los tres tipos son (García y cois., 1984, pág. 536):
«Tipo síntoma (el intento como síntoma de enfermedad mental),
tipo estrés (aquellos de menor cronicidad, evaluados como reacción
frente a una situación ambiental estresante de aparición reciente), y tipo
crisis (de mayor cronicidad en los que el sujeto se encuentra en una
situación a la que no halla salida, de varios meses de evolución).»
En un estudio epidemiológico llevado a cabo por García (1982)
fue la tentativa tipo crisis la que más apareció, con un 40 por 100,
seguida de la tipo estrés, con un 25,6 por 100, y por último la tipo
síntoma, encontrada en un 16,7 por 100. Esta tipología rompe todos
los esquemas que relacionaban enfermedad mental y suicidio, tal y
como lo afirman García-Maciá y cois. (1984, pág. 535):
«Actualmente parece que los actos suicidas son una forma asumida
de expresión de crisis personal, ello puede ser discutible, pero debemos
expresar que sólo una pequeña parte de las tentativas de suicidio,
corresponden a trastornos psiquiátricos mayores, aunque sin duda el
acudir en el momento de la tentativa, presentan depresivos y/o ansiosos,
pueden valorarse como trastornos depresivos menores.»
Estas cifras corroborarían otros estudios que indican la alta ten-
dencia a repetir la tentativa: 39 por 100 para Bertrán (1984), entre
un 20 y un 30 por 100 para Costa, Camp, Udina, Sarro y Castillón,
entre otros (en García, 1984), un 48,7 por 100 para García (1984) y
un 50 por 100 para Primo (1987). Ciertamente no hay mucha unani-
midad en los datos. Principalmente, a nuestro parecer, tal y como
revela la comparación, las variaciones se producen por la distinta
naturaleza de los distintos centros hospitalarios y, dentro de éstos,
según la unidad en la que se realice el estudio. Pero a pesar de estas
32 Miguel Clemente y Andrés González
diferencias estadísticas, la mayoría de los autores sí coinciden en
denunciar el mayor riesgo suicida que hay en los sujetos con intentos.
Esta diferencia estadística provocada por las distintas unidades y
centros se hace especialmente sensible en la evaluación de los casos
aportados por los últimos, como podremos observar a continuación,
dándose grandes diferencias entre hospitales específicamente psi-
quiátricos y hospitales generales. Igualmente son dispares las cifras
aportadas por las unidades de urgencia y las de Cuidados Intensivos.
Los ingresos por tentativas de suicidios tampoco aportan estabi-
lidad, como se puede comprobar en los siguientes datos: Primo y
cois. (1987) con datos de un centro psiquiátrico, aportan las cifras de
un 4,33 por 100; Bertrán y cois. (1984) encontraron un 13 por 100
de ingresos en la UCI; Milla (1984) encontró un 2,5 por 100 de in-
gresos por tentativas mediante la intoxicación aguda medicamentosa
en el Hospital Clínico de Barcelona en la unidad de urgencias, y el 15
por 100 de los ingresos en la AVI; Soto y cois. (1987) recogieron
un 8 por 100 de tentativas de suicidio atendidas en los hospitales Clí-
nico y Psiquiátrico de Valladolid y, por último, en el hospital Clínico
Universitario de San Carlos (Madrid) se encontró igualmente una
incidencia del 8 por 100 de tentativas de suicidio (en De las Heras y
cois., 1987). Como complemento añadiremos que Rocamora (1984)
cifra en 1,3 por 100 el reclamo de ayuda por parte de posibles suici-
das en el teléfono de la esperanza.
En lo que generalmente sí hay unanimidad es en que la tentativa
se lleva a cabo principalmente por parte de mujeres jóvenes, al con-
trario que el suicidio consumado, que principalmente se lleva a cabo
por hombres que superan los cincuenta años. Hay diferentes teorías
que explican esta contradicción. Schneider encuentra en el sexo mas-
culino una mayor vulnerabilidad; Tardiff ve en el hombre mayor
agresividad que en la mujer, como demuestran la propensión a utili-
zar técnicas más violentas e inmediatas; otros estudios proponen que
no es la agresividad en sí el hecho determinante, sino el desconoci-
miento por parte de las mujeres «de la aplicación y eficacia de las téc-
nicas duras.»
En otra línea irían las explicaciones de Pasqualt y Bucher, corro-
borada en España por Alonso-Fernández y Rojas, que ven en el sui-
cidio de las mujeres más impulsividad que reflexión, lo que las hace
menos eficaces.
Nosotros nos decantamos por pensar, en primer lugar, que exis-
ten unos factores básicos cuyo origen está en la socialización que
reciben los distintos sexos, lo que provocaría diferencias en la inten-
cionalidad con que se lleve a cabo la tentativa, es decir, en la finali-
dad que como modo de afrontamiento tienen los distintos grados de
letalidad; y, en segundo lugar, es la diferente accesibilidad a los me-
Marco conceptual e histórico del suicidio 33
dios suicidas, lo que provoca esta diferencia, así como otros factores
que actuarían directamente o como refuerzo de las anteriores, tales
como la edad, nivel cultural, profesión...
Ahora no creemos oportuno extendernos excesivamente en este
punto, diferente incidencia del suicidio en función del sexo y roles de
género, siendo más adelante tratado con más detenimiento y preci-
sión. Aunque a modo de introducción diremos que sí está probado
que la diferente socialización recibida por las personas en función
del sexo determina tanto sus técnicas de afrontamiento ante los con-
flictos, como su mayor vulnerabilidad ante ciertos hechos. Así, el
bienestar psicológico se percibe de diferente manera afectado en fun-
ción del género, así como en función del género las personas somos
susceptibles de exteriorizar este malestar, las alteraciones psicológi-
cas y desequilibrios psicosociales de diferente manera.
Esta diferencia radica principalmente en las distintas maneras de
afrontamiento de los desajustes y conflictos psicosociales permitidos
e inculcados a las personas en función de su sexo, y en las distintas
situaciones en que se ha de desenvolver. Así pues, parte de la reali-
dad de que según el género recibimos una socialización concreta,
que nos facilita unos instrumentos de adaptación a la realidad social
específica (Pastor y Martínez-Belloch, 1991,pág. 129):
«Estas categorías (las sexuales), definidas a partir de la experiencia
del sujeto y bajo la acción de las normas sociales, otorgan valores diver-
sos a la realidad y se ligan a esquemas de comportamiento social.»
Estas categorías han supuesto modelos de identidad diferentes a
mujeres y hombres, subrayando en las primeras un papel principal-
mente afectivo y dependiente y en los hombres un papel instrumen-
tal y autónomo. Según ésto, se podría decir por una parte que los
intentos de suicidio en las mujeres es una forma de incidir sobre el
resto de las personas de las que dependen para intentar cambiar una
situación no grata; y por otra, que la mayor consumación del suicidio
en los hombres estaría relacionado con su menor vinculación, auto-
nomía, y visión instrumental de la realidad, e incluso de sí mismo.
Estas diferencias intersexuales también se extienden a la cues-
tión de las técnicas. Así, las técnicas más indirectas, preferimos el
término indirecto al de pasivo, ya que en el suicidio ninguna técnica
es pasiva, como la sobredosis medicamentosa o el envenenamiento
son más utilizadas por las mujeres que por los hombres. Milla (1984)
encontró en unestudio de intentos de suicidio mediante intoxicación
medicamentosa una prevalencia femenina del 70 por 100.
En cualquier caso, en España actualmente las mujeres intentan
más el suicidio que los hombres, tal y como demuestran diversas
34 Miguel Clemente y Andrés González
investigaciones. García-Maciá, Sarro, Giró y Otín (1984) calcularon
una «ratio» de 1,51 suicidios femeninos por cada uno de hombres,
aunque varía con la edad; Bertrán y cois. (1984), en la unidad de cui-
dados intensivos, encontraron que un 64,2 por 100 de los casos por
tentativa se producían en las mujeres, mientras que el 37,6 se mani-
festaba en los varones, lo cual cambia significativamente la «ratio»
anteriormente expuesta, y plantea un nuevo interrogante, ya que si
son los hombres los que más lo consuman, es lógico que también
ellos copasen los intentos más graves, como son los que se tratan en
la UCI. En cualquier caso, el hecho de que no todos los intentos de
suicidio pasen por el medio hospitalario, y que incluso muchos de los
que lo hacen pasen como accidentes, dificulta el cálculo de la preva-
lencia, aun cuando quede claro que ésta es mayor dentro del sexo
femenino.
Para cerrar este punto, añadiremos a modo de resumen que si
bien no podemos negar que suicidio y tentativa muchas veces se
muestran como conductas diferentes, igualmente no podemos olvi-
dar que el riesgo queda, y si realmente responde a una intención de
incidir en su medio se debe atender especialmente a estos sujetos,
proporcionándoles formas menos drásticas de actuar sobre su reali-
dad (Sarro, 1985, pág. 188):
«Creemos que los actos de suicidio pueden ser un lenguaje, o una
ausencia de lenguaje, o una manifestación de "acting out", o ser sinto-
máticos de un trastorno mental, pero cualquier tentativa de suicidio
debe valorarse como una forma de comunicación grave, sea cual sea el
método o forma que se haya utilizado.»
CAPÍTULO II
Teorías explicativas del suicidio
Los contractos personales: Teoría de Kelly
Kelly parte de la idea de que todos los sujetos tienen una pecu-
liar forma de adaptarse al ambiente, en función de las categorías cog-
nitivas concretas que poseen, y que sirven de parámetros para pro-
cesar sus experiencias. Desde este «peculiar mecanismo de procesar»
es desde donde el sujeto construye e interpreta la realidad, su reali-
dad. Aunque en este planteamiento se da la primacía al componente
mentalista propio de cada sujeto, reconoce la interacción mente-
ambiente en la conformación de su estructura cognitiva.
La teoría de Kelly sobre el suicidio se fundamenta en la idea de
que la realidad es independiente de la interpretación que cada suje-
to haga de ella, siendo esta última la que orienta y condiciona la
conducta. Parte en su estudio del suicidio de su teoría general,
denominada teoría de los constructos personales. La idea subya-
cente es que la realidad no se explica por sí misma, siendo el propio
sujeto quien atribuye un significado y da un sentido a su existencia
en función de su experiencia, por lo que cada hecho es «inter-
pretado desde la singularidad de nuestro pensamiento» (Kelly, 1961,
página 280):
«Lo único que puede descubrirse es cierta consistencia práctica
entre nuestras esperanzas y sus aparentes resultados. Las cosas pasan
así: nosotros inventamos un significado, lo imponemos sobre algunos
acontecimientos que suceden en nuestra vecindad inmediata.»
De esta manera, Kelly llega al concepto de validación, que sig-
nifica que la experiencia valida las expectativas personales cuando
se cumplen nuestras anticipaciones; o por el contrario, niega nues-
tros marcos de predicción cuando no se cumplen nuestras expecta-
36 Miguel Clemente y Andrés González
ti vas. En resumen, se trata de «confrontar el pensamiento con la
realidad».
A partir de esta teoría, Kelly explica el suicidio como un acto por
el cual el individuo trata de validar la vida, es decir, darle un sentido,
arremetiendo con las teorías que tratan de explicar el suicidio sin
tener presente al sujeto (Kelly, 1961, pág. 282).
«Tomemos, por ejemplo, el suicidio. En lugar de considerarlo como
algo malo, patológico o carente de sentido, podemos entenderlo mejor
si vemos el acto mismo y lo que logra desde el punto de vista de la per-
sona que lo ejecuta.»
Así pues, el suicidio, desde la teoría de Kelly, no tiene tanto una
intencionalidad autodestructiva, como la de prolongar y dar signifi-
ca-do a la vida. Las dos razones por las que Kelly explica el suicidio
son: a) El futuro es obvio para el individuo y por tanto incapaz de
motivarle; b) Cuando por el contrario el futuro se muestra al sujeto
totalmente impredecible, de manera que se ve «obligado a abando-
nar la escena».
Para Kelly, el suicidio desde sus presupuestos cognitivos sería el
efecto de la radicalización, por parte del sujeto, de la definición y
extensión de la comprensión de la realidad, y posterior construcción
de la misma. Así, el suicidio se manifestaría como una forma extre-
ma de depresión, que o bien subraya o bien rechaza en exceso la defi-
nición de la vida, reduciendo la amplitud del sistema al sujeto mis-
mo, desechando éste lo externo a él. Así, define al suicida como
(Avia y Sánchez Bernardos, 1993, pág. 117):
«Aquel que con la muerte pretende validar la vida, y que acude a
esa solución bien porque su mundo le resulta impredecible, o bien en el
caso opuesto, porque sus anticipaciones le parecen excesivamente regu-
lares, obvias y carentes de interés.»
En consecuencia, el suicida es aquel cuyo sistema de construc-
ción de la realidad está distorsionado por defecto o por exceso, y le
provoca o bien abatimiento o bien aburrimiento. Además, Kelly
introduce un nuevo criterio a tener en cuenta, que es la existencia de
sujetos psicológicamente muertos, aunque estén biológicamente
vivos, por las mismas razones antes expuestas (son prácticamente
inactivos social y psicológicamente).
Para terminar, el autor dice que el suicidio no es explicable des-
de términos tales como sentimientos, emociones, necesidad, psicodi-
námica, motivación, aprendizaje, reforzamiento, etc., proponiendo
nuevos conceptos:
Teorías explicativas del suicidio 37
1.° Dilación versus constricción. Hace referencia a la amplitud
del campo de intereses de la persona.
2.° Angustia. Entendida en términos de incapacidad de pre-
dicción.
3.° Amenaza. Supone que la persona prevé posibles cambios
sobre su identidad, y duda de su capacidad de control sobre
los mismos.
4.° Hostilidad. Que se produce cuando el sujeto fuerza los
acontecimientos para que éstos coincidan con sus predic-
ciones.
5.° Culpa. Explica este concepto en función del «papel» que desa-
rrolla un sujeto en un contexto social; apareciendo ésta cuan-
do la persona no es capaz de satisfacer las demandas del papel.
6.° Postulado básico y corolario de elección. El primero son los
procesos psicológicos de una persona orientados por los
parámetros de predicción, es decir, su capacidad de antici-
par los acontecimientos. El segundo hace referencia a las al-
ternativas estratégicas de cada persona para resolver las si-
tuaciones y la eficacia de la alternativa elegida.
En 1983 Neimeyer retoma la teoría de los constructos de Kelly
aplicada a la depresión y el suicidio, concluyendo que los constructos
se caracterizan por: atribuciones apriorísticas de fracaso que determi-
na la desesperanza; autoimagen peyorativa y deterioro de la autoesti-
ma; construcción polarizada fijada en los extremos, y que prescinde
totalmente de las alternativas intermedias; y, por último, desvincula-
ción y escisión social (Neimeyer, 1983 en Villardón, 1993).
La internalidad/externalidad: Teoría de Rotter
Rotter propone una Teoría del Aprendizaje Social compagi-
nando la teoría de la Psicología del Refuerzo Social y la Teoría de la
Psicología Cognitiva. Desde estos tres criterios explica conductas
concretas y actitudes generales ante la vida y el entorno, como resul-
tados de un proceso de elección o inhibición determinado por las
propias atribuciones de logro y/o fracaso quelas personas hagan
sobre sus conductas, condicionadas por la interacción continuada
con el medio ambiente y la realidad, que propone como procesos de
experiencia que modelan a la persona en su proyección social.
Rotter no tiene una teoría concreta sobre el suicidio, pero sin
duda los procesos psicológicos dependientes de la experiencia social
de los sujetos contribuyen a su explicación. Su principal aportación
al tema del suicidio radica en su tesis de que la experiencia conti-
nuada de ineficacia en el curso de la propia vida puede llevar al su-
38 Miguel Clemente y Andrés González
jeto a un estancamiento y absorción de las propias limitaciones
impuestas por el ambiente (tanto en su dimensión física, como hu-
mana y social), rompiéndose el vínculo entre ambos por agotamien-
to, rehificación de los significados, o simple inconformismo con el
estatus y rol socialmente impuesto. Es decir, la teoría de Rotter nos
introduciría en dos de las maneras por las que se puede llegar al sui-
cidio: por suspensión de la proyección social, al no poder realizar las
expectativas propias y percibirse el sujeto como incapaz de controlar
su vida y los acontecimientos que le suceden; o como alternativa
aprendida como plausible ante la no realización de ciertas expectati-
vas que le sirven de refuerzo vital.
En resumen, Rotter defiende que para que las personas se desa-
rrollen óptimamente y deseen desarrollarse necesitan refuerzos vitales
y un umbral mínimo de logro, determinados por el control que sobre
los sucesos de su vida tengan y la satisfacción de sus necesidades.
La teoría de Rotter ha sido tanto recogida en otras teorías más
amplias, como aplicada a aspectos más concretos del ser humano,
que explican la relación entre bienestar psicológico e integración
social, e incluso el suicidio. Así, se ha relacionado el grado de con-
trol social con la Calidad de Vida y la posición social ocupada (Alva-
ro, 1992), por cuanto un menor acceso a los recursos sociales supo-
ne un concomitante deterioro del bienestar psicosocial y de la salud;
también se ha incluido en distintas teorías sobre el estrés, por cuan-
to éste aparece ante situaciones que el sujeto cree como incontrola-
bles y superadoras de sus recursos (Lazarus, en Ortiz, 1990); obvia-
mente forma parte de las teorías más actuales que analizan el
impacto que la autoeficacia percibida tiene en la autoestima, siendo
el grado de control psicosocial percibido, los recursos y capacidades
propias, y la satisfacción con los resultados los ejes principales
(Villamarín, 1990), y la predicción (expectativas) que sobre el resul-
tado de la conducta se haga (Bandura, 1977, en Villamarín, 1990); la
atribución de incontrolabilidad o internalización de los fracasos se
comprende como una fase del proceso psicológico y social de la alie-
nación (Barrio, Basabe y Paez, 1990); y un sin fin de teorías y cons-
tructos actuales que reconocen la influencia que sobre el desarrollo,
formación e integración social de la persona tienen sus atribuciones
de control sobre el contexto social.
La indefensión aprendida: Teoría de Seligman
La Teoría de la Indefensión Aprendida de Seligman se funda-
menta en la idea de que la percepción continuada por parte de un
sujeto de no correlación entre los objetivos esperados de sus actos y
Teorías explicativas del suicidio 39
los resultados de los mismos puede provocar en la persona un senti-
miento de impotencia e incapacidad de control. Esta experiencia de
incontrolabilidad puede suscitarle un sentimiento de indefensión,
que se traduce en la limitación y/o bloqueo, en mayor o menor gra-
do, de su actividad. El aprendizaje e interiorización de la carencia de
control en los resultados de las propias conductas provoca, según el
autor, tres déficit en la personalidad (Abramson, Seligman y Teasda-
le; en Avia y Sánchez, 1993): «motivacional, cognitivo y emocional»,
traducidos en la depresión que sufriría el sujeto (Avia y Sánchez Ber-
nardos, 1993, pág. 239). La hipótesis de la Indefensión Aprendida
propone que el estado depresivo es una consecuencia del aprendiza-
je de que los resultados son incontrolables.»
Pero ni todas las percepciones de incontrolabilidad son iguales,
ni tienen los mismos efectos en la persona, por lo que los autores han
distinguido entre Indefensión Universal e Indefensión Personal. La
primera, se produce cuando el sujeto percibe que el hecho es incon-
trolable en sí mismo, para él y para todo el mundo, independiente-
mente de sus capacidades. Por el contrario, la Indefensión Personal
se produce cuando el sujeto percibe que el hecho es incontrolable
para sí mismo, pero no para los demás, por carecer de las capacida-
des necesarias.
La mayor diferencia de los efectos de ambas sobre el sujeto estri-
ba en que mientras la primera no daña la autoestima del sujeto (su
percepción de incontrolabilidad no significa fracaso personal, por
cuanto que el problema no es resoluble ni por él ni por nadie), la
segunda por el contrario sí, al atribuirse el sujeto a sí mismo la inca-
pacidad de lograr el resultado deseado, e interiorizarlo como déficit
(Avia y Sánchez Bernardos, 1993, pág. 250): «La noción de incon-
trolabilidad significa algo más que fracaso, y sirve para predecir no
sólo el fracaso sino también el éxito no contingente.»
El problema que plantea al sujeto la interiorización de la no
correlación entre sus actos y el resultado de ellos, es el estancamien-
to psicosocial, al limitar sus expectativas y su actividad, por creer
que no se seguirán de su conducta. Es decir, el sujeto inhibe ciertas
conductas y se niega ciertos objetivos, por creer que es incapaz de
realizar eficazmente las primeras, y de no poseer las aptitudes nece-
sarias para alcanzar los segundos.
Además, el modelo establece que la indefensión provoca unos
déficit sobre las personas cuando es de larga duración y cronicidad.
Éstos son: pasividad, desmotivación y lentitud para actuar; estanca-
miento en el plano cognitivo, aferrándose el sujeto a la idea de incon-
trolabilidad de los resultados en el curso de ciertos acontecimientos
de su vida, o en toda; en el nivel afectivo, el sujeto se caracteriza por
una tendencia en mayor o menor grado a la des vinculación social;
40 Miguel Clemente y Andrés González
por último, el déficit en la autoestima provoca grandes daños en la
autoimagen que el sujeto tenga de sí mismo, así como en su proyec-
ción y ubicación social, deteriorándose como ser social y psicológico
(Avia y Sánchez Bernardos, 1993, pág. 255):
«Dado que "yo" es algo con lo que tengo que vivir, atribuir la causa
de la indefensión de manera interna a menudo, pero no siempre, impli-
ca un futuro más sombrío que si se atribuyen las causas a factores exter-
nos, dado que las circunstancias externas están normalmente, aunque
no siempre, cambiando más que los factores internos.»
Es decir, tiene mayor peligro de dañar la autoestima la Indefen-
sión Personal que la Universal, porque somos conscientes de nues-
tras limitaciones, ya sean reales o atribuidas, convirtiendo ciertas
situaciones en insuperables; mientras que por el contrario, cuando se
realiza una atribución externa, nos es más fácil sobreponernos al fra-
caso, tanto porque podemos pensar que aunque ahora no nos sea
controlable la situación en el presente, es posible que posteriormen-
te lo sea, como porque no nos culpabiliza y estamos más abiertos a
otras alternativas (Avia y Sánchez Bernardos, 1993, pág. 269):
«Observamos que el fenómeno de la autoinculpación, autocrítica
y culpa (una subclase de los déficit de autoestima) en la Indefensión (y
en la depresión) se deriva de una atribución de fracaso a factores con-
trolables.»
En función del campo de acción de la Indefensión, ésta puede
dividirse en global (cuando abarque toda la existencia del sujeto) y
específica (cuando se centre en factores y/o situaciones concretas
con las que ha de desenvolverse el mismo, sin extenderse al resto de
su vida). En función de la temporalidad se puede dividir en crónica
(cuando sea constante o recurrente)y transitoria (cuando es de cor-
ta duración y no recurrente) (Avia y Sánchez Bernardos, 1993 pági-
na 253).
Los elementos que determinan el tipo de Indefensión dependen
de la estabilidad o inestabilidad de los factores que lo provoquen.
Así, la aparición de ciertos factores provocadores de la atribución
de incontrolabilidad en el sujeto de manera aleatoria o casuística en
ciertas situaciones, tendrá como efecto la indefensión en esa situa-
ción dada por la intervención de esos factores, pero por cuanto
éstos no son intrínsecos a la situación misma, el sujeto podrá
enfrentarse a ella con éxito en el futuro, siempre y cuando no vuel-
van a aparecer.
Por el contrario, si son atribuciones de indefensión estables,
Teorías explicativas del suicidio 41
éstas provocarán cronicidad al ser inherentes a situaciones concre-
tas, y globalidad si son asimilados como características propias,
intrínsecas a toda situación (Avia y Sánchez Bernardos, 1993, pági-
nas 257 y sigs.):
«Los déficit crónicos aparecerán si la atribución está determinada
por factores estables (Falta de inteligencia, de habilidad en matemá-
ticas, etc.). La atribución a factores estables induce a déficit crónicos
porque implican para el sujeto que en el futuro carecerá de control,
igual que ahora (...) Si realiza cualquiera de las atribuciones internas
aparecerán los déficit de baja autoestima.»
Habría que matizar que no todas las situaciones de indefensión
aprendida tienen el mismo grado de intensidad, derivándose ésta de
lo arraigada que esté en el sujeto la expectativa de no correlación
entre conducta y resultados, idea que se irá interiorizando con más
fuerza en el sujeto cuantas más predicciones de no éxito vaya experi-
mentando. Es decir, la Indefensión surge en el sujeto como producto
del refuerzo negativo continuado ante la resolución de ciertas situa-
ciones, actividades o desarrollo personal.
Según este modelo, la depresión puede surgir en los sujetos co-
mo efecto de atribuir incontrolabilidad en los resultados de sus con-
ductas, especialmente si se cree que los factores en acción debían
poder ser controlables. Ello no significa que toda depresión sea efec-
to de la Indefensión; más bien se debe decir que existe un subtipo de
depresiones que surgen como efecto del conflicto provocado por la
creencia de no correspondencia entre sus actos y los resultados de los
mismos.
En fin, la Indefensión, por tanto, ejerce una importante influen-
cia en el proceso vivencial de la persona, por cuanto al reducir las
expectativas de ocurrencia de resultados derivados de su conducta,
lo coloca en una situación de inseguridad, insatisfacción y, a la larga,
de pasividad, que provocará más su desligamiento social que su inte-
gración, tanto por su parte, como por la de la sociedad.
La Teoría de la Indefensión muestra una especial relación del
sujeto con el entorno social, y con su propio desarrollo como ser
social, relación que no lleva al sujeto a su integración, sino todo lo
contrario; provoca el paulatino desligamiento entre el sujeto y la
sociedad, e incluso entre el sujeto y su propio desarrollo como enti-
dad individual y social, al ser uno de sus principales efectos la apatía
y la desmotivación.
42 Miguel Clemente y Andrés González
La Terapia Racional Emotiva de Beck
Beck estudia el suicidio dentro del contexto más amplio de la
depresión, por lo que se hace necesario plantear su teoría sobre la
misma. La Teoría Cognitiva de Beck tiene su origen en la idea de que
los hombres, en función de sus experiencias, crean unas categorías
mentales a partir de las cuales perciben, estructuran e interpretan la
realidad, y desde ellas orientan la conducta; es decir, el sujeto realiza
conductas concretas en función de percepciones determinadas de la
realidad (Beck, 1979, pág. 13):
«Sus cogniciones se basan en actitudes o supuestos (esquemas)
desarrollados a partir de sus experiencias anteriores.»
Desde estos criterios se comprende que la conducta desadaptada
socialmente, o incongruente e inadecuada con el agente desencade-
nante, se produce porque el sujeto recibe una imagen distorsionada
de la realidad, por lo que la acción terapéutica se dirige a la identifi-
cación de las categorías que distorsionan la percepción objetiva de la
realidad, para la posterior corrección de las «conceptualizaciones
distorsionadas y las falsas creencias que subyacen a estas cognicio-
nes» (ibid) y que dan lugar en la depresión a «la "triada primaria", o
puntos de vista negativos sobre uno mismo, su entorno vital y el
futuro» (Labrador y Mayor, 1991, pág. 344).
La depresión, siguiendo a Beck, se produciría al sufrir el sujeto
distorsiones en el procesamiento de la información; distorsiones que
influyen en el posterior tratamiento que lleva a la conducta, y que
vamos a resumir, siguiendo el esquema del autor, en seis principios:
1. Inferencia arbitraría: El sujeto hace predicciones no basadas
en la experiencia o el razonamiento lógico, e incluso en contra
de la «evidencia», es decir, sus predicciones de expectativa se
fundamentan en su subjetividad, y no en aspectos objetivos de
la realidad y de sí mismo (relativa a la respuesta).
2. Abstracción selectiva: Mecanismo por el cual el sujeto esta-
blecería conclusiones a partir de detalles no representativos
de la situación o experiencia dentro de la cual se dieron, en
función de los cuales calificaría la situación, y orientaría su
conducta y actitudes.
3. Generalización excesiva: El sujeto toma como marcos de
referencia para establecer pautas generales de actuación, o
valoraciones globales de una situación, hechos aislados y sin
gran conexión con el estímulo global que ha recibido. Se pue-
de decir que el sujeto es más receptivo de ciertos hechos, que
42
Teorías explicativas del suicidio 43
extrae de la situación total en que se dan (relativo a la res-
puesta).
4. Maximización y minimización: Errores en la evaluación de
la magnitud y amplitud de los hechos, que se traducen en una
proporcionalidad, a la percibida, en la conducta reactiva, o si
se prefiere, el sujeto responde a los estímulos desproporcio-
nalmente (relativa a la respuesta).
5. Personalización: Tendencia del sujeto a atribuirse fenómenos
externos, hacia los que no existe conexión (relativa a la res-
puesta).
6. Pensamiento absolutista, dicotómico: El sujeto valora y cla-
sifica todas las experiencias en función de un parámetro fijo,
compuesto por dos categorías opuestas; es decir, el sujeto
adopta una perspectiva bipolar y transituacional desde la
cual asimila toda la realidad, siendo ésta categorizada en un
polo u otro (por ejemplo todo es moral o inmoral), y exclu-
yendo cualquier otra valoración de la situación (relativo a la
respuesta) (Mayor y Labrador, 1991, pág. 344):
«Estos modos de interpretar la realidad, adquiridos de manera tem-
prana, se convierten en automáticos y condicionan la experiencia.»
Beck define la situación depresiva en la misma línea que los auto-
res anteriores, considerándola como fruto de la pérdida de vitalidad,
a su vez efecto de la carencia de expectativas producida por sus per-
cepciones erróneas (Beck, 1979, pág. 200):
«Cuando existe una gran discrepancia entre las expectativas del
individuo acerca de sí mismo y su ejecución real, tiende a experimentar
una fuerte disminución de autoestima y una negativización de sus pers-
pectivas de cara al futuro.»
A modo de resumen, podemos decir que la atractiva propuesta
de Beck consiste en reconstruir el aparato cognitivo del sujeto de
acuerdo con la realidad, así como proporcionarles aquellas habilida-
des sociales que le aseguren una mayor integración social y una pro-
yección de futuro. Los elementos de la terapia cognitiva se pueden
resumir en (Labrador y Mayor, 1991, pág. 345):
1. Interpretación de las pautas vitales del paciente que han determina-
do la adquisición de esas formas de pensamiento.
2. Auto-observación de los «pensamientos automáticos» que ayude al
paciente a hacerse consciente de ellos y a reconocer sus efectos
sobre el ánimo y el comportamiento.44 Miguel Clemente y Andrés González
3. Uso de las técnicas de distanciamiento emocional y de separación
afectiva de esos pensamientos.
4. Aplicación de las reglas de evidencia y de lógica, y consideración de
explicaciones alternativas.
5. «Pruebas de realidad»: obtención de feedback externo para aceptar
la utilidad de la consideración nueva de los acontecimientos.
Así pues, concretados los mecanismos que distorsionan la per-
cepción del sujeto, y producen errores en la evaluación de la realidad
y los consiguientes equívocos en su conducta, se trata de lograr que
el sujeto reevalúe sus propias categorías cognitivas, y que, de manera
convencida, las cambie, capacitándose para percibir eficazmente la
realidad, y así actuar eficientemente. Los objetivos de la terapia cog-
nitiva son: motivar el deseo de vivir mediante la vinculación a la rea-
lidad; promover actitudes de superación de la desesperanza, así como
enseñarle a superar aquellos factores que le produzcan inestabilidad,
proporcionándole un bagaje cognitivo y de habilidades sociales ade-
cuado a sus necesidades para corregir los déficit que le provocaron la
desesperanza y la depresión (Labrador y Mayor, 1991, pág. 344):
«De este modo, el paciente va descubriendo por sí mismo y poco a
poco el papel perturbador de sus pensamientos, y considerando otra
interpretaciones.»
Últimas tendencias en Psicología
Shneidman, desde su perspectiva fenomenológica supone una de
las aportaciones más actuales a la cuestión del suicidio. Reconoce
que el mismo estaría determinado por cuatro elementos básicos que
son: la hostilidad, la perturbación, la constricción y el cese. Plantea
que la tendencia autodestructiva (hostilidad) está provocada por
estados emocionales negativos (perturbación). A ello se sumarían las
distorsiones en la percepción y valoración de la realidad (constric-
ción). Estos tres elementos suponen un alto riesgo de suicidio que es
el cese (Shneidman, 1976; en Villardón, 1993). Completaría su teo-
ría en 1988 añadiéndola unas características, diez, que consideraba
comunes a todo suicidio. Éstas presuponen que todo suicidio tiene
como objetivo lograr el fin de una situación cognitiva de sufrimien-
to, provocada por un estresor cuyo origen está en las necesidades
frustradas. Como resultado de ello el sujeto se estanca en una situa-
ción de indefensión y desesperanza, viendo mermadas su capacidad
de decisión y resolución por una situación de ambivalencia y deso-
rientación cognitiva. También su capacidad de percepción se ve res-
Teorías explicativas del suicidio 45
tringida, subrayando lo negativo. La forma de afrontar la situación es
la huida, y el suicidio en este contexto es congruente con el estilo de
afrontamiento general utilizado por el sujeto (Shneidman, 1988; en
Villardón, 1993).
La línea de Shneidman es interesante en cuanto que muestra que
cada vez se tiende más a construir teorías multidisciplinarias supe-
rando los reduccionismos sociedad, individuo y/o patología.
En esta línea, se propone la teoría socioindividual, que integra en
un mismo cuerpo teórico los factores individuales, psicosociales y
sociales que provocan la conducta suicida. Esta teoría se fundamen-
ta en un modelo multidimensional del comportamiento, entendiendo
que éste lejos de estar condicionado por un factor único, posee múl-
tiples orígenes.
Esta teoría sigue el patrón teórico de vulnerabilidad al estrés, y
comprende que las variables que incitan al suicidio se reparten entre
el sujeto, su entorno inmediato y la sociedad en la que vive el sujeto.
Una mala relación entre el sujeto y su ambiente (siguiendo el con-
cepto de estrés de Lazarus, 1966, 1976), una mala adaptación cultu-
ral (Cántaro, 1980, 1981), déficit cognitivos en la resolución de pro-
blemas (Schotte y Clum, 1982, 1987) y carencias en las relaciones
personales, que hacen que el sujeto no posea, no pueda utilizar o no
utilice el apoyo social de su entorno, son algunas de las principales
teorías que explican la vulnerabilidad al estrés (Villardón, 1993).
La teoría socioindividual cuenta con las siguientes ventajas so-
bre las teorías más tradicionales (Bonner y Rich, 1987; en Villar-
dón, 1993, pág. 60): Integra variables sociales, biológicas, psicológi-
cas y psicosociales en un marco más amplio; analiza la conducta en
función de unos factores determinados; se asume que las variables
interactúan influyéndose recíprocamente, que no hay un número
determinado de variables intervinientes, por lo que siempre se puede
ampliar el marco conceptual y que la conducta suicida no necesita de
la presencia de todos los factores para producirse, sino que unos
cuantos, en función de su naturaleza, son suficientes. En definitiva, es
un modelo abierto y flexible que procura analizar el mayor número de
factores para explicar cada suicidio como una conducta concreta.
Teorías psicoanalíticas
No se puede decir que Freud tratara ampliamente el suicidio,
encontrándose sólo ciertas referencias a él en su Psicopatología de la
vida cotidiana algunas historias clínicas, y especialmente en Duelo y
melancolía y Más allá del principio del placer. Esta perspectiva del
suicidio tiene su origen en la teoría de los instintos (Futterman, 1961)
45
46 Miguel Clemente y Andrés González
elaborada por Freud, y más concretamente en el instinto de muerte
(Thanatos), opuesto al de la vida (Eros) (Faberow, 1961, pág. 323).
«Fundamentalmente, las bases del suicidio radican en el hecho mis-
mo de un instinto de muerte, que al buscar constantemente un reposo
eterno puede encontrar su expresión en el suicidio.»
Propone el suicidio como un proceso cuyo origen estaría en el
deseo de matar a otro, principalmente a un ser amado y previamente
introyectado, esto provocaría un sentimiento de culpabilidad que lle-
varía al individuo a dirigir hacia sí mismo su agresividad, matándose
a sí mismo (Sarro y De la Cruz, 1991; Estruch y Cardús, 1982). Bási-
camente, el suicidio sería el resultado de la oposición de los impulsos
de vida y muerte, que prevaleciendo el segundo, y estando el sujeto
imposibilitado para orientar hacia otro tal impulso destructivo por la
acción de los mecanismos de defensa (proyección, sublimación e
introyección), puestos en funcionamiento por la acción del ego y del
superego, lo dirige hacia sí mismo.
Ha sido Menninger el discípulo de Freud que más fielmente ha
desarrollado una teoría del suicidio siguiendo sus presupuestos, de-
sarrollada en el libro El hombre contra sí mismo (1938). Para Men-
ninger las causas del suicidio responden a impulsos internos princi-
palmente, siendo los factores externos refuerzos y justificaciones que
el sujeto inconscientemente se crea congruentes con los primeros.
De ello resulta que el ambiente que se construye el individuo res-
ponde a sus intenciones suicidógenas; es decir, el individuo se crea
un ambiente negativo, que disculpe de cara al exterior las intencio-
nes de su inconsciente.
En función de este planteamiento Menninger establece la existen-
cia de tres elementos en la conducta suicida: «el deseo de matar, el
deseo de ser matado, y el deseo de morir» (Menninger, 1938). El pri-
mer elemento (deseo de matarse) aparece como respuesta a una frus-
tración originada por un ser querido y hacia el que suelen existir
vínculos de identidad; es decir, siguiendo a Freud, ha sido previamen-
te introyectado. El segundo elemento (deseo de ser matado) se pro-
duce cuando la conciencia actúa, provocando al sujeto un sentimien-
to de culpabilidad, y alojándole en un estado melancólico o depresivo.
El tercer elemento (deseo de morir) es el que determinará la consu-
mación del suicidio. En este punto el autor pone de relieve que a la
intención consciente de morir, ha de sumarse el deseo inconsciente.
En caso contrario, lo más habitual es que el suicidio se vea frustrado.
Además, pone de relevancia el deseo inconsciente del sujeto de
morir al realizar ciertas conductas que, siendo innecesarias, implican
riesgo de muerte. Menninger reconoce que el deseo de morir no tie-
Teorías explicativasdel suicidio 47
ne suficiente base científica, aunque le parece «interesante especular
sobre su concreta relación con el fenómeno del suicidio».
Resumiendo, el suicidio surgiría al producirse un desequilibrio
entre las tendencias destructivas y constructivas del hombre, a favor
de las primeras. De ello surgiría el deseo de matar y el deseo de ser
matado, ambos erotizados, que dirigirían la agresividad hacia el pro-
pio yo del individuo. A ello habría de sumarse el deseo de morir,
consciente e inconscientemente. Por último, reconoce cierta influen-
cia social (Meninger, 1938, pág. 76):
«Se halla (el suicidio) indudablemente complicado por factores
exteriores, actitudes sociales, pautas familiares, costumbres de la comu-
nidad, y también por aquellas distorsiones de la realidad que se dan
cuando existe un desarrollo incompleto de la sociedad.»
No todas las interpretaciones psicoanalíticas del suicidio, como
hemos podido comprobar con las ideas de Menninger, siguen dog-
máticamente la teoría freudiana. Así, podemos encontrar nuevas
aportaciones coma la de Bowlby, que ve en el suicidio una reacción a
la frustración, exteriorizada mediante la hostilidad, sin que por ello
haya que suponer la existencia o acción del impulso de muerte. Este
autor enlaza la teoría de la melancolía con la del suicidio, viendo tan-
to elementos comunes a ambas —culpabilidad, deseo de ser castiga-
do, regresión y represión de los instintos, introyección, etc.—, como
elementos facilitadores del suicidio —aislamiento, actitud hostil, et-
cétera— (Faberow, 1961).
Lewin, por el contrario, encontrará en sus investigaciones con
drogadictos, maniacos y psicópatas, puntos comunes entre la excita-
ción de éstos con el sueño, equiparando así la muerte a un estado de
constante «nirvana». Desde esta relación (muerte-sueño) deduce que
al suicida le subyace la idea de renacer, de volver a la madre, resulta-
do de la fusión del yo y del superyo. Siguiendo esta teoría, Rado
observa en los depresivos dependientes de fármacos, una intención
de sustituir la tristeza por una alegría eterna, de lo que deduce (Fut-
terman, 1961, pág. 183):
«Esta clase de paciente en realidad no se mata, sino que busca la
inmortalidad que cree encontrar al otro lado de la muerte.»
Otra perspectiva la representa Glover, quien retoma la cuestión
de la energía psíquica para explicar el suicidio en términos de sobre-
carga. Es decir, el sujeto sufre un exceso de energía psíquica ante la
cual se ve incapaz de actuar, siendo el suicidio una estrategia de esca-
pe a la misma (Futterman, 1961, pág. 183):
48 Miguel Clemente y Andrés González
«A menudo, cuando la psique está sobrecargada de energía instinti-
va, se produce un éxtasis con tensión intolerable. El alivio puede bus-
carse mediante escapes de actividad tales como el suicidio.»
Para cerrar este apartado hemos creído oportuno detenernos un
poco más en Jung, quien a partir de su propia conceptualización del
self, propone una teoría del suicidio realmente original dentro del
psicoanálisis, y que difiere bastante de lo visto hasta el momento.
Para este autor, el self es un componente pseudoinconsciente de
la personalidad, que enlaza ésta con el medio social del sujeto, sien-
do a partir de él de donde «emana la experiencia de lo significado»,
contraviniendo así la primacía del yo como motor de la interpreta-
ción de la experiencia. El yo es el núcleo consciente de la personali-
dad del mismo, y ambos han de estar conectados para un equilibra-
do funcionamiento de la personalidad individual, y una correcta
interpretación de la vida y de uno mismo.
Para Jung, el self tiene una faceta positiva y otra negativa. Esta
última estaría relacionada con una interpretación peyorativa de la
vida, acercando a la persona, por tanto, a la muerte. Esta parte nega-
tiva del self aparece principalmente cuando no existe correlación
entre el yo (que representa la realidad) y el self (que representa las
expectativas que para y de sí tiene el sujeto en la sociedad). Esta
incongruencia motivaría en el sujeto un «anhelo de renacimiento
espiritual» (Klopfer, 1961, pág. 209):
«La muerte en este sentido se concibe claramente como la muerte
del ego que ha perdido contacto con el self y, por lo tanto, con el sig-
nificado de la vida. El yo tiene que retornar al seno de la "magna ma-
ter" para establecer este contacto y para renacer con un nuevo significado
para la vida.»
La teoría jungiana sobre el suicidio se completa con la proposi-
ción de cuatro dimensiones fenomenológicas (colectivos-individua-
les, activo-pasivo, sincero-llamar la atención y planeado-impulsivo),
y una tipología que a continuación exponemos:
1. El suicidio del héroe o mártir, provocado por un ideal.
2. Dolor irreducible o angustia mental. La vida es insoportable,
planteándose la muerte como una liberación.
3. Reacción contrafóbica a la muerte. La muerte es tan temida,
que la persona se la proporciona para no soportar más el
temor a la misma.
4. Búsqueda de libertad.
5. Reunión con la persona amada.
Teorías explicativas del suicidio 49
6. Deseo de reclusión. La persona se suicida con la intención de
poner un «broche a la vida», siendo la muerte un medio de
invaginación.
La perspectiva sociológica
Podemos decir, sin lugar a dudas, que la obra El suicidio de Dur-
kheim (1897), supone el primer intento de estudiar el tema desde una
base científica en Sociología. Para ello utilizará el análisis estadístico-
comparativo de diferentes variables y categorías sociales, tales como el
sexo, la edad, el estado civil, la religión, los meses del año, el país, los
valores sociales..., así como la comprobación de la incidencia de dis-
tintos hechos en la variación de las estadísticas, como las guerras y las
crisis económicas, en su condición de desestabilizadores sociales.
Esta teoría sociológica parte de la idea de que es la sociedad como
marco, instrumento y modelo de desarrollo de los sujetos, quien
directa o indirectamente orienta a los mismos hacia el suicidio, por
cuanto no es capaz de vincular a los sujetos a la vida a través de ella.
Para Durkheim el suicidio es ante todo un fenómeno social, y
como tal sólo explicable en función de variables sociales. Consi-
guientemente, es la estructura de la sociedad la que determina en
función de sus características el que los individuos sean más o menos
susceptibles al suicidio.
Su esquema de análisis es muy sencillo. Basándose en el método
estadístico de Quetelet primero refuta algunas de las teorías predomi-
nantes sobre el suicidio en su época, para después comprobar y verifi-
car la suya propia. Entre las teorías principales que impugna están las
que veían el suicidio como producto de estados psicopatológicos y/o
«monomanías», la herencia genética, la raza, la imitación y el clima.
Parte de la idea de que el hombre es ante todo un ser social y, por
tanto, la configuración de la estructura de la sociedad influirá sobre
el individuo, tanto en su manera de percibir la sociedad, como en su
manera de proyectarse socialmente. De igual manera, establece que
las circunstancias sociales influyen al provocar un estado de «ánimo
colectivo», que presiona a los individuos. Pero, en contra de lo que
generalmente se ha interpretado, da al individuo consciente la última
palabra sobre la conducta suicidógena. Los factores sociales influyen
en tanto el individuo es susceptible a ellos, o con una terminología
más actual, existe una población de riesgo más sensible a los factores
y cambios sociales (Durkheim, 1897, pág. 302).
«De nuestra investigación se desprende, hasta ahora, un resultado,
y es, que no hay suicidio, sino suicidios. Sin duda, el suicidio es siempre
50 Miguel Clemente y Andrés González
el acto de un hombre que prefiere la muerte de la vida. Pero las causas
que lo impulsan no son de la misma naturaleza en todos los casos; has-
ta, a veces, son opuestas entre sí. Ahora bien, es imposible que la dife-
rencia de las causas no se vuelva a encontrar en los efectos.»
Basándose en esta última idea construye una tipologíade los suici-
dios en función de las características sociales: egoísta, altruista, anómi-
co y fatalista; a los que hay que sumar tres tipos mixtos: ego anómico,
anómico altruista y ego altruista. Las distintas variedades del suicidio
responden a diferentes sociedades y/o circunstancias sociales.
El suicidio egoísta se da en sociedades disgregadas, con poca
cohesión, o cuando el individuo está poco integrado en el ámbito
social. La característica principal de estas sociedades es la excesiva
individualización y el egocentrismo. Al ser el hombre un ser princi-
palmente social, cuando no está debidamente integrado, o la socie-
dad se muestra difusa e incapaz de «expresarlo», siente ésta como
algo ajeno a sí mismo, perdiendo su razón de ser en ella, lo que se
traduce en apatía y un «desencanto» generalizado, así como en una
mayor vulnerabilidad a las dificultades de la vida y los cambios socia-
les. En palabras del propio autor (Durkheim, 1989, pág. 221):
«El egoísmo no es simplemente un factor auxiliar; es su causa gene-
radora. Si, en ese caso, el lazo que liga al hombre a la vida se afloja, es
porque el nexo que le une a la sociedad, se ha relajado.»
El suicidio altruista, por el contrario, es propio de individuos
excesivamente integrados y subordinados a la voluntad colectiva.
Dentro de este grupo Durkheim advierte que son los ancianos, las
viudas y aquellos sujetos que sufren una relación servil (él los deno-
mina clientes o siervos), las principales categorías sociales que lo
realizan.
El último modelo de suicidio es el anómico. Este tipo de suicidio
se daría en función de la reglamentación social, en cuanto modo de
asignar expectativas y medios de logro sociales, por lo que está ínti-
mamente relacionado con: «la necesidad de bienestar» y realización
de los individuos, y los «límites» socialmente impuestos a cada gru-
po social (Durkheim, 1989, pág. 266):
«Hay, pues, una verdadera reglamentación social que no por care-
cer siempre de una forma jurídica deja de fijar, con una precisión rela-
tiva, el máximum de bienestar que cada clase de sociedad puede legíti-
mamente buscar o alcanzar.»
Los límites impuestos socialmente al nivel de expectativas varían
principalmente en función del estatus socioeconómico. La sociedad
Teorías explicativas del suicidio 51
no impone al individuo unos límites normativos, sino que reconoce
teóricamente la accesibilidad de los sujetos a ciertos valores, a los
que de hecho aquel no puede acceder con los medios con los que por
su situación dispone; así, sus expectativas no exceden de lo regla-
mentado o reconocido socialmente, sino de los determinantes de su
propia realidad. Surgiría un conflicto entre los deseos individuales, y
las reglas sociales que le impiden realizarlos, desanimándose y per-
diendo el interés por una vida que no coincide con la que desea.
En definitiva, el suicidio anómico se produce, por una parte, en
sociedades donde al hombre le falta proyección social tal y como
está instituida la sociedad, a nivel de reglamentación moral, mate-
rial e ideológica, no por la normativa objetiva; y, por otra, en aque-
llas situaciones en las que cambios sociales bruscos alteren tanto las
situaciones como para deteriorar la autoridad social y hacer que la
reglamentación social sea inoperante, perdiendo el sujeto los mode-
los de conducta y expectativas que encarrilan su motivación (Durk-
heim, 1989, pág. 269):
«Lo que el hombre tiene de característico es que el freno a que está
sometido no es físico, sino moral, es decir, social. Recibe su ley, no de un
medio material que se le impone brutalmente, sino de una conciencia
superior a la suya y cuya imperiosidad siente...
Solamente cuando la sociedad está perturbada, ya sea por crisis
dolorosas o felices, por demasiado súbitas transformaciones, es incapaz
de ejercer esta acción; y he de aquí de donde vienen estas bruscas ascen-
siones de la curva de los suicidios.»
Hay que añadir un subtipo de esta categoría, el anómico conyugal
fruto de la viudedad y especialmente del divorcio, muy influido por
tanto por la concepción del valor otorgado socialmente al matrimonio
y a la familia. Aquí se hace referencia a la ruptura del equilibrio
doméstico del sujeto, de su microcosmos referencial en cuanto cons-
tructor próximo de la realidad individual, reconociendo que otros
grupos sociales son capaces de asumir sus funciones integradoras.
Por otra parte, se ha de hacer referencia al suicidio fatalista,
opuesto al anómico, propio de los esclavos, y que el autor nombra por
interés histórico. En cualquier caso, el individuo se suicidaría por ser-
le imposible substraerse al determinismo de la autoridad social.
La anomia es una cualidad de la sociedad, no un estado psicoló-
gico del individuo, que se produce por la falta o exceso de reglamen-
tación, de manera que o bien el sujeto carece de parámetros estables
por los que guiar su conducta, o éstos son tan férreos que le impiden
realizarse.
En resumen, la interpretación sociológica del suicidio en Durk-
52 Miguel Clemente y Andrés González
heim defiende que cada sociedad posee una inclinación específica
hacia el suicidio, en función de su estructura, sus características y
circunstancias, lo que crea una mentalidad y estado de ánimo colec-
tivo, que asimilados por los individuos los predispone en cierto gra-
do al suicidio, siendo éste en definitiva una expresión de la predispo-
sición social (Durkheim, 1989, pág. 326):
«Son esas tendencias (anomia, egoísmo y altruismo) de la colectivi-
dad las que, penetrando en los individuos, los impulsan a matarse.»
Desde este presupuesto, y para finalizar, Durkheim establece que
en función del grado de integración social, reglamentación y capaci-
dad persuasiva de la autoridad, cada sociedad provoca en sus miem-
bros una mayor tendencia al suicidio en cuanto que es incapaz de
motivarle para vivir, y haciéndole más vulnerable a las dificultades
que se le planteen en el desarrollo de su vida.
Frente a la postura durkheimiana, examinemos ahora la orienta-
ción de Baechler. La postura de Baechler parte del presupuesto de
que el suicidio es una conducta orientada a resolver un problema
(Baechler, 1975, en Estruch y Cardús, 1982, pág. 24), de forma posi-
tiva, es decir, con el suicidio el sujeto supera una situación que lo
presiona, provocándole gran tensión (pág. 119):
«Toda conducta que busca y encuentra la solución de un problema
existencial en el hecho de atentar contra la vida del sujeto (...) El suici-
dio es siempre una solución adecuada, por poco que se tomen en cuen-
ta todos los datos, como los percibe el sujeto.»
Baechler criticó a Durkheim por ser excesivamente «sociologis-
ta», añadiendo que a él no le interesaba el suicidio como tal, sino que
se valió de él para validar la actuación de la Sociología frente a la Psi-
cología en la realidad individual, incluso en aquellas conductas que
tradicionalmente se habían concebido como independientes de la
acción social, y producto de la naturaleza individual. Nosotros cier-
tamente no tenemos constancia de lo contrario, aunque creemos que
si bien Durkheim no se fijó en el aspecto dramático del suicidio, lo
que no debería extrañar si partimos del hecho de que propugnó el
estudio de los fenómenos sociales como cosas para no perder objeti-
vidad, sí se preocupó de la sociedad, de cuyo funcionamiento y
estructura, según él, el suicidio es reflejo.
En cualquier caso, no creemos que sea una crítica relevante, por
cuanto que en realidad no afecta a la teoría durkheimiana, a pesar de
la importancia que se le ha dado si hemos de juzgar por el número de
textos en que se menciona.
Teorías explicativas del suicidio 53
Baechler parte para el estudio del suicidio de presupuestos socio-
cognitivos y psicosociales, concibiendo el mismo como el desenlace
de un conflicto existencia! del hombre (Sarro, 1985). Además, aña-
de que el estudio del suicidio habrá de ser más cualitativo que cuan-
titativo, es decir, habrá de basarse más en las situaciones concretas
que en las estadísticas,ya que los suicidios individuales no son equi-
parables los unos a los otros, proponiendo nuevas variables a partir
de las cuales estudiarlo: senilidad, juvenilidad, masculinidad y fe-
minidad. Estas variables no sólo conllevan una edad numérica o un
sexo concreto, sino que también implican un estatus, unos roles,
un estilo de vida, etc, que son en última instancia los factores deter-
minantes del suicidio y los elementos que mejor definen la realidad
suicida.
Igualmente, contrario a las teorías reduccionistas predominantes
en la psiquiatría que contemplan la conducta suicida como el desen-
lace de enfermedades y trastornos mentales, responderá que es equi-
vocado equiparar suicidio a enfermedad mental, siendo el suicidio,
en estos casos, no tanto un producto de la enfermedad en sí como de
los efectos que tal situación tiene sobre el sujeto (vulnerabilidad ante
los conflictos, mayor número de problemas para una menor capaci-
dad resolutiva, debilidad vital, etc.) (Baechler, 1975, en Estruch y
Cardús, 1982, pág. 160). El autor propone dos causas por las que los
enfermos mentales se suicidarían, atribuyendo a cada una enferme-
dades y motivos (Chanoit, 1985, en Estruch y Cardús, 1982):
A continuación, exponemos algunos de los efectos que, según
Baechler, influyen en la consumación de la conducta suicida (Baech-
ler, 1975, en Estruch y Cardús, 1982, pág. 160):
Tipo 1 ENFERMEDAD CAUSA
ESCAPISTAS
Esquizofrenia
Depresión
Melancolía
Huida
Duelo
Castigo
Tipo 2 ENFERMEDAD CAUSA
AGRESIVO
Delirios pasionales
Histeria
Psicopatía
Venganza, crimen
Llamada
Chantaje
54 Miguel Clemente y Andrés González
1. La necesidad de escapar a la enfermedad y a los efectos que sobre la
vida del sujeto tienen.
2. Tendencia a responder exageradamente a conflictos que en principio
parecen nimios.
3. La aparición de la depresión en el sujeto, que provocaría abulia fren-
te a la realidad social, y un progresivo deterioro de la autoimagen.
4. Algunas formas de paranoia, tales como las alucinaciones o escu-
char voces, o el deseo de escapar a ellas, también pueden tener como
desenlace el suicidio.
5. Una reacción impulsiva e inconsciente ante una situación muy estre-
sante.
En general, piensa que se suicidan aquellos sujetos que no pue-
den asumir las reglas sociales necesarias para vivir, o bien aquellos
que sufren una gran alteración en su vida que trastoca todos sus
esquemas.
El autor también construyó una tipología sobre el suicidio par-
tiendo de la información judicial y médica que había recogido sobre
casos concretos. Cada tipo se divide a su vez en varios subtipos.
Estos son: suicidio escapista, por el cual el sujeto busca evitar una
situación, dividido en huida, duelo y castigo; suicidio agresivo, que
supone que con la autodestrucción se daña a otro, dividido en la ven-
ganza, el crimen, el chantaje y la llamada; suicidio oblativo, que
supone la entrega de la propia vida por unos valores (personales,
sociales, religiosos...), dividido en sacrificio y transición; por último,
el suicidio lúdico, que supone que el sujeto más que precipitarse
directamente a la muerte, lo hace mediante esta última, y sus formas
son la ordalía y el juego (Baechler, 1975, en Estruch y Cardús).
Estudios en España
En nuestro país no se han realizado muchos estudios sobre el sui-
cidio, siendo la mayor parte de ellos de naturaleza psiquiátrica, la
mayoría ya expuestos en otros apartados, por lo que nos ceñiremos a
repasar tres estudios, el primero desde la perspectiva sociológica; el
segundo, desde la antropológica y el tercero, desde la psicosocial.
Este último no aborda el tema del suicidio plenamente, sino que se
ciñe a la ideación suicida, pero aún así creemos que aporta lo sufi-
ciente a la cuestión en general, además de ser bastante actual.
Los estudios de Estruch y Cardús
Siguiendo la teoría de Baechler, aunque discrepando de la vali-
dez objetiva y operativa de la tipología, se encuentra el estudio sobre
Teorías explicativas del suicidio 55
el suicidio en la isla de Menorca realizado por Estruch y Cardús. Inci-
den en los aspectos cualitativos e individualistas de la conducta, por
encima de los cuantitativos y sociales. Ciertamente aceptan la in-
fluencia de factores sociales, pero a éstos les confieren una menor
importancia.
Defienden que el método estadístico es insuficiente para realizar
una aproximación al suicidio: cada suicidio debe estudiarse en el
contexto en que se produce; y la explicación social del mismo expre-
sa más la valoración social del mismo que la realidad.
Los principios de los que parten y las conclusiones a las que lle-
gan son, también de manera resumida: no hay suicidio como fenóme-
no unificado, sino suicidios, todos divergentes y con características
propias, efecto de unas situaciones concretas; el suicida previa-
mente ha de haber aprendido que el suicidio es una conducta plau-
sible a unas circunstancias dadas; el suicidio es una solución para el
que lo ejecuta, y un problema para la sociedad porque obliga a re-
plantearse el valor de la existencia; la actitud favorable puede es-
tar incluida en la socialización de la persona, de donde provendría
la propensión; suele darse un proceso de destrucción de la propia
imagen y/o estigmatización; y por último, revela que el suicidio no
es el problema sociológico, sino que éste está en los factores socia-
les que pueden reforzar la actitud suicida individual (Estruch y Car-
dús, 1982, pág. 194):
«El problema sociológico no es el suicidio, sino la integración
social; no es la anomia, sino el nomos: la necesidad humana —indivi-
dual y colectiva— de nomización, de que el mundo sea orden y no labe-
rinto, de que sea cosmos lleno de sentido y no caos absurdo.»
Es muy interesante su teoría del aprendizaje como contrapartida
a la de la imitación, o a la de la transmisión del suicidio como si fue-
ra una enfermedad. En este proceso tiene gran influencia tanto el que
personas muy vinculadas afectivamente se hayan suicidado, como la
permisividad social del suicidio. Ambos aspectos principalmente
refuerzan en los sujetos la aceptación del suicidio como alternativa
válida para resolver ciertas situaciones.
Su explicación del suicidio se basa prácticamente en principios
de la escuela del Interaccionismo Simbólico, concibiendo al sujeto
no como un mero miembro de la sociedad, sino como un elemento
activo que se conforma y socializa en un marco y en unas condicio-
nes concretas, de acuerdo con las cuales desarrolla su identidad, su
individualidad y personalidad, haciendo hincapié en los aspectos de
la interacción y experiencia como instrumentos de socialización y
modelado del carácter (Estruch y Cardús, 1982, pág. 176):
56 Miguel Clemente y Andrés González
«Por una parte, el suicidio estaría relacionado con la existencia de
una cierta crisis de identidad, con simultáneo desajuste o no de la ima-
gen social del individuo; por otra parte, cabría hablar de una cierta pro-
pensión o predisposición al suicidio, condicionada por una determinada
estructura de carácter y por unos procesos de aprendizaje cultural.»
Así pues, el suicidio se produciría por la no concordancia de la
propia posición y realidad del sujeto, en función de su propio yo
genuino, reforzado o no por una experiencia social negativa, y el gra-
do con que el sujeto se siente en mayor o menor medida predispues-
to a aceptar el suicidio como conducta plausible con su situación por
sus rasgos de carácter, modelado por los rasgos de personalidad, la
experiencia social, la socialización y otros aspectos psicológicos.
Reconocen que hay experiencias concretas que pueden conducir
al desajuste de la identidad como la muerte de un pariente allegado.
Lo que puede llevar a la anomia. Cuando el conflicto es público, es
decir, conocido socialmente afectando a su imagen social, actúa
desintegrándolo socialmente, al reforzar la crisis de identidad.
En definitiva, se centran en el desequilibrio entre el yo social y el
yo objetivo de la persona como elementos constituyentes de la exis-
tencia de la misma.Cuando esto se ve afectado, y reforzado por cir-
cunstancias sociales, el sujeto podría aceptar el suicidio como solu-
ción «existencial».
Los trabajos de Cátedra
Sin duda el análisis del suicidio llevado a cabo por Cátedra en la
comunidad de Los Vaqueiros de Alzada es uno de los más atractivos
que se han realizado sobre el mismo. La autora parte del estudio de
los significados compartidos y transmitidos socialmente, en cuanto
portadores de un «modo de vida» que es dado a las personas. En este
sentido, Cátedra se sorprende de que el suicidio esté asimilado como
algo «tradicional y familiar» para la comunidad, siendo contemplado
y comprendido como una forma más de muerte, hecho desde el que
orienta su estudio (Cátedra, 1988, pág. 30):
«No sólo es importante el impacto de la muerte en la sociedad sino
también la definición cultural de la muerte misma. Toda sociedad pro-
porciona a sus miembros algún tipo de teoría sobre la muerte y el desti-
no probable de cada uno: es obvio que aprendemos a vivir pero no lo es
tanto que también aprendemos a morir. Siempre hay pues un conjunto
de normas culturales sobre el modo, forma, momento, significado y sen-
tido del morir, además de un sistema de valores y opciones en torno a la
muerte.»
Teorías explicativas del suicidio 57
Parte de la idea de que al ser el suicidio una conducta aceptada
por la generalidad del grupo, las justificaciones y atribuciones de
causalidad atribuidas a los suicidios, en cuanto que se construyen
dentro del mismo marco social en el que se producen, proponen
algunas de las causas, si no varias, que influyeron en la conducta del
sujeto. Así, la autora pretende establecer aquellos factores que den-
tro de la comunidad suponen valores vitales importantes en función
de la estructura de la comunidad y sus creencias.
La comunidad vaqueira es muy individualista, dividiéndose en
unidades familiares (la casa) que están fuertemente jerarquizadas.
La autoridad la detenta el amo (rara vez es mujer), que es el dueño
de las posesiones; bajo él está el mayorazgo, o heredero, y aunque
suele estar establecido el derecho por la edad, esto puede quedar
modificado por muy diversos factores; después irían la esposa del
amo y el resto de los hijos. Éstos serían los miembros de lo que pode-
mos denominar la élite familiar. Las mujeres de los hijos, así como
otros miembros de la familia que hayan sido recogidos, incluso el
propio amo que haya cedido la autoridad, poseen un papel totalmen-
te subsidiario y desvalorizado.
Esta exposición de la jerarquía familiar, como unidad mínima
social centrada en la autoridad, nos sirve para explicar algunos de los
suicidios que se dan en la comunidad, como son la de los ancianos,
antiguos amos o no, cuya posición familiar está al capricho de los
que detentan la autoridad (Cátedra, 1988, pág. 228):
«Dado que la unidad básica es la casa, los vaqueiros consideran
pues, que bastantes suicidios son originados por las tensiones y conflic-
tos inherentes a esta institución de trabajo y convivencia. Es más, si bien
la casa resuelve ciertos problemas, al mismo tiempo crea otros que, en
situaciones límite y en determinados tipos de personas, se resuelve con
ese tipo de muerte. El suicidio se convierte así en un indicador crítico de
los aspectos negativos del sistema, al poner de manifiesto sus puntos
débiles y sus zonas oscuras.»
Podemos resumir las principales causas del suicidio, en función
de las explicaciones dadas por la comunidad, en: enfermedad, evitar
la justicia, importantes conflictos familiares, la soledad y el castigo
de Dios (éste en menor grado).
También hay muchos suicidios que se explican mediante la locu-
ra, permanente o transitoria, que generalmente acompaña a una
situación desfavorable.
La enfermedad es generalmente muy dolorosa y/o incurable, lo
que convierte al sujeto en un ser dependiente de la familia o de la
comunidad (principalmente en la forma de mendicidad), por cuanto
58 Miguel Clemente y Andrés González
le impide trabajar, o al menos rendir suficientemente, y depender de
la familia, convirtiéndose en una carga emocional y económica en un
medio de difícil subsistencia.
Evitar la justicia es especialmente relevante en este entorno en el
que la rehuyen culturalmente, por cuanto viven aislados del resto de
la sociedad. El suicidio en este contexto también puede pretender
evitar el estigma social que suponga el mismo.
Los conflictos familiares son sin duda una de las principales cau-
sas del suicidio, produciéndose casi exclusivamente en los miembros
subsidiarios, es decir, en aquellos sujetos sin capacidad de autoridad
y totalmente sometidos a ésta. Dentro de este grupo se producen los
escasos suicidios femeninos, siendo la principal causa la dependencia
que para desarrollar su vida la mujer tiene de su marido, autoridad
indiscutible. Su bienestar depende generalmente del estatus del ma-
rido dentro de la casa, cambiando mucho su situación al estar casa-
da con el amo, de si está unida maritalmente a cualquier otro miem-
bro de la casa. Igualmente su vulnerabilidad queda totalmente
reflejada en el estado de viudedad, ya que pasa a ocupar el último
eslabón, aun estando casada con el amo, siendo sustituida por la es-
posa del nuevo amo.
El otro importante contingente de suicidios dentro de esta cate-
goría se produce entre los ancianos, antiguos amos o familiares sub-
sidiarios, bien por los efectos de su bajo estatus (principalmente el
desprestigio social), como porque se perciban como una carga para
la familia. Esta situación totalmente subsidiaria, vulnerable y des-
prestigiada, ha cambiado ligeramente gracias a las pensiones de jubi-
lación, que han atenuado bastante en los últimos años su dependen-
cia (Cátedra, 1988, pág. 235):
«Los suicidios de los tíos, o "viejos de la casa" no provocan muchos
comentarios, al igual que sus muertes "naturales", cuyo entierro es poco
frecuentado. Se puede decir que la desaparición de estas "ramas muer-
tas" de las casas, que no continúan el linaje, pasa desapercibido por su
poca importancia social. El débil rol que tienen en la casa se reproduce
en la escasa publicidad, casi anonimato, de la muerte.»
Los suicidios producidos por soledad tienen sus principales cau-
sas en la emigración de los hijos y jóvenes en general, dándose prin-
cipalmente en ancianos viudos y pobres, sobre todo, que no han
podido vivir con los hijos, bien porque éstos no les acepten, bien por
su negativa a adaptarse al medio urbano, y o no han podido lograr
atraer a extraños a la casa a los que cedérsela a cambio de cuidados
en su vejez.
Por último, está el suicidio que se ha denominado castigo de
Teorías explicativas del suicidio 59
Dios, que viene a significar que la persona hizo mal y la justicia divi-
na reemplazó a la humana. Pero estos dos grupos son realmente
minoritarios.
Así pues, a modo de resumen, podemos decir que el suicidio en
este contexto reproduce la situación social de la persona, es decir,
una mala muerte suele venir de una mala situación (tanto de estatus
como circunstancial) de la persona. Aquellos que menos significado
e importancia tienen para la casa, institución básica en esta sociedad,
son los que a la postre son más susceptibles de suicidarse: enfermos,
viejos, y en menor número, mujeres, cuyo rol generalmente es total-
mente subsidiario al del hombre y a la del ama de la casa, si la hubie-
re. Corrobora esta idea el hecho de que la autora sólo encontrase un
caso de suicidio de amo en activo, cuya carencia de autoridad y capa-
cidad de desarrollo del rol era patente.
La «ideación suicida» de Villardón
Cerramos este apartado dedicado a las investigaciones en Espa-
ña sobre el suicidio con la obra de Villardón (1993), centrada en la
«ideación suicida» o «pensamiento suicida». Su objetivo es determi-
nar cómo los sujetos llegan a esa situación mental de aceptación de
la autodestrucción, que si bien no implica siempre la autocesación, sí
es un paso previo a la misma. Es decir, de todo pensamiento suicida
no se sigue la conducta autodestructiva,pero sí a todo suicidio le
precede un estado mental de asunción e interiorización del mismo.
Este estado mental estaría caracterizado por la desesperanza, baja
autoestima y autoimagen deteriorada, predicciones de fracaso,
depresión, e instrumentalización del suicidio como medio de resol-
ver las dificultades.
La autora parte de una teoría socioindividual, por lo que com-
prende que la ideación suicida no surge de una manera espontánea,
sino que en su aparición influyen distintos aspectos y dimensiones de
la persona: psicológico, psicosociológico, biológico y social. Por lo
que no es una conducta o situación aislada de la persona, sino que
surge de su desarrollo como persona, de sus relaciones sociales, y de
su situación social, tanto como contexto micro (entorno y ambientes
más próximos al sujeto), como macro social (sociedad en la que vive,
forma y socializa la persona). Desde esta perspectiva son tres las
hipótesis que se plantea la autora (Villardón, 1993, pág. 275):
1. El grado de ideación suicida está en función del nivel de estrés a que
esté sujeto el individuo y el uso que haga de su capacidad de afron-
tamiento.
60 Miguel Clemente y Andrés González
2. Diferentes niveles de estrés y afrontamiento, y la interacción de los
mismos, pueden provocar diversos grados de pensamiento suicida,
independiente del efecto del estado mental suicida.
El suicidio es predecible a partir de ciertas variables sociales, psico-
lógicas y psicosociales, a saber: la soledad, apoyo social, autocon-
cepto y autoestima, depresión, estrés y afrontamiento, principal-
mente.
La investigación se centra en 1.033 sujetos de enseñanzas secunda-
rias del País Vasco a los que se aplican adaptaciones de diversos cues-
tionarios («Life Events Checklist» de Johnson y McCutcheon, 1980;
«COPE» de Carver et al, 1989; «Revised UCLA Loneliness Scale» de
Russell et al, 1980; «Self-Rating Depression Scale» de Zung, 1965;
«Reasons for Living Inventory» de Linchan, 1983; y «Scale for Sui-
cide Ideation» de Beck, 1979, entre otros) con el fin de perfilar la
relación entre ideación suicida, estrés y afrontamiento, así como el
papel a jugar por el resto de la variables.
Entre las conclusiones a las que llega Villardón cabe destacar las
siguientes: se confirma la relación entre la aparición del pensamien-
to suicida, y la presencia del estrés y el modo como se enfrente el
sujeto al mismo; el sexo es una variable determinante que distingue
factores de vulnerabilidad y medios de afrontamiento, así, mientras
en las mujeres que tienen ideaciones suicidas se da un mayor nivel de
depresión y una menor autoestima que en los hombres, éstas esgri-
men razones más importantes para vivir que aquellos; se evidencia
que en un grupo de personas en las que la ideación suicida es más o
menos constante, el suicidio es asimilado como una solución real de
los problemas; los mayores niveles de estrés se correlacionan con
depresiones más intensas, sentimientos más arraigados de desespe-
ranza, una mayor sensación de soledad, deterioro de la autoimagen e
inexistencia o presencia débil de motivaciones para vivir; y en gene-
ral, se valida el modelo socioindividual como teoría explicativa del
suicidio (Villardón, 1993, pág. 279):
«Queda confirmada la existencia de un "estado mental suicida"
caracterizado por un nivel alto de depresión y desesperanza, bajo auto-
concepto y pocas razones para vivir que, junto con el estrés y afronta-
miento mal adaptativo, explican en buena medida el pensamiento de
suicidio. La depresión es el aspecto que mejor predice el proceso de idea-
ción suicida.»
Teorías explicativas del suicidio 61
Una alternativa explicativa: la teoría de la elusión social
El suicidio generalmente se ha explicado desde presupuestos
tales como el fracaso personal (bien como miembro social: sujetos
desadaptados y/o inadaptados, trastornados mentales y/o físicos,
etcétera; bien respecto de sí mismo: incapacidad de superar circuns-
tancias propias —pobreza, encarcelamiento, abandono de personas
significativas—, etc.). Desde esta perspectiva se ha generado una
teoría orientada a detectar no sólo las deficiencias y carencias perso-
nales que llevaban al individuo a claudicar ante la vida, sino también
las dificultades situacionales que se le presentan y las condiciones en
que la persona ha de enfrentarse a los conflictos, así como las inhe-
rentes a los mismos.
Pero nosotros creemos que el suicidio es parte del proceso vital
global del sujeto y no una conducta aislada. En este contexto cree-
mos que los conceptos imprescindibles para explicar el suicidio son
el de identidad y el de experiencia, ambos en un sentido amplio.
Estos dos factores son determinantes en el desarrollo, formación y
socialización de la persona. El primero porque orienta las expectati-
vas de los sujetos, contiene ciertas características que los determinan
positiva o negativamente, conlleva ciertos condicionamientos socia-
les (vínculos, afinidades, necesidades, motivaciones, metas, etc.). La
experiencia, por su parte, es la que determina la relación con la socie-
dad, su entorno y la misma vida, siendo por tanto una fuente en sí
misma de motivación o inhibición, de vinculación o ruptura.
Es decir, comprendemos el suicidio como una conducta produci-
da por la interacción social, y la experiencia que de sí mismo tiene un
sujeto dentro de un marco social, con las limitaciones que ello con-
lleva. Interacción que determina la calidad de vida, salud y bienestar
psicológico de la persona, en cuanto decide la integración o des-
arraigo de las personas en su medio social al proveerle de posibilida-
des o al anularle.
De ello se desprende que nuestra concepción del suicidio parte no
sólo de una comprensión del estado y situación de un sujeto, sino tam-
bién de su experiencia de una sociedad que le ofrece unos modelos y
una expectativas de vida, a la vez que le impone barreras, hace res-
tricciones sobre las posibilidades teóricas y provoca ambivalencias.
Este proceso conlleva que el sujeto se va creando una vida que
constantemente se va revisando (expectativas-posibilidades reales),
que incluye ciertas obligaciones y prescripciones sociales, cambios,
algunos esperados y consonantes a ciertos momentos, edades o situa-
ciones, otros casuales e inesperados, positivos y negativos, que en
cualquier caso no sólo alteran nuestra estabilidad, sino que pueden
desbaratarnos todos nuestros proyectos, toda nuestra vida y nuestros
62 Miguel Clemente y Andrés González
referentes, obligándonos a replantearnos nuestro proyecto vital de
nuevo. En todo este tira y afloja tienen un papel importante un sinfín
de elementos, aun cuando algunos, como nuestra capacidad perso-
nal, la estabilidad en ciertos aspectos de nuestra realidad, la posesión
de recursos humanos, nuestra salud, etc. juegan un papel especial-
mente importante y decisivo. Todo ello nos viene a confirmar que el
sujeto no sólo se ha de adaptar a ciertas situaciones, a una sociedad,
a un entorno, a unas normas... sino que en realidad la persona ha de
adaptarse constantemente a una existencia, a un mí y a un yo, a su
propia vida. Y es desde esta constante adaptación a nosotros mis-
mos, a nuestra realidad y a nuestra existencia desde donde elabora-
mos nuestro modelo del suicidio.
El suicidio en estos términos parte del supuesto de que es una
alternativa latente de todos los sujetos desde el momento en que son
miembros sociales, puesto que todos somos susceptibles de no
encontrar el medio de vincularnos socialmente, marco e instrumento
de desarrollo de nuestra vida, o por el contrario de perder a conse-
cuencia de nuestra experiencia tal medio. Reconocemos la existencia
de grupos más susceptibles al suicidio, cuyo descubrimiento y análi-
sis es uno de los objetivos de este estudio, pero no creemos que exis-
ta un tipo de persona o grupo cuya naturaleza lo determine tanto
como para suicidarse, siendo de la opinión de que por el contrario sí
es idiosincrásico a las situaciones sociales un mayor o menor grado
de integración social, estrésy rehificación de la persona.
El suicidio, planteado en estos términos, conlleva el análisis glo-
bal de las personas como entidades individuales y sociales, así como
del marco social en que se desarrolla su experiencia y las condiciones
psicosociales de las mismas. Pudiendo decir que en la consecución
del suicidio influyen tanto los procesos de construcción de la identi-
dad general (socialización e interacción) por cuanto determinan la
vulneración de las personas a ciertos sucesos, así como les dota de
unas técnicas de afrontamiento mínimas (acertadas o no); las situa-
ciones y factores inmediatos a la conducta, que pueden ser a los que
el individuo es más vulnerable, o que refuerzan un debilitamiento
previo; la valoración retrospectiva de la propia experiencia, y las
expectativas que a partir de ella se haga la persona; el medio social
próximo (interacción con los grupos de referencia y relevancia, las
rutinas, etc.); así como las condiciones macrosociales, por cuanto
directa o indirectamente intervienen, bien provocando las situacio-
nes conflictivas sobre los sujetos (por ejemplo en recesiones econó-
micas las situaciones de paro, pasan de ser una dificultad macroso-
cial a un terrible problema individual), bien condiciones adversas y/o
ambivalentes que provocan el desarraigo en sus miembros más vul-
nerables.
Teorías explicativas del suicidio 63
Las personas, desde el momento que nacen y se desarrollan en
una sociedad dada, asumen una identidad socialmente plausible, por
cuanto que las formas de expresión, gustos, actitudes y los hábitos se
aprenden del entorno (Berger y Luckmann, 1991, pág. 164):
«El individuo no nace miembro de una sociedad: nace con una
predisposición hacia la socialidad, y luego llega a ser miembro de la
sociedad.»
Así, el hombre es susceptible de ser socializado por un entorno,
pero no nace con una identidad dada. Este asumir una identidad
social, de entre las posibles, conlleva de por sí una proyección social
concreta, unas expectativas más o menos específicas, así como una
actitud específica ante la sociedad.
El problema, tal y como lo retoma Rocher de Hobbes y, en
concreto, de su obra Leviathan (en Introducción a la Sociología
General; Rocher, 1987, pág. 140), «es lograr por una parte que el
sujeto se sienta inclinado a actuar dentro de las pautas socialmen-
te establecidas y, de otra, que se sienta motivado a existir en la so-
ciedad».
Como el proceso de formación de la identidad es concomitante y,
en buena medida, fruto del proceso de socialización, tanto primaria
como secundaria(s), las motivaciones anteriormente reseñadas pro-
veen al sujeto en la interacción de ambos procesos, socialización y
formación de la propia identidad, aunque esto no siempre es así.
Ejemplificadoras son las conductas antisociales: robo, asesinato,
incesto, etc. Así, que la sociedad procure por distintos medios (edu-
cativos, médicos, psiquiátricos, legislativos, etc.) crear en el sujeto la
necesidad de vivir, no significa que lo logre, o incluso que aunque lo
logre sea capaz de mantener tal necesidad en las personas indefini-
damente, especialmente cuando la muerte es el fin irremediable de
todo organismo.
La sociedad «propone» unas alternativas de entidad al individuo
plausibles según la estructura social objetiva y éste, generalmente, se
proyecta y ubica en ella, de tal manera que cuanto más se asemejen
el umbral de expectativa socialmente admitida para el sujeto y las
propias expectativas y necesidades del mismo, mayor será la satis-
facción de él con su propia vida y su motivación para vivir.
El individuo nace en una sociedad y está predispuesto a la socia-
lidad (por cuanto posee las capacidades intelectuales necesarias), a
internalizar las esferas objetiva y subjetiva de dicha sociedad. El
individuo socializado se presume que es el que ha adecuado su iden-
tidad a los modelos tipificados socialmente, pero incluso el hecho de
que posea una identidad que no contradiga la exigida plausibilidad
64 Miguel Clemente y Andrés González
social, no significa que halla asimilado la motivación necesaria para
seguir viviendo.
Este hecho se patentiza aún más cuando las personas pertenecen
a ciertos grupos cuya definición social es peyorativa o negativa, sien-
do restrictiva con la proyección social de estos sujetos. Se puede
decir que el entorno presiona a la persona para que asimile los roles
e identidades que le confiere, y éste puede llegar a convertirse en la
propia identidad externa al sujeto, provocando incoherencias entre
sus necesidades y motivaciones para vivir y la realidad que ha de
vivir. Obviamente estas definiciones restrictoras con la realidad del
sujeto, tanto social como personal, no son capaces de generar en el
mismo suficientemente la necesidad de vivir.
Así, podríamos concluir que «la identidad es un fenómeno social
que surge de la dialéctica entre el individuo y la sociedad» (com-
prendiendo al individuo tanto como organismo como ser socializa-
do) tal y como nos exponen en su obra Berger y Luckmann (1991,
página 216). Pero además es una necesidad, tanto interna, sentirse a
sí mismo, como externa, poder exteriorizarse y realizarse en unas
condiciones mínimas que hagan que comprensión propia y compren-
sión de lo que socialmente se supone que somos coincida mínima-
mente. Además, se debe poder disfrutar no sólo de una percepción
social adecuada, sino también de unas condiciones que nos permitan
construirnos acorde con nuestra expectativa de entidad.
De lo que cabe prever que la identidad se irá modificando según
la persona madura como organismo, es decir, envejece, lo cual, apar-
te de las repercusiones a nivel interno de adaptación a la nueva situa-
ción, repercute por el cambio de categoría social y los roles que se
supone que se deben desempeñar según la edad que se tenga, y para-
lelamente a los cambios y modificaciones sociales que harán evolu-
cionar los modelos acordemente con las nuevas circunstancias socia-
les, e incluso propondrá otros nuevos, surgidos de la innovación, o
recuperados del pasado. Lo que a su vez supone que constantemen-
te se debilita la motivación de vivir de los sujetos, o al menos se
replantean los criterios según los cuales el sujeto se vincula a la vida.
Partiendo de los criterios hasta ahora expuestos abordaremos el
análisis del suicidio, concebido éste como una conducta social, con-
trariamente a lo que se ha venido defendiendo, en el que confluyen
identidad, realidad social y experiencia vital, que en última instan-
cia es tanto una reacción a la realidad, como a sí mismo y cuyo ele-
mento más importante es la experiencia, como medio de represen-
tación y evaluación social, y anticipación personal (proyección en el
tiempo).
El primer punto lo desarrollamos a partir del concepto de alie-
nación que aparece en el sujeto cuando sus expectativas, tanto pre-
Teorías explicativas del suicidio 65
sentes como futuras, son cero, es decir, no tiene ninguna esperanza,
y siente que ninguna motivación le es alcanzable. El segundo punto,
lo desarrollamos siguiendo el esquema propuesto por Kübler-Ross
(1969) sobre las fases psicológicas por las que pasan los moribundos
y enfermos terminales. Consideramos que este esquema es muy váli-
do también para el caso del suicidio por cuanto que el proceso del
morir en ambos casos se fundamenta en dos aspectos: a) aceptación
de la incontrolabilidad del desarrollo de la propia vida, y b) situa-
ción de deterioro de la propia realidad social (Domínguez, 1989, en
Kübler-Ross, 1969, pág. X):
«La historia de Kübler-Ross está muy ligada a la comprensión de la
capacidad de las personas para hacer frente a los acontecimientos de
la vida (...) No es la cantidad de tiempo que nos queda la vida, sino
la calidad de vida que nos queda, lo que realmente tenga importancia.»
La alienación, por tanto, se produce por el paulatino alejamiento
significativo del entorno y de los grupos a los que pertenecemos.
Pero este distanciarse de la propia realidad externa no es obligato-
riamente física.
Distintos autoreshan establecido diversas dimensiones en la
alienación —Seeman, 1983 y Mirowsky y Ross, 1986 (en Barrio, Ba-
sabe y Páez, 1990, pág. 156)—, que determinan los procesos y situa-
ciones concretas en los que la alienación se patentiza condicionando
el transcurso y experiencia de su propia realidad:
1. Impotencia. Este factor determina la actitud del sujeto ante el resul-
tado de su propia conducta, y por tanto de proyección, comunica-
ción e integración social. Supone que el sujeto no tiene expectativa
de posibilidad de logro, por lo que se sentirá indefenso ante las
imposiciones externas, e incapaz de lograr sus propias expectativas.
2. El auto-extrañamiento, o si se prefiere la despersonalización de la
propia realidad. Es decir, como comentábamos antes, el sujeto, al
sentirse no participante de su realidad, hace que ésta vaya perdien-
do significado para él, desvinculándose y desidentificándose de sus
roles, estatus, actividades, identidades grupales... en resumen, de su
experiencia social. Es decir, se rompe la identificación positiva, e
incluso afectiva si antes la había.
3. Aislamiento social, comprendido no sólo como la no pertenencia a
grupos, o la no tenencia de redes sociales de apoyo, sino también
como la pertenencia y participación en grupos, redes sociales, etc.
hacia los que uno no se siente identificado, vinculado ni satisfecho.
Es decir, no hay vínculos emotivos, basándose las relaciones en obli-
gaciones, deberes, o intereses objetivos no significativos para el suje-
to. El sujeto no posee un sentimiento de pertenencia ni vinculación.
4. La falta de sentido de la vida, efecto de la carencia de significación.
66 Miguel Clemente y Andrés González
vinculación y sentimiento de participación en la propia realidad. La
falta de sentido surge por la insatisfacción e imposibilidad de auto-
rrealización, de la necesidad de cubrir la necesidad de vivir para uno
mismo en un grado mínimo.
Anormalidad y anomia, cuyos efecto es principalmente el percibir
como injustas las normas sociales, comprendidas como agentes des-
calificadores de la dinámica social, y constriñidores de las propias
expectativas y realidad. Es decir, las atribuye un poder y acción mar-
ginadores y excluyentes, que no cumplen con los deberes que hacia
él tiene la sociedad.
No olvidemos que las personas comprendemos y asumimos que
tenemos deberes con la sociedad, en cuanto que los deberes son recí-
procos, es decir, que nosotros tenemos obligaciones en cuanto que la
sociedad los tiene con nosotros. Si la sociedad no cumple con sus
obligaciones, la persona tenderá a, o será susceptible de, excluirse de
la misma.
El sentimiento de alienación continuada es el que nos permite
introducir el segundo punto de este apartado, el proceso por el cual
el sujeto, tras desvincularse socialmente, empieza a asumir el suici-
dio como un posible desenlace existencial. Pero para que esto se pro-
duzca habrá de ser asimilado e interiorizado por el sujeto como acti-
tud principal ante la vida, y ante la sociedad. Este sería un proceso de
aprendizaje que se produciría en las mismas condiciones y con los
mismos efectos que el proceso de socialización, pero con un objetivo
diferente: la ruptura con los vínculos sociales afectivos.
A este desarrollo psicosocial lo denominaremos asocial, enten-
diéndolo como un proceso de formación de la persona en relación
con la sociedad, pero no orientada a la integración social y desarro-
llo personal del sujeto, sino a la desintegración y despojo de los com-
ponentes significativos y afectivos del mismo, posibilitante y facili-
tando su posterior exclusión y des vinculación social.
Kübler-Ross desarrolla una serie de fases psicológicas por las
cuales pasa el sujeto, no obligatoriamente por el orden que ella pro-
pone, y pudiéndose alternar, incluso darse a la vez, y que reflejan
cómo el sujeto se va acercando a la muerte, lo cual en última instan-
cia supone que la vida pierda el significado contenido en la esfera
social de la persona, y determinado por su participación (Domín-
guez 1990, en Kübler-Ross, 1969, pág. V):
«El saber sobre la muerte se aprende en las relaciones con otras per-
sonas. En estas relaciones descubrimos dónde y cómo se manifiestan las
rupturas de comunicación entre personas, entre grupos, en la sociedad
en general. Allí es donde se filtra la muerte, en los puntos donde falla el
sentido compartido con otros que nos permite sentirnos parte de una
Teorías explicativas del suicidio 67
trama simbólica, que reconocemos como común y que a su vez nos hace
sentirnos parte integrante.»
Así pues, partimos de la idea de que el hombre es un todo y de
que desajustes entre las distintas dimensiones de ese todo son los que
precipitan en última instancia al sujeto al suicidio, no por cuanto sea
la solución, en contra de lo que se ha defendido a veces, a problemas
existenciales y conflictos vitales, sino porque los componentes de su
vida han perdido significado, o los elementos que tienen para él sig-
nificado comprende que le son negados. De hecho la muerte nos
plantea un problema en cuanto supone una deprivación de ciertos
vínculos, significados, necesidades... satisfacciones en definitiva.
Por tanto, el despojo de la realidad que a los enfermos termina-
les se les exige para aceptar la muerte, el sujeto suicida lo realiza, de
una manera casi espontánea, como reacción al medio y a la expe-
riencia social, porque la realidad ha perdido significado para él, y no
ve posible un proyecto de vida satisfactorio. Es decir, el enfermo ter-
minal ha de asumir su pronta y obligada no participación; por el con-
trario, el sujeto suicida decide no implicarse y no continuar en la
vida, por cuanto ésta no participa en él, y/o no le permite a él parti-
cipar en ella de la manera y grado congruentes a sus necesidades.
Kübler-Ross (1969) distingue cinco fases, o situaciones de reac-
ción a la enfermedad, por las que pasa el sujeto. Éstas son: negación,
rabia, pacto, depresión y aceptación. Nos detendremos sólo en la últi-
ma, la aceptación de la muerte, la cual llega cuando se logra cierta
madurez, según la autora, así como tras haber asimilado la renuncia a
la vida. No hay dolor afectivo casi, y las vinculaciones sociales han
perdido toda su relevancia. Literalmente, el sujeto se abandona a la
muerte. Obviamente, en los suicidas hay algo más que en los enfermos
terminales. Ese algo más puede ser simple aburrimiento, o conflictos
que complican una vida que no tiene sentido, o ahogan el poco senti-
do que tenían y que provocan que los sujetos pierdan la vitalidad.
Ciertamente, un sujeto puede pasar largas temporadas en esta
situación, con una actitud negativa y pasiva ante la vida sin suicidar-
se, incluso toda su existencia, bien atrapado y resignado a su reali-
dad, bien evadiéndose mediante realidades alternativas. Es de prever
que como mínimo, para que se inicie la conducta ha de existir algún
desencadenante, que por sí solo posiblemente no tendría el efecto del
suicidio, pero que al relacionarse con todo el trayecto vital, así como
con la carencia de confiabilidad en el futuro, desencadena la acción
suicida (Kübler-Ross, 1969, pág. 148):
«No hay que confundirse y creer que la aceptación (de la muerte) es
una fase feliz. Está casi desprovista de sentimientos. Es como si el dolor
68 Miguel Clemente y Andrés González
hubiera desaparecido, la lucha hubiera terminado, y llegara el momento
del "descanso final antes del largo viaje", como dijo un paciente.»
Es decir, en este momento el sujeto está inmerso en una situación
de abulia y resignación, y al igual que el enfermo terminal, según va
aceptando más la muerte estrecha su realidad social, y redes de
comunicación, participación e identidad, el suicida se va desinte-
grando procurando despojarse de los componentes sociales que en
este momento sólo son un obstáculo. En definitiva, disminuyendo su
participación social, e impidiendo la participación social en sí misma.
Así pues, éste sería el modelo que proponemos de desarrollo del
suicidio, comprendiéndolocomo un proceso asocializador, en los
términos anteriormente expuestos, por el cual el sujeto se despoja de
su componente social, si se quiere de los elementos que suscitan la
socialización, y se va autoexcluyendo de la dinámica y participación
social significativa, rehificando su propia existencia y realidad y anu-
lando toda necesidad y motivación.
CAPÍTULO III
Análisis estadístico de la realidad española
El estudio estadístico del suicidio
El estudio del suicidio a nivel macrosocial mediante estadísticas
conlleva un sinfín de problemas, por la dificultad de acceder a los
datos de manera suficiente. Actualmente hay tres fuentes principal-
mente para estudiar el suicidio: los datos del Instituto Nacional de
Estadística, estudios centrados en contextos concretos (hospitales o
secciones de los mismos principalmente) y estudios de los Institutos
Anatómicos Forenses. El mayor problema es que los primeros no tie-
nen un rigor absoluto e impiden una ponderación de las variables; los
segundos, se limitan a explicar suicidios en un contexto concreto (por
ejemplo psiquiátricos), y/o tienen una muestra poblacional insuficien-
te, además de que tampoco se centran mucho en las variables psicoso-
ciales; los terceros, tienen un acceso muy limitado, y las fichas foren-
ses apenas permiten ponderar otras variables que no sean edad y sexo.
En consecuencia, actualmente la dificultad de acceso a los datos
impide hacer un análisis profundo, pero tampoco son del todo inúti-
les, permitiendo hacer leves acercamientos al fenómeno del suicidio,
así como valorar la influencia de ciertas variables sociales. Hay que
tener en cuenta que los datos aportados por el INE representan un
número inferior a la realidad, tal y como se puede observar en las
siguientes gráficas, donde comparamos los casos de suicidio recogi-
dos por el INE en comparación con los que recoge la Policía Nacio-
nal y Guardia Civil.
En general, la ventaja de trabajos más concretos y limitados
espacialmente en el estudio del suicidio es que permiten aplicar
métodos más exhaustivos con los que cuantificar más fidedignamen-
te los casos de suicidio, lo que permite obviamente hacerse una ima-
gen más certera del problema que a través de los datos recogidos por
el Instituto Nacional de Estadística (INE).
70 Miguel Clemente y Andrés González
Por las limitaciones de las estadísticas oficiales del INE, es de
prever que las tentativas recogidas son bastante graves al no haber
podido evitar la acción judicial, hecho que queda en la mayoría de
ellas oculto como se deduce del hecho de que el INE recoge una
mínima parte de las tentativas de suicidio, en comparación con las
que revelan los datos de urgencias atendidas en distintos hospitales,
tal y como reflejan la mayoría de los estudios, de los que a continua-
Análisis estadístico de la realidad española 71
ción exponemos algunos ejemplos que evidencian la gran diferencia
existente entre los datos oficiales y los reales.
Estudio de Seva, Morales y Giménez (1983) en el Hospital Uni-
versitario de Zaragoza.
(1) No se especifica.
Estudio de Martínez, Bayón, Cuadrado, Fernández, Ordóñez, Salas
y Santo-Domingo (1988) realizado en el Hospital La Paz de Madrid.
(1) Sólo 20 meses, dos años incompletos. (2) 24 meses, dos años completos.
Monográfico 1981 Datos INE 1981 Diferencia
Total: 104
Hombres: 53
Mujeres: 51
Total: 10
Hombres: (1)
Muí eres: (1)
Total: 94
Hombres: (1)
Mujeres: (1)
Monográfico 1986-1987
Total: 499(1)
Datos INE 1986-1987
Total: 6 (2)
Diferencia
Total: 493
72 Miguel Clemente y Andrés González
Este cuadro nos muestra con muchísima claridad la gran dife-
rencia existente entre las cifras oficiales (INE) y las oficiosas (Mono-
gráfico), diferencia que aún se hace mayor si tenemos en cuenta que
la cifra corresponde a uno sólo de los hospitales de Madrid.
Estudio realizado por Rodríguez, Cuevas, Henry, Morilla y Fru-
goni (1989) en el Hospital Universitario de Tenerife.
Los ejemplos expuestos en las tablas anteriores muestran cómo
la recogida oficial de datos sobre los intentos de suicidio es total-
mente irrisoria frente a lo recogido por los hospitales mediante sus
centros de urgencia. Si además se tienen en cuenta todos los intentos
fallidos de suicidio que no llegan a los hospitales, ciertamente la cifra
puede aumentar lo suficiente como para que los datos oficiales no
representen nada.
La razón principal por la que llegan a las estadísticas un número
tan reducido de tentativas, sin duda es que las mismas se redactan en
función de datos judiciales, y éstos, por la lógica actual de no conde-
nar el suicidio por una parte, y la acción disuasoria para abrir expe-
diente judicial que puede representar la estigmatización posible
sobre el sujeto si se le identifica socialmente como suicida frustrado,
así como, en último lugar, el hecho de que nuestro aparato judicial
esté sobrecargado y se aplique un criterio de eficiencia, por el cual
ciertos «males menores», en cuanto que víctima y agresor coinciden
en la misma persona y es una conducta no penada en España, se
pasarían por alto.
Por todo ello cabe prever que, si no la totalidad, sí la mayoría de
las tentativas recogidas poseen un grado de letalidad lo suficiente-
mente alto como para suponer que existía una alta intencionalidad, y
por tanto, no sesgarían en realidad los resultados sobre el suicidio
consumado.
Los estudios monográficos sobre el suicidio consumado son algo
más complicados que los realizados sobre las tentativas. Uno de los
más amplios y fidedignos trabajos realizados sobre el suicidio es el
llevado a cabo por Estruch y Cardús en la isla de Menorca, pero las
categorías mediante las que se recogen los datos en el INE impiden
un cotejo de ambos datos.
Diversos trabajos, de iniciativa psiquiátrica principalmente, han
utilizado otra metodología menos exhaustiva pero con un alto grado
Monográfico 1988 Datos INE 1988 Diferencia
Total: 299 Total: O Total: 299
Análisis estadístico de la realidad española 73
de representatividad, basándose en los resultados de las autopsias
realizadas en los Institutos Anatómicos de las diversas provincias.
Siendo igualmente oficiales las conclusiones forenses podemos
observar gran disparidad frente a las cifras oficiales del INE.
Estudio realizado por De Las Heras, Civeira, Dueñas y Abril
en 1988 en la ciudad de Madrid.
Estudio realizado por Martí (1984) en la ciudad de Barcelona.
Datos recogidos del Instituto Anatómico Forense de Valladolid
por los autores del presente libro.
Tal y como se puede observar en todas las investigaciones, las
diferencias cuantitativas son muy amplias y significativas. Lo sufi-
ciente como para que se pudiera plantear un cambio de informantes
en el INE. Sirva decir que en Francia se aplica una metodología pare-
cida a la utilizada en estos monográficos, asegurándose mantener el
anonimato de los sujetos.
Existen otras formas de recoger datos, pero la eficiencia de la
mayoría no supera muy notoriamente a la del INE, por lo que no han
sido incluidas en el presente trabajo.
MGFCO 1984 Tasa 100.000 h. INE 1984 Tasa
Total: 284
Varones 189
Mujeres 95
8,99
12,5
5,71
162
119
43
5,12
7,87
2,58
IAF 1988 INE 1988 IAF 1989 INE 1989
Total
Mujeres
Hombres
54
15
39
42
12
30
55
21
34
28
6
22
MGFCO 1983 Tasa 100.000 h. INE 1983 Tasa
Total: 180
Varones 105
Mujeres 75
10,15
12,46
8,06
74
59
15
4,17
7,00
1,61
74 Miguel Clemente y Andrés González
Así pues, a modo de resumen, concluimos con la evidencia de
que existe una metodología más representativa de la realidad suicida
tanto en los partes de los centros de urgencia, como en los diagnós-
ticos forenses. Ciertamente ninguna de las dos vías es totalmente
exhaustiva, puesto que el suicidio es una conducta que consumada o
no aún procura ser ocultada a la sociedad por los prejuicios todavía
existentes, y la estigmatización que pueda provocar sobre el sujeto
suicida y/o su familia.
Ahora bien, actualmente el acceso a los datos de los Institutos
Anatómicos Forenses no siempre está disponible,ni es de fácil acce-
so; por ello el breve análisis estadístico que ahora proponemos se
fundamenta en los datos del INE.
Examinando las gráficas 5 y 6 podemos comprobar cómo el sui-
cidio no se ha mantenido estable desde una perspectiva histórica,
tendiendo, en grandes líneas, a descender de 1964 a 1981, momento
a partir del cual aumenta vertiginosamente como tipo de falleci-
miento. Sería muy interesante poder hacer ahora un análisis porme-
norizado de ello, pero no es posible, por lo que nos centraremos en
unas variables sociohistóricas concretas, que a lo largo de este apar-
tado se irán completando ligeramente, teniendo que excluir gran
número de variables psicosociales, psicológicas (éstas especialmente
por falta total de información), e incluso muchas socioeconómicas.
La sociedad es susceptible de provocar ciertos suicidios por
cuanto que el individuo es un ser social, y socialmente mediatizado.
La conflictiva y tan debatida afirmación de Durkheim de que no son
los individuos los que se suicidan, sino que son las sociedades las que
a tenor de sus circunstancias poseen una tendencia al suicidio no es
incorrecta. Cabría decir que las sociedades poseen una tendencia al
suicidio que actuaría sobre los factores individuales (psicológicos y
biológicos) y psicosociales, siendo la interacción de ambos lo que
determina el suicidio de cada sujeto, hecho en el que la situación
social objetiva, la interiorización de unos marcos sociales concretos
desde los que dirigir su vida, y la proyección del sujeto sobre la situa-
ción social percibida desde sus parámetros concretos juegan un
papel muy importante.
Esta tendencia social al suicidio estaría constituida por ciertos
valores contradictorios con la integración social, circunstancias con-
cretas que determinan la situación de las personas, así como ciertas
elecciones políticas (disminuir la inflación a costa de reducir el
empleo, por ejemplo), y la misma actitud ante el suicidio generaliza-
da en una sociedad, representan factores de primer orden en la inci-
dencia del suicidio.
Todo individuo, por el hecho de haber nacido y desarrollarse
dentro de una sociedad particular, está predispuesto a una socializa-
76 Miguel Clemente y Andrés González
ción determinada, y con unas técnicas de afrontamiento adecuadas a
unas situaciones sociales concretas, que todo cambio social de cierta
importancia puede volver ineficaces. Esto significa que el individuo
se desarrolla en función de unos modelos, valores, creencias, nor-
mas, instituciones, es decir, de unas definiciones sociales de la reali-
dad, ya sea aceptándolas o reaccionando contra ellas, que condicio-
nan la aprehensión de la misma, y con unas posibilidades de
desarrollo social más o menos predeterminadas por su status y su
nivel de oportunidad, que determinarán tanto sus expectativas como
el desarrollo de su biografía.
Con ello no queremos decir que los factores sociales sean induc-
tores directos del suicidio, sino que más bien son factores que preci-
pitan y/o refuerzan el deterioro del bienestar de la propia persona al
hacer peligrar su calidad de vida. No es posible, como quisiéramos,
extendernos en el tema de la calidad de vida en España durante el
periodo estudiado al no poseer datos suficientes significativamente
relacionables con el suicidio, pero sí queremos constatar la relación
que actualmente se reconoce entre calidad de vida y bienestar psico-
lógico.
La situación previa de España al periodo estudiado podría defi-
Análisis estadístico de la realidad española 77
nirse mediante los conceptos de: aislamiento, la denominada demo-
cracia orgánica dirigida por una élite política y social, en la que se
discrimina a los ciudadanos de cualquier decisión, en oposición a la
democracia liberal, representada y dirigida por una élite política ele-
gida por los ciudadanos, tal y como actualmente se entiende; repre-
sión y dirigismo social, inmovilismo, y dogmatismo ideológico (reli-
gioso y político). A ello habría que añadir que se fundamentaba en
la tradición, preceptos religiosos y totalitarios, y vínculos de paren-
tesco y vecindad. Por último reseñar que su condición de sociedad
pobre, que ofrecía pocas expectativas a los sujetos, aumentaría sus
contradicciones al ir adquiriendo ciertos valores del liberalismo eco-
nómico y la sociedad de consumo, que no se correspondían con
mejoras en la situación sociopolítica.
Estas características irían modificándose paulatinamente como
expondremos más adelante en un esquema general. Dentro de este
marco estudiaremos los siguientes aspectos: la influencia de las ideo-
logías colectivas y del estado de ánimo social, esto es, optimismo o
pesimismo, del desarrollo social y económico, del cambio y el ciclo
social de la rutina.
Atendiendo a las tasas del suicidio podemos comprobar la exis-
tencia de cinco momentos concretos:
Primer periodo: 1951-1960
Este periodo se caracteriza por la acusada apatía colectiva. La
causa de ella estaría en las continuadas reafirmaciones del régimen
en cuanto a su negativa de conceder libertades por una parte, y la
pobre situación económica del país, que permite una modesta cali-
dad de vida a la mayoría de la población, así como permite un muy
limitado nivel de expectativas.
La situación moral del país se deteriora paulatinamente aun
tras los primeros atisbos de desarrollo económico, principalmente
por la negativa política a ceder en lo más mínimo ante los distintos
movimientos que reclaman una mayor autonomía. Este clima de
insatisfacción se ve reforzado por las múltiples contradicciones,
tanto de forma (Democracia Orgánica), como de contenido (se
ampara en valores sociales, pero se impone con una autoridad mili-
tar; el aislamiento internacional y la evidente necesidad de apertu-
rismo; etc.).
A todo ello, a finales de esta década se añaden las primeras medi-
das tendentes a la liberalización de la economía, y que no se corres-
ponderán con libertades sociales y políticas.
78 Miguel Clemente y Andrés González
Segundo periodo: 1961-1965
Época de confusión, caracterizada por el desarrollo económico,
que ofrece claras mejoras en la calidad de vida y en las expectativas
de los ciudadanos, determinado por cierto optimismo económico, y
la apatía política, por cuanto se intensifican las negativas a las con-
cesiones de protagonismo político y social a las masas, congruentes
con el desarrollo económico, y que hubiera posibilitado un aumento
de la expectativas vitales de las personas. En este sentido se encuen-
tra el comentario recogido por Raymond Carr (1985, pág. 213):
«La única cosa que no se ha desarrollado —observaba el Cardenal
Herrera en 1965— es la justicia social.»
Esta afirmación se orienta no sólo a criticar la actitud de retro-
gradismo político que soportaba el país, sino también el mal reparto
con que se realizan los crecientes beneficios de la industrialización
española, de los cuales quedan fuera la gran parte del país.
Una buena crónica del malestar en que vivía el país lo represen-
taban la oleadas de emigraciones tanto internas, éxodo rural, como
externas, principalmente a Europa, que se producen en este periodo.
Desde la cúpula política se promueve el consumismo como sustitu-
torio de las libertades políticas y de las necesidades sociales, subra-
yadas por el despegue económico para evitar las oposiciones, y crear
cierto espíritu de derrotismo que evite los conflictos (Carr, 1985,
página 216):
«López Rodó, el más eminente de los nuevos tecnócratas y planifi-
cadores sostenía que las tensiones sociales desaparecerían cuando se
alcanzase una renta per cápita de 2.000 $; de acuerdo con Fernández de
la Mora, el ideólogo del régimen en las últimas etapas, las satisfacciones
de una sociedad de consumo inducen a la apatía, una condición de salud
política pues, como ya hemos visto, la inducción a la apatía fue el primer
objetivo político del sistema político franquista.»
Así pues, vemos cómo desde la élite política se procura educar en
la desmotivación, cuyos efectos más negativos se producirán muyposteriormente, ya que en este momento la nueva realidad social,
consecuencia de la situación económica de mejora generalizada, tras
la situación de «cuasi» miseria anterior es suficiente para frenar la
pérdida de optimismo en la sociedad, y más concretamente el suici-
dio. Pero a la larga, esta política orientada al conformismo, y a la no
participación en la vida política del país, actuará como refuerzo de la
anomia social en situaciones de crisis socioeconómicas, agravando el
Análisis estadístico de la realidad española 79
malestar y la sensación de incontrolabilidad de la propia situación
ante las fluctuaciones sociales, y las decisiones políticas.
Tercer periodo: 1966-1971
Es una época principalmente inestable, por cuanto se intensi-
fican las protestas sociales, pero el régimen, contrariamente a la
mejora social, reprime todo brote contrario al mantenimiento de la si-
tuación. Atasco político y desorientación social, junto a un gran
desarrollo económico.
Sin duda uno de los movimientos protesta más destacados y con
mayor repercusión de cara al futuro del país es el de los estudiantes,
que en 1970 protagonizan una gran movilización oponiéndose a
todo el sistema sociopolítico del país.
Raymond Carr califica a la sociedad de este periodo «superficial-
mente estable», evidenciando el choque de los valores tradicionales,
con los de la clase media y los introducidos por el proceso industria-
lizador, así como destaca el importante papel de freno que tuvo la
estabilidad laboral para las reivindicaciones. Es decir, se sigue prac-
ticando un doble juego de medias satisfacciones, que si bien implican
ciertas mejoras en la calidad de vida de las personas, no concuerdan
con las verdaderas necesidades y expectativas que se reclaman desde
las capas sociales no favorecidas por el régimen, y la juventud no
educada por el régimen y más abierta a los nuevos valores.
Desde esta perspectiva se explican mejor los altibajos aprecia-
bles en el suicidio en este corto periodo, reflejo del creciente conflic-
to de valores y debilitamiento del régimen, especialmente porque
algunos pilares en los que se había sustentado, Iglesia Católica, cam-
pesinado, ahora proletariado... empezaban no sólo a no apoyarlo,
sino a criticarlo, haciéndose evidente la carencia de un tronco ideo-
lógico que unificase todas las fuerzas en las que había sustentado sus
gobiernos.
Cuarto periodo: 1972-1982
A su vez dividido en dos momentos. Por una parte está el des-
membramiento del régimen político, con el consiguiente optimismo
y despertar de las fuerzas sociales, aumentando gradualmente hasta
la fecha tope con el fervor idealista y surgimiento de la confianza, se
fraguan grandes expectativas sociales.
A partir de 1977, momento en que las masas, especialmente las
urbanas, ven cómo se legalizan los partidos de «izquierdas», lo que
80 Miguel Clemente y Andrés González
supone una mayor participación en la dirección del país —e indirec-
tamente de la propia situación—, y posibilita el establecimiento de
una corriente de optimismo, por cuanto se cree que habrán de darse
mejoras en la propia situación, aumentando la perspectiva del pro-
yecto vital (Vilar, 1988, pág. 17):
«La exaltación de la democracia fue muy intensa debido asimismo
a que era un modo de vida largamente esperado, respecto al cual se ve-
nían acumulando nuevas energías, sobre todo a partir de 1966. Esta
intensidad fue clara durante los primeros dos años (1976-1977) del que
podemos denominar trienio progresista, pero en 1978 ya empezó a des-
cender el entusiasmo.»
Quinto periodo: 1983-1990
Frustración social por la no realización de la mayoría de las
mejoras sociales esperadas, apatía y desencanto. A la vez se ha con-
solidado una nueva sociedad que rechaza y margina a la antigua. Se
puede decir que la «apatía tradicional» a la que se había visto some-
tido el país se reproduce ante las nuevas dificultades económicas y
sociales (Carr, 1988, pág. 240):
«Este sentimiento de desilusión ante las realizaciones de la nueva de-
mocracia se resume con la palabra que ahora está de moda: Desencanto.»
A partir de aquí, la sociedad se caracteriza por un casi radical
rechazo de la tradición caduca y de los viejos, un creciente agnosti-
cismo, privatización e individualización, así como por la desvincula-
ción política. Quizá el mayor problema que ha planteado el cambio
social tan sumamente brusco haya sido la no aportación de unos nue-
vos valores que sustituyan a los antiguos, provocando la indiferencia
(Informe FOESSA III, pág. 94):
«Una imagen pasiva y poco esperanzada de la sociedad parece sub-
yacer a este resultado. El voto, las estructuras democráticas, los dere-
chos humanos, vienen ante esta visión que parece considerar no ya un
Estado, sino a la sociedad misma como un gran aparato manipulado por
unos pocos.»
El papel de las ideologías en este periodo es primordial por cuan-
to conllevan la realización de las expectativas personales. Así, el sui-
cidio va descendiendo paulatinamente hasta 1982, momento a partir
del cual aumenta drásticamente a causa del desencanto provocado
por la no realización de unas expectativas excesivas. Así, el estado de
ánimo surgiría de la realización de las ideologías, o su imposibilidad.
Podríamos decir que mientras que la ideología no se convierte en uto-
Análisis estadístico de la realidad española 81
pía, impulsa la actividad humana y le sirve de refuerzo para buscar su
propio desarrollo; por el contrarío, cuando la ideología se concibe
como utopía, y de imposible realización, actúa como refuerzo refrac-
tario de su propia situación de deterioro, provocando la apatía social.
Igualmente, los aspectos económicos actúan de la misma mane-
ra que las ideologías, es decir, como refuerzos de la situación indivi-
dual, por cuanto que son la base de las necesidades, tanto de su satis-
facción, como de su aparición, y por tanto de las expectativas y
proyectos de vida que el individuo desarrolle, así como de la propia
situación vivida. En conjunto, una situación de desarrollo abre nue-
vas posibilidades para los individuos, aun cuando su situación sea
precaria; por el contrario, una situación de retroceso supone la frus-
tración de las expectativas y proyectos de vida, y por tanto un refuer-
zo negativo para la propia situación.
En conjunto, podemos decir que hay ciertos factores sociales
cuyo influjo radica en la posibilidad de desarrollo que ofrecen o nie-
gan al individuo, e incluso crean un estado generalizado de indefen-
sión e incontrolabilidad sobre el propio proceso de vida, por cuanto
en gran medida está dictado por instituciones muy superiores, o al
menos acotado. En cualquier caso, la influencia negativa no tiene por
qué afectar a toda la sociedad, sino que también puede actuar sola-
mente sobre aquellos individuos en los que, al margen de su implica-
82 Miguel Clemente y Andrés González
ción social, los vaivenes sociales actúan como agentes refractarios de
situaciones conflictivas propias.
Dentro de la estructura social, el hombre y la mujer no ocupan ni
la misma posición, ni desempeñan los mismos roles. Esta diversidad
supone distintas socializaciones, diferentes procesos de adaptación,
e incluso desiguales desadaptaciones, trastornos, y alteraciones fisio-
lógicas, sociales y psicológicas. Igualmente, las razones por las que
responden de igual manera ante circunstancias similares no siempre
coinciden.
En la sociedad industrial, la diferencia de roles y estatus queda
definida principalmente por la división social del trabajo. España,
durante el periodo estudiado, sin duda ofrece un buen ejemplo de la
tajante diferencia de roles existentes en función del género, y de la
evolución de esos roles atribuidos a los distintos sexos hacia formas
Análisis estadístico de la realidad española 83
y, al menos teóricamente, contenidos más homogéneos. Podemos
decir que la sociedad avanza desde una división predominantemente
doméstica del trabajo, a un estado en que la división del trabajo
supera la mera instrumentalidad familiar,siendo propiamente social,
aun cuando pueda, obviamente, cumplir una función doméstica
entre los miembros (Informe FOESSA IV, 1975, pág. 383):
«Parece evidente que la concepción predominante de los roles mas-
culino y femenino dentro de la familia es la de una segregación clara: el
del hombre orientado hacia el exterior, y el de la mujer centrado funda-
mentalmente en el interior del hogar.»
Generalmente se cree que la premisa anterior, reseñada por Durk-
heim y ya clásica, fundamentada en la creencia de que las mujeres con-
suman menos el suicidio que los hombres por estar menos integradas
socialmente, actuando la familia como un elemento preservador de las
presiones externas, es razón suficiente para explicar tal diferencia. Por
el contrario, no existe tanta unaminidad para explicar el porqué las
mujeres lo intentan más, existiendo racionalizaciones de toda índole.
La mujer ha pasado de ocupar un papel predominantemente
doméstico, familiar y subsidiario del hombre, a reconocérsele otro de
igualdad ante el hombre, superador del sólo ámbito familiar, integra-
do totalmente en la estructura social. El rol de la mujer, lejos de lo
que generalmente se ha dicho, era totalmente aceptado y defendido
por ella, hasta el punto de que todas las expectativas de la misma se
orientaban al matrimonio. Obviamente existía una educación y pre-
sión social que motivaban a la mujer a aceptar este papel, tal y como
se puede observar en la tabla de la página siguiente.
Opiniones sobre la orientación de la mujer hacia el hogar y la
familia, por sexos (Informe FOESSA IV, 1975, pág. 378).
% que están de acuerdo con las afirmaciones Varones Mujeres
Las faenas de la casa corresponden a la mujer, sólo en caso
de enfermedad de la esposa debe hacerlas el marido. 81,1 83,3
La educación de los hijos pequeños es tarea de la madre; el
padre sólo debe intervenir en casos excepcionales. 50,3 53,2
La mujer debe estar en casa cuando el marido vuelve de tra-
bajar. 78,6 79,3
La mujer no debe tener, sin permiso del marido, actividades
fuera del hogar. 69,1 69,4
La educación de la mujer debe estar orientada a atender una
familia más que a aprender una profesión. 70,1 66,3
84 Miguel Clemente y Andrés González
Como se puede ver, la mujer en los años 70 aun veía el matrimo-
nio como su máxima expectativa, aceptando incluso cierta sumisión
(ver preguntas 3 y 4) y una gran dependencia del marido como medio
del propio desarrollo. Son principalmente las mujeres jóvenes (meno-
res de 35 años), de ciudad, con cierto nivel de estudios, y de clase
media alta y alta las que más se oponen a este rol, pero siempre con
ciertas reticencias, ya que incluso las que trabajan lo hacen aceptando
el doble rol, más que compartiendo el doméstico con el marido, pen-
sando incluso que su jornada ha de permitirles llegar al hogar antes
que su marido. Las dos variables que los autores encuentran más rele-
vantes son la edad y el nivel educativo (Informe FOESSA, 1975).
El cambio de los roles de género, en realidad, no vendrá tanto
promovido por los intereses de los sexos, como por las nuevas posi-
bilidades y necesidades, sobre todo, que plantea la sociedad urbana
a la familia, que sirve de modelo para toda la sociedad. En definitiva,
el propio estilo de vida urbano, que obliga a una redistribución de
los roles no en función del sexo, sino de otros criterios más prácticos,
e inherentes a cada situación familiar.
Las distintas alternativas de familia que surgen junto a la hete-
rosexual católica: heterosexual civil, familias sin matrimonio oficial,
la homosexual, la monoparental (padre o madre con hijos), etc.
En la mujer como tal son tres los factores que influyen decisiva-
Análisis estadístico de la realidad española 85
86 Miguel Clemente y Andrés González
mente: el aumento del nivel educativo, la no especialización de las
nuevas generaciones en las tareas domésticas, y su paulatina incor-
poración al mercado de trabajo (Informe FOESSA, 1975). De ello se
deduce que lo que realmente aumenta en la mujer, y como en el hom-
bre se hacen más difusas, son las expectativas, lo cual, en cuanto
dependen de gran variedad de factores, de los cuales muchos no con-
trola, o lo hace mínimamente, aumenta proporcionalmente sus posi-
bilidades de insatisfacción.
Así, mientras que el bienestar psicológico de los hombres está
muy influenciado por su papel preeminentemente instrumental, com-
petitivo e individualista, y su posición fuera de la familia, así como
con las obligaciones que en conjunto tiene con ella y que superan su
voluntad, aunque dentro de ella sea la máxima autoridad, y poseen
en mayor medida un apoyo; el suicidio en la mujer estará más rela-
cionado con la estabilidad familiar como tal, y con las relaciones con
el resto de los miembros de la familia, especialmente con el marido,
así como con su situación de desventaja en ciertas esferas de la reali-
dad social como la laboral, y con situaciones de falta de vínculos
afectivos, realidad en la que ha sido socializada, y que la vulneraliza
especialmente a otros desajustes.
La diferenciación de conductas entre ambos sexos comienza en
su socialización primaria, cuando empiezan a asumir los roles, mode-
Análisis estadístico de la realidad española 87
los y actitudes que socialmente se atribuyen como adecuados a uno u
otro, y que ellos reconocen en sus adultos, reforzándose la cristaliza-
ción de una identidad sexual, que determinará el desarrollo de la per-
sona y la experiencia psicológica y social que de sí mismo(a) tenga
(Pastor y Martínez-Belloch, 1991,pág. 118):
«En nuestra sociedad, la adscripción a una categoría sexual, con el
consiguiente aprendizaje de señas sociales indicadoras de esa pertenen-
cia, constituye un elemento fundamental de definición personal y social.»
Ello supone que representan un papel distinto socialmente, pues
aun cuando «formalmente» se tienda a la unificación de roles para
ambos sexos, y se reconozca y potencie una igualdad de estatus, las
socializaciones nunca serán totalmente semejantes, tanto por las
diferencias biológicas que exigen matices, como por los estereotipos
socialmente impuestos, y por tanto intrínsecos a cada sexo.
Así, a la mujer se le refuerza en una identidad preeminentemen-
te emocional y expresiva, orientada hacia la socialidad, la familia, la
«producción de apoyo social y afectivo» e, incluso, a cierta depen-
dencia; mientras que al hombre se le socializa en una identidad ins-
trumental, individualista y racional, reforzándole aspectos laborales,
de competencia y logro.
88 Miguel Clemente y Andrés González
Un buen ejemplo de ello reside en cómo el suicidio influye de dis-
tinta manera en hombres y mujeres de cualquier edad, y la evidencia
no parece estar en el hecho de que las mujeres afronten más óptima-
mente la vida, pues las cifras se invierten al hablar de intentos de sui-
cidio, intentándolo éstas mucho más que los hombres. Más bien
parece que los valores inculcados a cada sexo tienen gran influencia,
y mientras los hombres dan un valor más instrumental a su propia
vida, perdiendo ésta el sentido ante ciertas situaciones, las mujeres
con sus intentos de suicidio pretenden comunicar a su entorno que
algo no va bien, intentar lograr mayor atención y apoyo. Aquí encon-
tramos una primera diferencia de género, al mostrarse las mujeres
más capacitadas para evitar salidas radicales como el suicidio, mien-
tras que por el contrario, los hombres se muestran más intolerantes,
consumándolo en mayor medida.
Si tenemos en cuenta la influencia de las variables sexo y edad,
los grupos que se ven realmente alterados de manera significativa,
aparte de los ancianos, son: la población infanto-juvenil con su ten-
dencia, leve, al aumento; las mujeres solteras menores de sesenta
años y jóvenes en general, entre los que tiende a disminuir el suici-
dio, y que sin duda son los grandes beneficiados de los cambios
sociales ocurridos durante los cincuenta y uno años estudiados.
Análisis estadístico de la realidad española 89
En general hemos podidocomprobar varios aspectos de la
influencia del suicidio:
1. La incidencia en ambos sexos difiere no tanto en la integra-
ción global de los mismos, sino en la socialización peculiar de
los mismos.
2. La variable edad no sólo tiene una gran relevancia, como
demuestra el paulatino aumento del suicidio en la tercera
edad, sino que deberían realizarse estudios más concretos
que permitiesen diferenciar de manera aún más exacta los
distintos factores que actúan en cada periodo de la misma.
En cada uno de ellos la exposición a los factores precipitan-
tes, así como la naturaleza y contexto, real y percibido, de los
mismos, supone importantes variaciones.
3. Podemos decir que la variable edad tiene dos influencias
principales, a saber: a) nos categoriza socialmente, impo-
niéndonos unas obligaciones y responsabilidades concretas,
así como presiona para que asumamos ciertos papeles socia-
les; y b) nos da una perspectiva vital, es decir, nos conecta
con toda una serie de posibilidades o limitaciones.
4. Que los distintos roles y estatus de las personas, ocupados o
percibidos, así como expectativas de rol y estatus, juegan un
90 Miguel Clemente y Andrés González
importante papel en la consumación del suicidio, y por tanto
el contexto sociohistórico que determina de manera objetiva
los mismos, imponiéndose a cada sujeto ciertas situaciones
que escapan a su propia voluntad.
Creemos, por último, importante, hacer algunas aclaraciones en
cuanto a la incidencia del suicidio en función del género. Apreciamos
que las disparidades reseñadas en cuanto a tal depende como en
otros hechos sociales de las peculiares socializaciones que recibimos
los sujetos en función de nuestra naturaleza sexual (Páez, Torres y
Echevarría, 1990, pág. 229):
«La identidad psicosocial sexual se refiere a las conductas, senti-
mientos y pensamientos que se consideran típicos de nuestro género.
Esta identidad se puede concebir a nivel interpersonal como una or-
ganización cognitiva sobre nuestra experiencia de género, es decir, un
esquema de sí. Sería la identidad derivada del rol de género (Mo-
ya, 1985).»
En función de ello, queremos hacer notar cómo la diferente inci-
dencia del suicidio en los últimos años, más que tender a igualarse,
tiende a adoptar los niveles de los primeros años del periodo estu-
Análisis estadístico de la realidad española 91
diado, siendo los desequilibrios fruto más de los cambios sociales
habidos, que relativos a la naturaleza de ambos sexos.
Es un hecho que entre los meses de mayo a julio el suicidio
aumenta. Dar una explicación exhaustiva de tal hecho es algo muy
difícil. Nosotros lo hemos relacionado con la teoría de estrés, en
cuanto que si éste, de una manera sencilla, supone un desborda-
miento de los recursos personales, es de suponer que por alguna
razón durante este periodo las personas sufren o bien presiones ma-
yores, o bien un mayor desgaste psicológico (y por tanto una menor
capacidad de afrontamiento), o ambos.
La vida de las personas y de las sociedades está estructurada
socialmente por unas rutinas y unos «tempos» que generalmente
superan la voluntad individual, y que aquí hemos denominado senci-
llamente el ciclo de la rutina. Culturalmente, en España, la actividad
humana consta de ciclos no coincidentes con el año del calendario,
sino que éste comienza en septiembre y termina en agosto.
Las propias actividades generales de las personas, energías y
proyectos, se distribuyen de manera desigual durante este periodo,
especialmente en los adultos que tienen interiorizado este ciclo y
conocen previamente cuales son las exigencias que en cada momen-
to han de cumplir. Esto supone que hay momentos en que las perso-
nas son más vulnerables, tanto porque han de aplicar gran parte de
sus recursos físicos, psicológicos y sociales obligatoriamente a cier-
tos aspectos concretos, como porque gran parte de sus energías se
han ido desgastando, y por último, porque empiezan a valorar los
resultados de sus esfuerzos, valoran su realidad, y prevén la con-
gruencia o incongruencia entre sus logros y las metas que se habían
propuesto.
Así, se comprende que la causa de la preeminencia de los suici-
dios entre los meses de mayo y agosto se debe a que en estos meses
es cuando la tensión de la propia vida es más alta, puesto que el ciclo
va a terminar, y cuando se comprueba si las expectativas del proyec-
to de vida han sido cumplidas o no, si hay posibilidades de logro a
mayor plazo, así como cuando socialmente se plantean los logros
obtenidos por el sujeto, el nivel de satisfacción con los mismos (esto
último principalmente en el medio laboral, que es sin duda uno de
los principales sobre los que gira la vida individual), etc.
En cualquier caso, es una realidad que la mayor incidencia del
suicido se produce en los meses de junio (en 19 años de los 51 estu-
diados), mayo (9), julio (7), marzo (3) y agosto (2). Lo que significa
no sólo que en 40 años de los 51 algunos de estos meses ha supues-
to el punto de inflexión respecto a la incidencia del suicidio, sino que
además las siguientes cotas más altas también se registraron en estos
meses. Y aunque en el año 91 esta tendencia cambia, no parece que
94 Miguel Clemente y Andrés González
responda a efectos de mayor alcance, sino a situaciones propias de
ese año, puesto que en los inmediatamente anteriores sí se mantiene
el esquema expuesto. Entre los factores que pueden haber contribui-
do a esta alteración, sin duda hay que situar el aumento del paro, y la
renombrada crisis socioeconómica y política.
La importancia del que hemos denominado ciclo vital de la per-
sona está en que estructura su tiempo, así como a que le sirve de
marco de referencia para su propio proyecto vital, bien retrospecti-
vamente, bien anticipando resultados.
Por último, hemos creído relevante repasar la influencia del sui-
cidio en función del contexto social, urbano o rural. La teoría gene-
ral sobre la incidencia en función del entorno social postula que es en
el medio urbano en el que se darían las mayores tasas de suicidio.
Esta teoría fue ya expuesta por Durkheim y corroborada por Hal-
wachs, así como por diversos estudios posteriores. Se defendía en
líneas generales que los nuevos ritmos y estilos de vida que impone
el medio urbano, en contraposición con el rural, tiene como efectos
negativos la desintegración de las instituciones y valores tradiciona-
les: familia, jerarquía, religión, etc., actuando como agentes de desin-
tegración de la persona.
En el momento actual, a todas luces la situación se ha invertido,
hasta el punto de que si bien los hombres se suicidan más que las
mujeres, el número de mujeres que se suicidan en el medio rural es
superior al de hombres que se suicidan en el entorno urbano. De tal
manera que si Halwachs concibió el entorno rural, por sus costum-
bres, normas, estilo de vida e instituciones, como modelo para
reconstruir la sociedad y evitar la desintegración del hombre, fruto
de la perniciosa sociedad urbana, hoy habría que invertir la situa-
ción, desde su perspectiva, y formar al hombre como «ser urbano».
Desde nuestra perspectiva el planteamiento no parte de la con-
traposición del medio urbano frente al rural, ni viceversa, sino que
partimos de que ambos son marcos de construcción social e integra-
ción, interactuantes, y con unas limitaciones, valores, cultura, recur-
sos, etc., específicos. Se puede decir que se impone una nueva situa-
ción social en la que el medio rural ha perdido su protagonismo
totalmente, pasando a depender del medio urbano, no sólo económi-
ca y políticamente, sino también socialmente, es decir, de sus valores,
forma de vida, costumbres, etc. De una manera drástica podemos
afirmar que ha pasado de ser el modelo de sociedad, a ser un contra-
modelo, provocando más el desarraigo que la integración de los suje-
tos por cuanto éstos generalmente se encuentran más limitados en
sus posibilidades (libertad de acción, expectativas generalmente más
reducidas, menos diversidad de contextos y situaciones...).Tal y como cabría esperar a partir de los años sesenta y durante
Análisis estadístico de la realidad española 97
los años que duraron las emigraciones masivas al medio urbano,
aumenta ligeramente en éste la incidencia del suicidio y se reduce en
el ámbito rural, estabilizándose a partir de finales de la década de
los setenta, momento en el cual el estilo, forma y contenido de la so-
ciedad urbana se ha impuesto sobre la rural, disminuyen los flujos
migratorios, patetizándose la situación subsidiaria y marginada del
campo en los focos de decisión, siguiéndose de nuevo cierta tenden-
cia a la disminución del suicidio en el entorno urbano, y un paulati-
no aumento en el medio rural, expresión del deterioro de su calidad
de vida (Garmendia y del Pino, 1985, pág. 102):
«Los coeficientes de suicidio y, en general, de privación relativa
(respecto de la ciudad) son superiores (respecto de su entorno urbano)
en el "campo" español a los registrados en el curso de otras sociedades
industriales. Todo ello alude a la especial asimetría y desigualdad cam-
po-ciudad (también interregional) en nuestro país.»
Sin duda, como en el caso de la población anciana, uno de los
mayores agentes precipitatorios de este aumento ha sido la rapidez
del cambio, que no ha posibilitado al medio rural a adaptarse aún
hoy a la nueva situación en igualdad de condiciones (Ibid., pág. 103):
«La creciente incertidumbre (o aumento de alternativas posibles) a
la que de modo brusco y rápido se ha visto abocado el campo (con la
consiguiente y traumática imperiosidad de su reducción: es decir, infor-
mación) es la incertidumbre y también la ambivalencia que caracteriza
los estados anómicos.»
Algunos aspectos peculiares del sistema de vida del campo, así
como del carácter socializado en una situación como la expuesta
anteriormente, sin duda sirven de factores psicosociales de prevalen-
cia suicida. Clemente (1990) recopila algunas de las clasificaciones
que se han hecho sobre la idiosincrasia rural frente a la urbana, don-
de se pueden comprobar déficit, o situaciones desventajosas frente al
medio urbano. Entre las distintas características nombradas nos-
otros hemos elegido algunas que nos parecen de especial relevancia,
y que especifican cómo es el ser rural:
1. Rutina rural, en la clasificación de Dauzat (Heras, 1983, Cle-
mente, 1990), tendentes a rehificar la vida, especialmente en
un momento en el que el campo pierde su utilidad, y en el
que se imponen nuevas rutinas más encaminadas a la optimi-
zación del tiempo y del ocio.
2. Sentido práctico de la vida e intolerancia ante los valores
100 Miguel Clemente y Andrés González
externos, en la tipología de Landis (Clemente 1990), que sin
duda ya en principio los coloca en una situación desventajo-
sa, por cuanto son los valores urbanos los que imperan, así
como sus maneras de hacer las cosas.
3. La introversión, el fatalismo, el estoicismo y el dogmatismo,
en la tipología de Vidart (Ibid.), sin duda factores todos ellos
abocados primero a subrayar la marginación del hombre de
campo, y segundo a facilitarles una decisión más drástica,
especialmente si tenemos en cuenta que la situación de los
medios rurales, especialmente los que se centran en la agri-
cultura, va en detrimento.
A estos factores habría que sumar otros que Clemente nombra
en su estudio, a saber: la disminución del nivel educativo, el apego a
la tierra por tradición, los altos niveles de desempleo en el medio
rural... a los que nosotros añadiríamos la paulatina asimilación de las
expectativas, mayores que las tradicionalmente suyas, sociales para
las que tal y como se puede observar no están preparados, de la mis-
ma manera que les son inaccesibles los valores e instrumentos pro-
pios del sistema urbano, promovidos por su propia dinámica.
CAPÍTULO IV
Factores sociales y suicidio
Estructura social y suicidio
Hablar de factores sociales en el presente caso es hablar de situa-
ciones individuales cuyo origen es social; decir que tales situaciones
provocan o vulneralizan de manera directa y por sí solas el suicidio
es sin duda una exageración. Sí podemos decir sin miedo a errar que
ni todas las sociedades ligan igualmente a sus miembros, ni cada
sociedad es capaz de ofrecer posibilidades de existencia suficientes a
los mismos por igual. Es por ello por lo que para abordar este punto
partimos de la hipótesis, siguiendo la idea de Hobbes, de que el prin-
cipal vínculo entre el hombre y la vida es la sociedad, por cuanto que
el hombre aprende a vivir en sociedad, en ella encuentra (crea) sus
necesidades o carencias y en fin, nuestra vida se apoya en la vida de
los demás.
El suicidio, así planteado, no es un simple problema de conflicto
o frustración, ni depende de un simple impulso; es una compleja cues-
tión de pérdida o no obtención de motivación y refuerzo de la necesi-
dad de vivir mediante la interacción social. El hecho de que aquellas
personas cuya existencia sea altamente conflictiva y problemática
sean más propensas al suicidio, no hace sino subrayar nuestra hipóte-
sis de que las condiciones en que se desarrolla la vida definen la pro-
pia necesidad de vivir de cada sujeto, como resultado del proceso de
la experiencia social de sí mismo. Es decir, cada sujeto vive a su mane-
ra la sociedad, altamente condicionado por el desarrollo que tiene en
ella. Aparte, en su vida aparecerán otros factores determinantes de su
satisfacción e integración, pero cuyo origen no es social; por ejemplo,
la muerte tiene un origen biológico (de desgaste), accidental, provo-
cada, etc. No podemos pararnos a analizar punto por punto tal dife-
rencia, por lo que estudiaremos los factores sociales no por su origen,
sino por cuanto determinan la madurez psicosocial de los sujetos.
102 Miguel Clemente y Andrés González
Hemos elegido como punto de arranque la salud, entendiendo
ésta no sólo en su dimensión biológica, sino como un estado de la
persona definido por su situación global, tal y como expone a conti-
nuación Devillard (1989, pág. 87):
«Lo que Pierret constató con respecto a la salud: hablar de la salud
es hablar de la vida, o sea, del conjunto de las prácticas sociales y cor-
porales. La higiene, la alimentación, la sexualidad, el ocio, el deporte, el
habitat, el trabajo, la educación, la salud y la enfermedad, las represen-
taciones en torno al cuerpo, la vida y la muerte, la concepción de la per-
sona y las relaciones con los demás, etc., constituyen una totalidad que
resulta difícil deslindar las unas de las otras.»
Así pues, creemos que la salud es un factor muy importante en el
suicidio, pero no en términos de enfermedad, sino en cuanto que
suponga un desarrollo deficiente de la persona en todos sus aspectos
(CIS, 1990, pág. 9):
«La salud no se define como la ausencia de enfermedad, sino como
un estado de bienestar físico y mental que permite a los individuos dedi-
car su vida a actividades de trabajo y ocio. Se considera que, en un
momento de tiempo determinado, existen tres tipos de variables acu-
mulativas que determinan el nivel de salud de la persona una vez dada
la dotación epidemiológica individual: el estilo de vida, las condiciones
medioambientales y el consumo de bienes y servicios sanitarios.»
Partiendo de esta idea y del hecho de que es imposible evaluar
todos los factores que individualmente inducen a que los sujetos se
suiciden, abordaremos varios aspectos de la vida social que pueden
deteriorar la vida del sujeto, así como provocar en él una actitud
positiva a la autoelusión social (tanto a las relaciones con el entorno,
como a su propio componente y vínculo social) y por tanto a romper
su vinculación con la sociedad. No abordaremos el nivel de estudios
porque tal y como queda reflejado en la cita anterior, su acción es
generalmente positiva en la salud, calidad de vida y bienestar psico-
lógico. Todos los factores que vamos a exponer quedan integrados en
el concepto de «calidad de vida» tal y como la conceptualizan Levi y
Andersson en su obra La tensión psicosocial (1980).
Coincidiendocon ellos, pretendemos establecer algunos de los
factores que determinan la mala calidad de vida de los miembros de
una sociedad dada y que pueden motivarles a admitir e interiorizar
una actitud favorable al suicidio, comprendiendo que la falta de
«calidad de vida», condiciones negativas y aversivas en que se desa-
rrolle la vida y experiencia de un sujeto, es factor suficiente como
para desvincularlo socialmente (Levi y Andersson, 1980, pág. 3):
Factores sociales y suicidio 103
«Nuestra meta comprende varios aspectos de la calidad de la vida.
Este concepto tiene muchos componentes. Puede tratarse de encontrar
normas objetivas fundamentales como las habitualmente incluidas en el
concepto de nivel de vida (educación, empleo, economía, condiciones
de alojamiento, nutrición...)»
Nuestro análisis partirá de la definición más individualista que
los mismos autores dan del concepto de calidad de la vida (Levi y
Andersson, 1980, pág. 6):
«Por este concepto entendemos una medida compuesta de bienes-
tar físico, mental y social, tal y como lo percibe cada individuo y cada
grupo y de felicidad, satisfacción y recompensa (véase Campell y Con-
verse, 1970). Las medidas pueden referirse a la satisfacción global, así
como a sus componentes, incluyendo aspectos como salud, matrimonio,
familia, trabajo, vivienda, situación financiera, oportunidades educati-
vas, autoestima, creatividad, competencia, sentido de pertenecer a cier-
tas instituciones y confianza en otros.»
Podemos observar que este concepto tan amplio, pero concreti-
zado a la realidad de cada individuo, recoge muchas de las causas
que generalmente se han atribuido al suicidio desde las distintas
perspectivas sociales, como salud, situación financiera, familia, auto-
estima, así como la posesión de un grupo social, con el que es nece-
sario mantener unas relaciones sociales satisfactorias, o, a pesar del
peligro de redundar, relaciones con calidad que nos aseguren lo que
se ha denominado un «apoyo social». En conjunto podemos reunir
en tres grupos los aspectos contemplados en la cita anterior:
1. Necesidades primarias (vivienda, salud, trabajo...).
2. Necesidad de apoyo social (matrimonio, familia, sentimien-
tos de pertenencia...), y
3. Necesidad de desarrollo personal y autoestima (oportunida-
des educativas, trabajo, creatividad, competencia...).
Es decir, generalmente se explica el suicidio de una manera
monocausal, pero lo cierto es que, excluyendo esos casos raros en los
que la vida de un sujeto gire significativamente alrededor de una cau-
sa exclusiva, la vida de toda persona se desarrolla no sólo en interac-
ción con un entorno social, sino en interacción entre las distintas
facetas de sí misma. Así, una educación concreta no sólo implica un
nivel cultural, sino que generalmente determinará también un entor-
no concreto, unas expectativas de desarrollo condicionadas a su edu-
cación, un nivel de trabajo, un mayor o menor grado de acceso a los
recursos sociales y, en resumen, originará unas experiencias, objeti-
104 Miguel Clemente y Andrés González
vas y subjetivas, concretas, excluyendo otras muchas, lo que a su vez
influirá directamente sobre su exposición a ciertas enfermedades,
accidentes, condiciones ambientales y sociales, etc.
Así pues, podemos decir que la persona es una entidad plural,
por cuanto en ella coexisten distintas facetas interrelacionadas, que
conforman al sujeto como individuo concreto y social. Pero ello no
quiere decir que todos los elementos de su entidad influyan por igual
en su vinculación social y en su desarrollo como ser individual, o lo
que es lo mismo, no todos los aspectos de sí mismo son igualmente
relevantes en su formación como ser social y en la construcción y
satisfacción de su identidad. Y decimos satisfacción de la identidad,
porque si ésta es tan importante para nosotros es porque integra
todas nuestras necesidades, aun cuando sea de una manera muy abs-
tracta. El hombre como ser social es vinculado a la vida mediante su
realidad social, porque es en ella en la que encuentra la motivación
para vivir así como las necesidades por las que vivir. La vida social
sana genera vida individual, renovando la motivación de sus partici-
pantes, o por el contrario, si es negativa, excluye al sujeto y resta
motivación para vivir.
Las cualidades y elementos (incluyendo los sujetos de su entor-
no) conformadores de un sujeto le influirán tanto como sean capaces
de alterar el resto de su vida, al modificarse, aparecer o desaparecer.
Por lo que no todos los elementos y cualidades (que el sujeto se atri-
buye) integradores de su persona tienen la misma importancia, reali-
zándose, de hecho, múltiples concesiones tanto de nosotros mismos
como de nuestra realidad exterior a diario, sin que ello nos suponga
realmente un conflicto o un problema, por lo que es de esperar que
la calidad de vida (término basado en la subjetividad con que cada
uno percibe su propia realidad en función de las posibilidades socia-
les), de cada sujeto venga dada por los elementos de su entidad social
y el grado en que pueda exteriorizar ciertas cualidades suyas, así co-
mo representar ciertos roles, e incluso detentar ciertos estatus y vivir
en unas circunstancias concretas, conforme a unas expectativas de-
terminadas por sus necesidades, tanto objetivas como subjetivas.
Por tanto, la calidad de vida y la salud, así entendidas, lo que
implican es que existe una buena adaptación entre el sujeto y su
entorno y que existe una reciprocidad de concesiones y beneficios.
Cuanto mayores sean las posibilidades sociales de realización perso-
nal, es obvio que mayor será la necesidad de la misma, por cuanto
ésta se convierte no sólo en un valor, sino también en un estilo de
vida aceptado socialmente.
El suicidio, desde la hipótesis de las expectativas y las necesida-
des, no sólo presupone una buena calidad de vida, en términos de
autosatisfacción, sino que implica una no expectativa de logro de
Factores sociales y suicidio 105
una calidad de vida mínima. Por eso es por lo que el proceso suici-
dógeno pueda durar muchos años, aunque de manera visible se desa-
rrolle quizá sólo en meses, semanas o días, por cuanto que lo que
conlleva es que la persona no tiene esperanza de lograr una vida
acorde con sus necesidades, lo cual se produce tras haber agotado los
caminos, convenciéndonos de la no existencia de probabilidad de
realización y desarrollo. La posibilidad del suicidio se hace patente y
se nos muestra como una alternativa plausible a las condiciones de
nuestra vida.
Es decir, al igual que el hombre aprende a vivir y su vida la apo-
ya, justifica, define y orienta en función de unas realidades concretas
y unas expectativas determinadas que a él le son vitales, la carencia
de ellas e imposibilidad de lograrlas puede hacer que el sujeto apren-
da a «morir», o lo que es más exacto, el sujeto comience un proceso
de desvinculación con su propia vida, en el sentido amplio, tanto
material como significativamente, que le conduzca y refuerce en la
idea de que no tiene motivos suficientes para vivir y decida darse
muerte. Igual que se aprende a vivir y a desear vivir, el sujeto apren-
de a no vivir, lo que a la larga le puede llevar a la muerte.
Así pues, con ello hemos querido dejar claro, antes de abordar
directamente algunos factores concretos de suicidio, la manera en
que éstos afectan a la vida del sujeto, no siendo nosotros de la opi-
nión de que un conflicto pueda provocar suicidio por sí sólo, ni
siquiera varios conflictos, a no ser que ya previamente la vivencia,
por parte del sujeto, de sí mismo y de su realidad social estuviese
deteriorada y/o desprovista de significado. Es necesario que toda la
vida del sujeto sea puesta en tela de juicio por él mismo, lo que sí
puede ser provocado por un conflicto altamente significativo, cuya
amplitud se extienda a muy diversas facetas de la vida del mismo.
Así, se nos hace comprensible que un sujeto concreto con una
vida sin grandes alteraciones, pero que cubre sus necesidades
ampliamente,un día, sin previo aviso, pueda suicidarse sin que apa-
rentemente haya sucedido algo en su vida. Ello es sin duda porque la
realidad del sujeto es poco coherente con sus propias expectativas,
en términos de identidad, viviendo esta persona hasta que su expec-
tativa sea cero, siendo su existencia más negativa y alienante que la
propia vida, o bien se produce el suicidio debido al surgimiento de
conflictos y problemas que convirtieron la expectativa de vida «cero»
en una expectativa de vida negativa.
Contra estos argumentos se puede oponer que por qué no se sui-
cidan todos los pobres, enfermos y todos aquellos cuya posibilidad
de expectativa sea mínima. La razón ya se apuntó anteriormente: al
ser la realidad de un sujeto un todo interactuante, se tiende al equili-
brio (la misma sociedad procura dar expectativas plausibles con las
106 Miguel Clemente y Andrés González
posibilidades de los sujetos) por lo que la persona generalmente será
consciente de las limitaciones que deben tener sus expectativas eco-
nómicas y de estatus social, existenciales (a partir de cierta edad todo
el mundo en mayor o menor grado es consciente de su finitud), etc.,
quedando dicha limitación integrada en su socialización y orientan-
do por tanto sus expectativas en otras direcciones, como puede ser la
familia. Pero el que haya algunas personas, si se quiere las más, capa-
ces de hacer grandes concesiones limitándose en gran medida, o de
buscar alternativas a sus limitaciones, no quiere decir que así sea
siempre; incluso pueden producirse alteraciones debidas a factores
externos imprevisibles, que en un momento dado rompan el equili-
brio existente entre la socialización y las expectativas concretas de
un sujeto y su realidad.
Además, somos de la opinión de que un sujeto, antes de suici-
darse, procura agotar todas las posibilidades, e incluso todas las
alternativas que son coherentes con su necesidad y que sólo llega a la
conclusión de su exclusión de la vida cuando no sólo se siente atra-
pado y manipulado por ella, como un mero objeto de la realidad,
sino cuando es incapaz de vislumbrar posibilidad de cambio, o el
cambio conllevaría males aún mayores que su situación previa.
Una vez aclarado esto vamos a pasar a analizar algunos de los
factores sociales del suicidio. Posiblemente haya muchos más de los
que nosotros aquí vamos a tratar, pero un análisis totalmente exhaus-
tivo es imposible, por cuanto en realidad, como con los factores indi-
viduales, todo podría ser incluido; por ello nos vamos a limitar a tra-
tar aquellos elementos que realmente son relevantes. Se podrá
observar que trataremos cada elemento como si de por sí pudiese
provocar el deterioro de la vida, pero aun cuando realmente es posi-
ble que así sea, como antes indicamos, al tratamiento personalista de
cada factor subyace la idea de que actúan interrelacionándose con el
resto de factores de la propia vida y realidad social del sujeto.
Los factores que vamos a tratar son: la ambivalencia sociológica,
el apoyo social, el trabajo y el empleo y la selección social.
La ambivalencia sociológica
La ambivalencia sociológica como fuente creadora de conflictos
psicosociales ha sido poco estudiada en la mayoría de sus formas,
siendo normalmente investigada en lo que se refiere a las contradic-
ciones surgidas en la estructura social (Merton, 1976, pág. 20):
«La teoría sociológica se ocupa de los procesos mediante los cuales
las estructuras sociales generan las circunstancias en las que la ambiva-
Factores sociales y suicidio 107
lencia queda incorporada a estatus y grupos de estatus determinados
junto con los cometidos sociales que van unidos a ellos.»
Así, la ambivalencia, desde esta perspectiva, analiza cómo sur-
gen conflictos y contradicciones en los sujetos, en función bien del
estatus que poseen, bien por lo que socialmente se espera del que
ocupa ese estatus, en un sentido macrosociológico, por las contra-
dicciones que se le planteen a la persona que ocupa un determinado
estatus.
Merton fue más allá en su análisis, superando la orientación
macrosociológica e incluyendo una psicosocial, donde se contemplan
distintas fuentes socioestructurales de incompatibilidad entre expec-
tativas y posibilidades de realización. En cualquiera de los casos, el
sujeto encuentra que hay expectativas socialmente admitidas, que a
él le son negadas objetivamente en función no sólo del estatus que
ocupa, sino también de todo lo que ello le comporta social e indivi-
dualmente (Merton, 1976, pág. 19):
«En su sentido más amplio, la ambivalencia sociológica contempla
las expectativas incompatibles que con carácter normativo se asignan a
las actitudes, creencias y comportamientos ligados a un estatus (es decir,
una posición social). En su sentido más restringido, la ambivalencia
sociológica hace referencia a las expectativas incompatibles que con
valor de normas están incorporadas a un determinado cometido o a un
determinado estatus social.»
Como se puede observar, la ambivalencia sociológica se refiere a
los efectos de las definiciones sociales que conlleva el ocupar una
posición social, tanto en sus obligaciones, como en sus restricciones,
pero de ninguna manera se contemplan variables de personalidad, a
pesar de que la ambivalencia sociológica es sin duda uno de los orí-
genes más importantes de «ambivalencia psicológica» (Merton, 1976),
puesto que por encima de rasgos de personalidad, cada estatus posee
unos condicionantes generalizados a todos los sujetos que lo ocupan.
Es decir, la ambivalencia sociológica surge de la naturaleza de la
posición social, no de la naturaleza individual.
Es lógico pensar que ciertos estatus los ocupa o ha asumido el
sujeto libremente, por lo que algunos de los conflictos que le puedan
surgir ya los tiene superados apriorísticamente. El problema real se
plantea cuando el sujeto no ha asumido libremente el estatus que
socialmente se le atribuye (o no ha sido consciente de todas las res-
ponsabilidades que conllevaba la asunción del rol), obligándosele a
aceptar toda una serie de restricciones, obligaciones y roles no desea-
dos, que se contradicen con las actitudes y expectativas del sujeto,
108 Miguel Clemente y Andrés González
hacia el que tendrá una actitud reacia, intentando en todo momento
revelarse de tal imposición.
Es decir, nos encontramos con el conflicto surgido por la imposi-
ción de una identidad social, o al menos un factor decisivo de valo-
ración y percepción de la realidad de un sujeto, por cuanto que, no
lo olvidemos, los estatus tienen atribuidos socialmente unas caracte-
rísticas, que aun no coincidiendo con la realidad del individuo, la
sociedad presiona sobre los mismos desde sus características. Por
ejemplo, tradicionalmente se ha atribuido a los enfermos mentales la
conducta violenta, característica que no es común a todos y por la
cual se les procuraba mantener alejados de la sociedad. Actualmen-
te, conscientes de tal limitación, se procura que aquellos que en rea-
lidad no suponen peligrosidad, ni social ni personal, tengan la posi-
bilidad de vivir integrados en la sociedad, aun cuando se mantenga
un seguimiento y control mediante el sistema de citas.
Igualmente, en la sociedad actual, las personas, al llegar a cierta
edad, pierden su estatus de miembros activos, siendo obligados
generalmente a acogerse a una situación de miembros pasivos y sub-
sidiarios, es decir, pasan a ser ciudadanos de segunda, dependientes
de la dinámica social y especialmente vulnerables a ella (Gaviria y
Rebolloso, 1988, pág. 47):
«Los ancianos han sido con frecuencia los miembros más margina-
dos dentro de la comunidad, en especial desde que se les desposeyó del
papel de jefe de la familia en la sociedad occidental. Este aislamiento tie-
ne unas repercusiones psicológicas y sociales para los individuos que lle-
gan a cierta edad o que se ven cercanos a ella.
Se les suele considerar como miembros pasivos e improductivos,
como una carga que hay que soportar hasta que les llegue la hora. Y esa
actitud es a menudo asimiladapor los propios ancianos, con los consi-
guientes cambios en la percepción de sí mismos y descenso de la auto-
estima.»
Pero estos ejemplos, si bien especialmente claros, no son los úni-
cos modelos de ambivalencia social. Constantemente nos vemos obli-
gados a adoptar estatus, bien porque nos son prescritos socialmente y
se nos presiona para adoptarlos (padre, hijo, esposo, vecino, etc.),
bien porque nos son necesarios para satisfacer necesidades mínimas
(trabajador). En cuanto que cada estatus nos posiciona socialmente,
nos compromete con una serie de obligaciones y responsabilidades
cuya acción sobre la identidad puede ser muy negativa, en cuanto
que son «extraños» a la propia persona y ocupan grandes espacios de
nuestra vida, al inferir el desarrollo deseado de la persona, e impi-
diendo la proyección y orientación social deseada.
Factores sociales y suicidio 109
Generalmente éstos son estatus atribuidos a la persona en fun-
ción de algunas cualidades suyas, como son la edad, el sexo, sufrir
una enfermedad (física o psíquica), realizar profesiones desprestigia-
das socialmente que conllevan, en cierta manera, un veto social, etc.
Así, al anciano se le jubila no en función de su capacidad, sino por-
que apriorísticamente se supone que no la tiene; al joven se le impi-
de tener cierta responsabilidad sobre sí mismo en muchos casos,
tomando los adultos muchas decisiones trascendentes en la vida del
sujeto; por su capacidad orgánica para la fecundidad se presiona a la
mujer para que asuma el rol materno, anteponiendo incluso éste a
otros más relevantes para la propia persona, etc.
El problema de todos estos estatus es que aprisionan al sujeto en
una realidad social para la que no está orientado, pasando a ser un
agente pasivo, pues habrá de aceptar con los estatus y roles impues-
tos no sólo unas obligaciones mínimas, sino todo un estilo de vida
que puede entrar en conflicto con sus propias expectativas de desa-
rrollo.
Apoyo social
El apoyo social es un factor muy importante de evitación y/o
amortiguación de conflictos para los individuos. El hecho de que
todos los sujetos tengan la necesidad de un entorno que les estime y
apoye es una realidad evidenciada en muy distintos estudios, así
como el que estos apoyos actúan positivamente sobre el sujeto
(Argyle, 1988, pág. 241):
«Se ha observado que la salud corporal, la recuperación de las ope-
raciones y la esperanza de vida se ven influidas por la calidad de las rela-
ciones de apoyo.»
La razón es obvia; el vínculo con la vida lo refuerza nuestra pro-
pia interacción social, es decir, lo da la socialización. Si ésta es nega-
tiva para el sujeto, bien porque lo relega a estatus desvalorizados, o
simplemente no existe socialización, el sujeto se percibe más vulne-
rable a las presiones del entorno, por la carencia de apoyos hacia los
que canalizar su vida y que refuercen su vínculo.
Valorando los resultados de su estudio sobre la isla de Menorca,
Estruch y Cardús (1982, pág. 152) concluyen:
«Por último, otro grupo numeroso (tan numeroso como el de los
desajustes y conflictos familiares) lo constituye el de las personas solas.
El problema de la soledad.»
110 Miguel Clemente y Andrés González
La tenencia o carencia del apoyo social influye en todos los
aspectos de salud de los sujetos, tanto mental como física, garanti-
zándole de alguna manera un mínimo de calidad de vida, o si se pre-
fiere, actuando de una manera preventiva y/o terapéutica sobre las
distintas agresiones del medio, tanto sociales como físicas, llegando
a niveles básicos Estruch y Cardús (1982, pág. 242):
«Una de las formas en que el estrés perjudica la salud es dañando el
sistema inmunológico, la defensa natural contra la enfermedad (...).
Estas personas son más susceptibles a cualquier germen del entorno. El
apoyo social puede restablecer el sistema inmunológico a través de su
poder de sustituir emociones negativas como ansiedad y depresión y sus
estados corporales consiguientes por emociones positivas.»
En el campo de la salud mental también se ha establecido que la
pertenencia a grupos con los que se mantienen relaciones sociales
estables y positivas, entre otras cuestiones logra aumentar la autoes-
tima, evitar, o al menos amortiguar, las depresiones y la ansiedad y
restar intensidad a las presiones del entorno evitando estrés a las per-
sonas (Estruch y Cardús, 1982)
A este hecho se añade que su propia realidad es más reducida
por cuanto que se centra en sí mismo, lo cual motiva a un continuo
revisar la satisfacción, no encontrando trabas que nos obliguen a
aceptar un precepto, el de vivir, que imponen «los otros» en el senti-
do de ajenos a la propia persona. Es decir, el poseer una red social de
relaciones obliga en cierta manera a vivir por la participación que
tenemos en otras vidas, o por la participación de otras vidas en la
nuestra propia.
Por otra parte, el entorno no sólo actúa de manera positiva. Aun
en el caso de que el sujeto esté muy positivamente vinculado a unos
grupos, los conflictos que le surjan de ellos adquirirán una mayor
intensidad por cuanto que él no podrá ni romper ni evitar la situa-
ción, al estar vinculado afectiva y socialmente a los otros sujetos en
una relación estable y que supone una implicación recíproca. Es
obvio que todos los sujetos están preparados para superar ciertos
grados de insatisfacción en sus relaciones, por los refuerzos positivos
y satisfacciones que por otra parte éstas les reportan, pero esto no
excluye que ciertos conflictos continuados con sujetos de los propios
grupos, o con todo un grupo, actuarán negativamente sobre la pro-
pia identidad, pudiendo incluso llevar al sujeto a redefinir ciertos
aspectos de su propia identidad o abandonar los grupos.
El problema para el sujeto se plantea como grave cuando le es
imposible dejar el grupo, bien porque se ve incapaz de abandonarlo
por todo lo que ello conlleva, bien porque no le es permitido, ago-
Factores sociales y suicidio 111
tando la socialidad de la persona, o lo que es lo mismo, desvinculan-
do socialmente al sujeto por cuanto la socialización no se produce en
una dirección positiva.
A ello habríamos de añadir la incapacidad que algunos sujetos
encuentran para establecer relaciones sociales en función del estatus
que les es otorgado socialmente y que le estigmatiza, impidiéndole
establecer relaciones, o al menos dificultándoselo en sobremedida.
Ya Durkheim estableció que la acción preventiva de la familia y
la religión se fundamentaba en que vinculaban socialmente a los
sujetos, siendo sustituibles por cualquier otro tipo de relación que
tuviera los mismos efectos sobre la persona.
Trabajo y empleo
El trabajo y el empleo son otros factores sociales importantes en
la integración social de los individuos. Primero, los vamos a analizar
en sí mismos, como enlace social de la persona, dador de un estatus
y unas expectativas de identidad y segundo, en relación concreta a la
especialización que se exige en la sociedad industrial, actuando el
empleo de una persona como un instrumento de selección social.
El trabajo es, sin duda, uno de los principales elementos de la
identidad personal y social, actuando directamente (por las propias
condiciones en que se realiza) e indirectamente (en cuanto que per-
mite satisfacer mayor o menor número de necesidades) como uno de
los factores principales que aseguran una buena o mala calidad de
vida. En primer lugar, es un referente directo de la autoimagen que
uno recibe de sí mismo, en cuanto a la congruencia de su propia
expectativa de trabajo, así como porque es el principal elemento para
posicionar socialmente al sujeto, es decir, macrosociológicamente
hablando define nuestro estatus.
Además de todo ello, el trabajo nos provee de una red de rela-
ciones al integrarnos en un grupo de pertenencia y en los grupos
sociales en general; además estructura nuestro tiempo, dándonos
unos parámetros espacio-temporales más o menos estables desde los
que orientar nuestra actividad; y es el origen e instrumento de gran
partede nuestras propias expectativas.
El papel del empleo y del desempleo en la vida de los sujetos ha
sido estudiado en la Psicología Social desde muy distintas perspecti-
vas, siendo algunas excluyentes entre sí, desde la macrosociológica
hasta la puramente psicológica. Una de las primeras ideas de la que
creemos importante partir es que el trabajo tiene, salvando excep-
ciones, tanta influencia para la persona como se le atribuya social-
mente. Es decir, no tiene el mismo significado en una sociedad en la
112 Miguel Clemente y Andrés González
que el trabajo sólo se valore como mero instrumento de superviven-
cia, que en aquella en la que suponga un valor en sí mismo, con más
significados, funciones y valores asociados como ocurre en nuestra
sociedad. En este contexto entre las funciones psicosociales que
cumple el trabajo destacan (Alvaro, 1992): la de dar una identidad,
satisfacer necesidades económicas, proveer al sujeto de una activi-
dad y unas redes sociales, así como estructurar el tiempo.
Como dijimos anteriormente, el papel del trabajo en cuanto con-
formador de una identidad, abarca desde el aspecto de satisfacción o
insatisfacción personal del sujeto con la actividad desempeñada, has-
ta el de ser un punto de autoimagen y referencia social en cuanto que
provee de un estatus al mismo. Además, es una de las fuentes de
socialización del sujeto, no sólo la concreta de una actividad, sino
también de implicación social en una entidad plural u organización,
cuya naturaleza también va a servir para catalogarlo.
Económicamente, permite al sujeto poseer una estabilidad si es
permanente y satisface mínimamente sus necesidades, así como le va
a permitir una remuneración, tener mayor o menor acceso a ciertos
bienes sociales y tener un estilo de vida concreto. En este aspecto
podríamos decir que el empleo permite o deniega ciertas expectati-
vas del sujeto, así como posibilidades alternativas de desarrollo y
mejora. Tal y como nos refiere Berger, la sociedad confiere a los suje-
tos unos privilegios, sea cual sea el sistema de estratificación, en fun-
ción de su estatus, que en la sociedad capitalista viene determinado
por su posición en el sistema de producción (Berger, 1992, pág. 68):
«La relación del individuo con el orden de privilegios viene deter-
minada por el papel que representa en el proceso de producción.»
En cuanto que es una actividad que se ha de desarrollar por par-
te del individuo, los efectos benéficos de ello dependerán en gran
medida de diversas variables. En principio, se propone que ocupa
parte de su tiempo, lo que provoca un sentimiento de utilidad. Apar-
te de ello, la satisfacción que el sujeto tenga con su propio trabajo,
así como en la medida en que satisfaga o frustre sus propias ex-
pectativas (objetivas, condiciones y contexto positivo, que permita
mantener el nivel de vida y consumo deseado, etc. y subjetivas, con-
gruencia con su proyecto de vida, considerarse recompensado eco-
nómicamente de manera justa y equitativa al esfuerzo, etc.) hará que
la actividad sea positiva o negativa, por cuanto puede provocar sen-
timientos de esterilidad, alienación y apatía si hay una identidad fir-
memente negativa con él.
Por el contrario, si existe gran afinidad hacia el trabajo desarro-
llado, éste puede convertirse en un fin en sí mismo, sobre el cual
Factores sociales y suicidio 113
establecer gran parte de nuestras expectativas personales, incluso
por encima de otros factores como el económico.
Además, el trabajo, principalmente en nuestra cultura, por cuan-
to que es un valor en sí mismo, estructura el tiempo de nuestra vida
cotidiana. Es decir, nos es un parámetro estable desde el cual pode-
mos organizar nuestra vida.
Por último, Alvaro (1992), contempla el trabajo como medio
suministrador de un entramado social, es decir, en él establecemos
relaciones sociales estables, que incluso pueden trascender a la situa-
ción laboral y en gran medida pueden reforzar los efectos positivos o
negativos del trabajo sobre la persona.
Es obvio que el impacto que tengan los distintos elementos en la
persona depende de los valores del sujeto. Es decir, si para el sujeto
el trabajo es un valor en sí mismo independientemente de las posibi-
lidades económicas y de la actividad concreta que se debe realizar, le
bastará con tener uno. Igualmente tendrá efectos diferentes sobre la
persona si lo importante para ella es la actividad en sí misma antes
que la remuneración y a la inversa. Aunque generalmente hay una
expectativa de remuneración acorde con las actividades que en gran
parte condicionan «a priori» nuestras expectativas y «a posteriori»
nuestra satisfacción.
Por contra, podemos establecer que una situación de desempleo
continuada puede producir graves daños sobre la persona, al alterar
sus rutinas y quitarle la forma acostumbrada de estructurar su tiem-
po, romper sus relaciones sociales, dañar su identidad si la actividad
era relevante para el sujeto, e igualmente deteriora su nivel socioe-
conómico con la consiguiente limitación de su bienestar y expectati-
vas, reducción de nivel de vida y consiguiente cambio de estilo y por
último, puede llegar a hacer que el sujeto pierda autoestima y seguri-
dad en sí mismo (Alvaro, 1992, pág. 73):
«El informe publicado por Hardin, Phillips y Fogerty (1986), sobre
el sistema de valores en diversas sociedades europeas, revelaba que
cualquiera que fuese la categoría profesional con la que se estableciese
la comparación, las personas desempleadas mostraban un menor nivel
de bienestar psicológico, así como una menor satisfacción con su vida
presente. En general, de todos los grupos sociales considerados, eran las
personas sin empleo las que manifestaban un mayor descontento en sus
vidas.»
También se supone que la situación de desempleo puede tener
una acción refractaria sobre problemas previos o paralelos que le
surjan al sujeto, aumentando la intensidad de los conflictos y dete-
riorando muy gravemente el curso de su vida. Así, puede suponer un
114 - Miguel Clemente y Andrés Gonzá
refuerzo de la situación familiar previa, negativo si ya existían con-
flictos de gravedad, o por el contrario, cuando la situación familiar
previa es buena o bastante buena suele fortalecer al grupo, lo cual
ayuda a superar con más facilidad la situación. También se producen
otros cambios en la vida del sujeto desempleado, como pueden ser
ciertas inversiones de estatus al pasar a ser sujeto dependiente, si
antes era el que sustentaba al resto de la familia y desde luego, en una
sociedad en la que el trabajo es un valor por sí mismo, pasa a ocupar
un estatus socialmente negativo.
A pesar de todo es un hecho que un trabajo que no cumpla nin-
guna de las expectativas del sujeto, al menos en niveles mínimos,
actuará de manera muy negativa sobre el desarrollo, valoración y
percepción de su propia vida, por cuanto es una actividad que ocu-
pa, como decíamos, gran parte del tiempo útil de las personas, por lo
que una vivencia negativa de él podrá actuar como refuerzo de otras
experiencias conflictivas y problemáticas que tenga el sujeto, llegan-
do a tener peores efectos incluso que el desempleo (Alvaro, 1992,
página 42):
«El desempleo debe ser considerado, por tanto, como un factor de
estrés psicosocial, sin olvidar que el empleo, realizado bajo ciertas con-
diciones, puede tener efectos aun peores para la salud física y mental de
los trabajadores que los derivados de la ausencia de una actividad regu-
lada contractualmente.»
Salvando situaciones muy críticas y volviendo a la situación de
desempleo en cualquier caso y de manera generalizada, cuando se
produce de manera continuada trastoca totalmente la experiencia
social del sujeto; en este sentido, se puede decir que el desempleo,
sin lugar a dudas, resta calidad de vida a los que lo padecen, pudien-
do incluso provocar daños en su actitud social, por cuanto que el
sujeto sufre una nueva socialización, en la que se ve desposeído de
un estatus mínimo reconocido, siendo incluso incapaz de mantener-
se a símismo y a los suyos si los hubiere, reduce su nivel de vida pro-
porcionalmente a la reducción de su capacidad adquisitiva (y por
tanto su vida cotidiana y bienestar), puede trastocar los roles y esta-
tus psicosociales dentro de su entorno más próximo y limita sus
expectativas a corto, medio y largo plazo, provocándole cierta des-
motivación y apatía ante la vida que pueden afectar muy seriamente
el curso y desarrollo de su vida.
Podemos decir, a modo de resumen, que la situación continuada
de desempleo tiene efectos desintegradores sobre la realidad del
sujeto psicosocialmente, al imponérsele definiciones nuevas de casi
la totalidad de su realidad y ser una situación que generalmente le es
114
Factores sociales y suicidio 115
imposible de controlar por sí mismo. Anteriormente decíamos que
actúa como refuerzo de algunos de sus aspectos anteriores, por ejem-
plo, la familia, tanto positiva como negativamente, lo cual sin duda
marcará su experiencia social, así como su proyección y orientación
vital, dependiendo de otros factores de integración y vinculación
social, que junto con el desempleo pueden sin duda actuar como fac-
tores de marginación y elusión social (Alvaro, 1992, pág. 147):
«Si bien no es posible en la mayoría de los casos, dado el estado
actual de las investigaciones en este campo, dar una explicación casual,
sí parece posible afirmar que las consecuencias psicológicas negativas
del desempleo, junto con otros factores sociales y de predisposición per-
sonal, pueden incrementar el riesgo de conductas suicidas.»
En definitiva, la estructura de la sociedad industrial organizada
en función de la división del trabajo, hace de la actividad que realice
una persona uno de sus principales factores de vinculación social, al
ser éste socialmente uno de los elementos más importantes de cate-
gorización de los individuos y por tanto de formación de su imagen
social y su propia autoimagen, como anteriormente dijimos.
Además, la división social del trabajo exige cierta selección de
los recursos humanos, puesto que el buen funcionamiento de la
sociedad se basa en el hecho de que cada trabajo cumpla su función
social lo más eficazmente, por lo que serán los sujetos más aptos
dentro del nivel social del trabajo los que ocupen cada puesto. Es
decir, de la división social del trabajo, en primer lugar, se deriva, ge-
neralmente, que los más capacitados (a los que se les supone mayor
capacitación), ocuparán puestos de relevancia congruentes con los
modelos sociales más valorados, mientras que por el contrario,
los menos capaces habrán de realizar aquellas actividades poco valo-
radas, que exigen poca especialización y sobre las que pesa cierta
estigmatización social.
La división del trabajo también supone que los puestos de traba-
jo son limitados, al menos ciertos tipos de trabajo, especialmente
aquellos más relevantes socialmente y que mejor representan ciertos
modelos sociales, lo que significa que mucha gente tendrá que limi-
tar su nivel de aspiraciones porque no podrá lograr el tipo y el pues-
to de trabajo deseado.
Selección social
La selección social, por la cual podemos afirmar que «el grado en
que una sociedad procura vincular a sus miembros es proporcional a
116 Miguel Clemente y Andrés González
la necesidad que tenga de los mismos» en la sociedad industrial está
vinculada de sobremanera al trabajo. Es decir, los principales mode-
los de identidad y valores están relacionados con el trabajo, así como
el principal instrumento de logro de ciertos objetivos sociales como
el bienestar, el consumo, la calidad de vida, e incluso aspectos sani-
tarios, son dependientes de los medios económicos que obtenga el
sujeto mediante su trabajo, generalmente. No en vano es el empleo el
principal indicador de estatus (Roger, 1965).
Por lo tanto, las personas menos capacitadas socialmente ocu-
pan, generalmente, los estatus más bajos de la sociedad, con la con-
siguiente limitación tanto de expectativas, como de calidad de vida.
Igualmente sobra decir, que en situaciones conflictivas las posibili-
dades y alternativas de vida son mayores para las personas de un alto
estatus que para las de un bajo estatus retributivo. Así, a una mujer
con ciertas dotes (conocimientos principalmente) y posibilidades de
empleo, ante una situación de conflicto real con su familia, le costa-
rá menos independizarse y reemprender su vida, que a una mujer sin
medios necesarios, por lo que ésta generalmente se verá obligada a
soportar una situación problemática por cuanto que no posee los
medios para ser autónoma.
En este sentido desarrolla Merton la ambivalencia sociológica,
que surge entre los valores socialmente propuestos, en cuanto que
las aspiraciones y las posibilidades objetivas de obtenerlas en función
de su capacidad de logro, es lo que en realidad marca lo que podre-
mos denominar el nivel de aspiración (Merton, 1976, pág. 24):
«Se da entre la disyunción entre aspiraciones prescritas cultural-
mente y los caminos socialmente estructurados para realizar esas aspi-
raciones (estructura de la oportunidad).»
Es decir, en la sociedad actual, las capacidades de cada sujeto, así
como sus procesos sociales, son los que generalmente determinan y
socializan indirectamente al sujeto; en consecuencia, el nivel de aspi-
raciones alto, lo cual se puede equiparar a la intensidad de la vincu-
lación social, por cuanto se supone que el nivel máximo estará en
aquellos sujetos que pueden realizar el máximo de expectativas,
implicará el mayor grado de vinculación social; y a la inversa, el nivel
mínimo de vinculación social estará en aquellos que pueden lograr un
nivel más bajo de refuerzo social. Esto se debe a la importancia que
socialmente posee la estructura económica (Berger, 1992, pág. 32):
«Las instituciones económicas no existen en el vacío sino en un con-
texto de estructuras sociales y políticas, normas culturales y, por supues-
to, estructuras de conciencia (valores, ideas, sistemas de creencias).»
Factores sociales y suicidio 117
Esto vendría dado en función de la prescindibilidad social del
sujeto, por similitud a la organización y funcionamiento de una orga-
nización económica, ocupando los puestos menos especializados los
menos dotados y por la misma naturaleza del empleo, los sujetos
serían más prescindibles y viceversa. Ciertamente esto se daría en un
modelo social puro, no siendo el caso, ya que en realidad la sociedad
provee a los sujetos de otras expectativas, aunque sí es cierto que los
profesionales orientan gran parte de los esfuerzos de las personas y
utilizan gran parte de sus energías. El problema se presentaría cuan-
do no existan otras expectativas para los sujetos.
Por tanto, se puede decir que la dinámica social fuerza a la exclu-
sión, al dejar a amplios sectores de la sociedad marginados, entre los
que se encuentran, por ejemplo, los enfermos, población especial-
mente vulnerable y socialmente débil y por lo tanto en desventaja
ante los altibajos sociales. El suicidio se nos plantea como la mate-
rialización de ese rechazo, o esa oferta a participar «parcialmente»
en la sociedad global y entorno personal y cuya socialización como
«no productivos» o «limitados» actuaría como un primer elemento
de la selección social.
La enfermedad es importante en este contexto porque, tal y
como nos refieren muchos autores, conlleva agresiones psicosociales
a las personas: pérdida de libertad; limitaciones físicas y psicológi-
cas; negación de responsabilidades, tanto sobre sí mismo como
sociales (incluso a veces el sujeto asume su incapacidad para res-
ponsabilizarse de sí, lo que le hace tener un papel de mantenido); y
estigmas y rechazo social en general (Estruch y Cardús, 1982, pági-
na 51):
«Pero habríamos de ser capaces de adoptar también puntos de vis-
ta alternativos, a título de hipótesis como mínimo, preguntándonos si no
existen asimismo enfermedades generadas socialmente (o incluso enfer-
medades generadas por la propia medicina: la "yatrogénesis" de que
habla Illich, 1975; desde semejanteperspectiva, el suicidio podría apa-
recer en algunas ocasiones como una de las posibles respuestas a la
enfermedad, más que como reacción patológica o como enfermedad de
por sí.»
El suicido, en cuanto que está provocado por una socialización
no orientada a motivar al sujeto a la vida, fruto de la no integración
social adecuada, ya sea a nivel macro o micro, podemos decir que
está en mayor o menor grado provocado por la sociedad, por cuanto
que es de ella de quien el sujeto recoge su expectativa de vida y en
ella define su propia situación en la vida. Siguiendo a Merton, que
recoge la idea original de Durkheim (Merton, 1976, pág. 151):
118 Miguel Clemente y Andrés González
«Las estructuras sociales generan porcentajes diversos de compor-
tamientos anormales, así definidos con criterios diferentes por miem-
bros de la sociedad estructuralmente identificables. El comportamiento
definido como anormal resulta, en grado significativo, de discrepancias
socialmente modeladas entre aspiraciones personales culturalmente
generadas y desigualdades ya incorporadas a la "estructura de la opor-
tunidad" al tratar de realizar esas aspiraciones mediante procedimientos
institucionalizados.»
En realidad, la selección social responde a la necesidad de opti-
mización de los medios y recursos sociales, incluso los humanos, por
lo que indirectamente se excluye a los no capacitados para el mante-
nimiento de su dinámica. Es lo que podríamos denominar, de nuevo
siguiendo a Merton, «Problemas Latentes». Así, se buscan alternati-
vas de permanencia social de los sujetos menos capaces, pero no su
integración, o al menos no en grado suficiente como para implicarlos
en la sociedad.
Todo lo expuesto hasta el momento y otros factores cuyo trata-
miento no hemos abordado, quedan resumidos en el concepto de
calidad de vida, en cuanto que engloba aquellos aspectos que asegu-
ran al sujeto un mínimo de bienestar psicológico. En un principio, el
término se utilizaba, principalmente, como medio para denunciar el
deterioro de la vida provocado por la industrialización y el desarro-
llo económico desigual (Setién, 1993). De las diversas definiciones
acuñadas sobre el concepto de calidad de vida, hemos elegido las que
han propuesto la UNESCO (1979) y el MOPU (1980), por ser mul-
tidimensionales y por tanto más amplias y congruentes con la orien-
tación psicosocial del presente estudio (Setién, 1993, pág. 59):
«La noción de calidad de vida comprende todos los aspectos de las
condiciones de vida de los individuos, es decir, todas sus necesidades y
la medida en que se satisfacen.» (UNESCO)
«El estudio de la calidad de vida remite a todas las esferas en que se
desarrolla la vida cotidiana de los individuos.» (MOPU)
Además de estas definiciones, se han aportado otras muchas
desde muy diferentes criterios, tanto objetivos (calidad valorada por
criterios medibles), como subjetivos (en términos de calidad auto-
percibida), así como se ha puesto en muy diferentes aspectos de la
calidad de vida el peso de la definición, desde individuales a colecti-
vos. Ello ha generado toda una serie de criterios diferentes desde los
que se ha valorado la calidad de vida de los diferentes grupos. Nos-
otros vamos a exponer dos que representan bastante bien las dos ten-
dencias principales: aquella que sólo se basa en criterios objetivos y
la que a éstos añade los subjetivos. Generalmente se prefiere y prima
Factores sociales y suicidio 119
en los estudios cada vez más la segunda perspectiva (Szali, 1980, en
Setién, 1993, pág. 63):
«Los indicadores de calidad de vida son una nueva clase de indica-
dores sociales que se basan tanto en hechos objetivamente observables
y en las condiciones de vida en sociedad, como en las percepciones y jui-
cios subjetivos de la propia gente respecto de su vida y sus circunstan-
cias concretas.»
Así pues, pasamos a exponer un modelo que nos va ofrecer los
indicadores de calidad de vida, construido por la OCDE (Organi-
zación para la Cooperación y Desarrollo Europeo) y orientado a
conocer las preocupaciones, demandas y aspiraciones sociales más
relevantes, evaluar el grado de tales preocupaciones y poder esta-
blecer planes gubernamentales de intervención. Las áreas que to-
maron como criterios operativos fueron (Levi y Andersson, 1980,
Setién, 1993):
1. Salud.
2. Educación y desarrollo de la personalidad.
3. Empleo y calidad de vida laboral.
4. Tiempo libre y ocio.
5. Bienes y servicios disponibles y accesibilidad a ellos.
6. Medio físico.
7. Seguridad personal y administración de justicia.
8. Oportunidad y participación en la vida colectiva.
Este modelo está orientado a evaluar metas sociales y logros y,
por tanto, satisfacción personal y bienestar psicológico. Algunas de
sus limitaciones más serias están en la no evaluación de aspectos
tales como los familiares, las redes sociales, etc.
Otros modelos de indicadores sociales de la calidad de vida inci-
den más en los aspectos subjetivos. En esta línea se encuentra el
modelo propuesto por Cambell, Converse y Rodgers, cuyo objetivo
es (Setién, 1993, pág. 83):
«La calidad de vida se refiere más a la experiencia de la vida que a
las condiciones de vida. [...]
Basándose en estudios previos, adoptan una definición de calidad
de vida centrada en el concepto de satisfacción. Definen el nivel de satis-
facción como la discrepancia percibida entre aspiraciones y logros. Esta
separación puede oscilar desde una percepción de plenitud hasta una
percepción de privación.»
Las áreas elegidas por los autores para realizar su estudio y aná-
lisis de la calidad de vida son algo más amplias que las tratadas en el
120 Miguel Clemente y Andrés González
modelo anterior y principalmente orientadas hacia aspectos tales
como integración social, posesión de un grupo de apoyo y calidad de
las relaciones, participación social, trabajo, situación económica,
religión, etc.
A modo de resumen, podemos decir que la experiencia social es
un todo vital para el sujeto, que condiciona, reforzando o deterio-
rando, su integración social, al menos la percepción que de ella ten-
ga, así como la intensidad con que el sujeto se vincule a la vida y
oriente hacia ella su conducta y desarrollo, o por el contrario, se
desintegre, orientándose hacia la muerte. Desde esta perspectiva está
totalmente relacionado con la satisfacción y la felicidad.
En un estudio sobre ambos aspectos, Argyle (1990) reconoce
como causas principales de la felicidad las relaciones íntimas, el éxi-
to y el logro (principalmente relacionado con la actividad laboral), el
deporte y la actividad física, actividades de ocio que conllevan cierta
relajación (naturaleza, leer, música), comer y beber y en último lugar
el alcohol.
En cuanto a la satisfacción el autor destaca dos teorías principal-
mente. La primera fundamenta la satisfacción de los sujetos en fun-
ción de su comparación con otros relevantes para ellos de su entor-
no próximo (Argyle, 1990, pág. 20):
«La teoría de la comparación ha sido elaborada según "el modelo de
Michigan", el cual propone que la satisfacción depende de la distancia
existente entre las aspiraciones y los logros y que esas aspiraciones
dependen a su vez de las comparaciones con "un porcentaje de amigos"
y con nuestra propia vida pasada.»
La segunda teoría sobre la satisfacción que recoge como relevan-
te el sujeto es que aquella depende del «nivel de adaptación», res-
pondiendo la persona a cambios, no a situaciones estables de refuer-
zo positivo.
En cualquier caso y para terminar, socialmente, por distintos mo-
tivos incluidos los personales, se levantan ante algunas personas una
serie de barreras sociales, físicas, socioculturales y psicológicas que
se aparecen como insalvables para esta población y que impiden su
integración social equilibrada y desarrollo personal, estancándolos
en situaciones de continuo deterioro vital (Leyens y Codol, 1988):
«La información procesada da como resultado el conocimiento.
Éste nos permite el comprender, el adaptarnos y el actuar sobre nuestro
ambiente. Lacognición tiene esencialmente una función de regulación y
de adaptación. En el procesamiento de la información tiene gran impor-
tancia la experiencia social de sí mismo, determinándose por la plausi-
bilidad y congruencia existente entre las expectativas y la realidad (San-
Factores sociales y suicidio 121
chez, Sanz y Avia, 1991), así como por la percepción de las actitudes
que hacia sí mismo tienen los demás, tanto el entorno próximo, como la
sociedad en general y en este sentido, no hay duda que el resultado no
es muy positivo.»
Por último y de manera breve, creemos oportuno reseñar que el
grado de condena social del suicidio igualmente es un factor de gran
importancia, por cuanto, tal y como han revelado Durkheim y
Estruch y Cardús en sus obras, la permisividad que sobre él haya
influye directamente en la aceptación de los miembros de una socie-
dad del mismo como conducta plausible en una situación dada.
Suicidio y enfermedad
Una enfermedad concreta, salvo casos límites y muy específicos,
no provoca por sí misma el suicidio. Es, por el contrario, la situación
que conlleva la aparición de la enfermedad, junto con las circunstan-
cias psicosociales propias del sujeto, las que actúan como agentes
inductores; bien de manera directa, planteándole abiertamente el
rechazo a la vida; bien, las más de las veces, de forma indirecta,
haciendo que la dimensión psicosocial del sujeto vaya perdiendo re-
levancia y significación para él, conllevando el consiguiente empo-
brecimiento personal. Respecto a este tema, pero sobre todo a la eti-
queta que impone el atribuir una enfermedad a una persona, Mayor
y Labrador (1991, pág. 13) nos comentan:
«Su confiabilidad es muy reducida (diagnósticos psiquiátricos),
pues el diagnóstico se basa en la impresión, en el ojo clínico (Schmidt y
Fonda, 1956; Ward y cois., 1967); las etiquetas son verbales y mera-
mente descriptivas, pero se tiende a conferir un valor explicativo que
resulta circular (Millón y Millón, 1974); las consecuencias sociales de
incluir a un paciente en una categoría nosológica son siempre graves,
por la discriminación de que pueden ser objeto y la pérdida de oportu-
nidades que acarrean, y, a veces, son irreversibles por el efecto que pue-
den provocar al responder los sujetos a las expectativas que correspon-
dan a la etiqueta (Sarbin y Mancuso, 1970; Goffman, 1973).»
El simple hecho de estar enfermo conlleva toda una serie de
estigmas, «devaluaciones de la posición social del sujeto» y sobrecar-
gas e inconvenientes que de no ser superadas por el mismo, o al
menos si éste no aprende a convivir con ellas aunque sin llegar a esta-
blecer una identificación, irremisiblemente llevarán a conductas
sociófugas, de las cuales el suicidio es la más radical, por cuanto nie-
ga cualquier otra posibilidad.
122 Miguel Clemente y Andrés González
En general, vemos que en los sujetos suicidas, por encima del
hecho de padecer una enfermedad concreta, su mayor problema es
carecer de técnicas de afrontamiento suficientes y/o efectivas para
superar ciertas situaciones que provocan cargas de estrés.
Desde la perspectiva del estrés se han desarrollado diversas teo-
rías que lo conciben como un agente de vulnerabilidad biológica y
psicológica, por cuanto suele estar relacionado tanto con ciertas limi-
taciones personales, como con su mayor propensión a sufrir los efec-
tos negativos de ciertas presiones. Desde estos criterios, queda claro
que ciertas enfermedades, especialmente las mentales, producen
déficit en los sistemas de afrontamiento, integración y socialización
lo su-ficientemente severos como para rendir al sujeto y provocarle
sen-timientos de alienación y apatía (Rodríguez-Marín, 1992 en Al-
varo, 1992).
Si de por sí el rol de enfermo es difícil de sobrellevar, el conflic-
to a nivel psicosocial y personal aumenta cuando el sujeto está en
situación de internamiento. Es obvio que su situación de margina-
ción social, de deprivación de autonomía, ya sea total o parcial, la
desresponsabilización de sí mismos a que son sometidos (puesto que
se les supone incapaces de responsabilizarse incluso de sí mismos),
la readaptación a un nuevo ámbito y sistema social, generalmente
rutinario y sin grandes alicientes... son factores de agravamiento, la
más de las veces, no sólo de su situación personal, sino también de la
idea suicida, por cuanto conlleva una despersonalización y enajena-
ción de la propia vida (Goffman, 1961).
Otros efectos importantes de la reclusión y que provocan lo que
Goffman ha llamado la «muerte civil» en los individuos son la des-
culturización, que a veces llega a ser desocialización, que significa la
pérdida de habilidades sociales relevantes; la pérdida de los roles
civiles, especialmente de los más importantes como son los deriva-
dos de la vida familiar (marido y padre), de la profesión, etc; la pér-
dida de sus costumbres y cotidianidad reemplazadas por otras no
deseadas y que habrá de aceptar si quiere recuperar su antiguo esta-
tus; la pérdida de intimidad, así como, para terminar, de su posición
social.
Aun siendo conscientes de que no se puede equiparar la vida de
los psiquiátricos antiguos con la de los actuales, lo cierto es que los
efectos que anteriormente hemos citado se producen por cuanto son,
al menos desde la perspectiva de los pacientes, atentados a la propia
persona, identidad y devaluación social (Maydeu, 1988, pág. 111):
«El internamiento tiene siempre por tanto un poco o mucho de
traumático. De hecho, amén de consagrar una pérdida de la propia
autoestima (puesto que corrobora aquella impresión de pre-paciente
Factores sociales y suicidio 123
que lo hace sentirse anormal), resulta traumática por cuanto el acceder
al internamiento supone la pérdida de determinados poderes y derechos
civiles, incluso algunos de los más elementales derechos humanos.»
Esta última, la devaluación social, se produce si no médicamen-
te, sí socialmente, por cuanto existen ciertos estereotipos y prejuicios
sobre la locura y los trastornos psíquicos, que excluyen, marginan a
estos sujetos no sólo de las esferas y actividades de relevancia social,
sino que cuestionan su pertenencia social. Todos estos factores y los
anteriormente nombrados, provocan lo que Goffman denomina
«una ruptura entre el individuo actor y sus actos», es decir, el sujeto
tiende a despersonalizar sus conductas y aprende que no tiene por
qué existir identificación con las conductas, o lo que es lo mismo, el
sujeto somete su conducta a la voluntad ajena, procurando mantener
sus propias convicciones en la esfera privada. Estas contradicciones
o ambivalencias en las que ha de vivir el paciente interno le crean un
sentimiento de esterilidad y vacío, que de alguna manera lo aislan y
replegan sobre sí mismo.
Por último, Goffman (1961) también propone el concepto de
«Coalición alienativa», que significa que los sujetos considerados
desadaptados e inadaptados, aun cuando no estén internados, pro-
yectan en su entorno las mismas o muy similares incapacidades y
dificultades a causa de la actitud que perciben de aquel. De forma
que, aun sin sufrir una reclusión física, material, se ven obligados a
inhibirse y ceder ante las presiones sociales.
El suicidio en relación con la enfermedad, mental y/o física, en
realidad está íntimamente relacionado con el concepto de rol, en su
dimensión psicosocial (Levinson y Gallagher, 1964, pág. 12):
«Rol social: como concepto que sirve de nexo entre la personalidad
y la estructura social.»
El rol respecto a la persona significa identidad, expectativas y
proyección social. Por parte de la sociedad significa oportunidad,
reglamentación y conducta esperada. Ambas dimensiones se tradu-
cen en la posición social (Levinson y Gallagher, pág. 53):
«En última instancia, el paciente es quien desarrolla su definición
del rol y lo hace sobre la base no sólo de presiones externas, sino tam-
bién de deseos, preferencias y concepciones internas.»
En cualquier caso, para nosotros el suicidio es el efecto de una
oposición de intereses, sentimientos,etc., por parte del sujeto, ya que
sostenemos que se suicida aquel que no sólo necesita cambiar de rea-
124 Miguel Clemente y Andrés González
lidad y/o se siente desmotivado y enajenado por su entorno... sino el
que además se ve o siente incapacitado de romper con su realidad
físicamente, lo que le hace más vulnerable a resentirse por las dife-
rentes presiones, exigencias y obligaciones del medio.
Si a ello añadimos que valores como la competencia, la «super-
vivencia» (no orgánica sino social: supervivencia dentro de un rol, de
una posición social, etc.) se imponen de nuevo en la sociedad con
mucha fuerza, dejando amplios sectores de la sociedad marginados,
entre los que se encuentran los enfermos, población especialmente
vulnerable y socialmente débil y por lo tanto en desventaja ante los
altibajos sociales, el suicidio se nos plantea como la materialización
de ese rechazo, o esa oferta a participar «parcialmente» en la socie-
dad global y el entorno personal.
Somos de la opinión de que si la población enferma, especial-
mente la mental, se suicida en mayor proporción que la no enferma,
no es porque les impulse a tal decisión la enfermedad en sí misma,
sino que es la acción de la enfermedad sobre la realidad del sujeto,
tanto por la reacción social que ante la enfermedad se dé, como por
las limitaciones que imponga la misma sobre las expectativas y nece-
sidades del sujeto, las que llevan a las personas a tomar tal decisión
y realizarla posteriormente. Resumiendo, se restringe el campo de
acción del sujeto enfermo hasta asfixiarle, principalmente porque la
sociedad no está preparada para «funcionar» con ciertos sujetos,
excluyéndoles de su dinámica de una manera más o menos directa.
El hombre existe para sí en cuanto que adquiere una identidad
para un entorno y una sociedad, en mayor o menor grado. Si soeial-
mente o por causas personales, no sólo se le niegan los roles mínimos
que confieren el status de ser social (tales como autonomía, utilidad,
reconocimiento...) y un campo de acción social sobre el que proyec-
tarse, desarrollarse y crecer, confiriéndolos una carga negativa a su
personalidad, sino que se le niega en realidad cualquier identidad y
rol social, no existiendo, es fácil prever que el sujeto, bien por oposi-
ción a la exclusión social, o bien por desmotivación y carencia e inca-
pacidad de expectativas, tienda a patentizar su situación social
mediante el suicidio.
Se permite a ciertos colectivos vivir en sociedad, pero no existir
socialmente, siendo casi omitidos de toda realidad y actividad por
poco relevantes que sean.
No es nuestra pretensión debatir en este apartado si el suicidio es
o no una enfermedad mental, pues partimos de la no equiparación de
ambos hechos. En las páginas siguientes lo que se tratará es, por una
parte, de qué enfermedades se derivan más suicidios, para a conti-
nuación intentar esclarecer cuál es la influencia de la enfermedad en
el mismo.
Factores sociales y suicidio 125
Entre las distintas enfermedades mentales que se relacionan con
el suicidio, se encuentra una especial relación con las depresiones, el
alcoholismo, la situación de reclusión psiquiátrica y la esquizofrenia,
así como con antecedentes en intentos previos de suicidio y en menor
grado con la neurosis. A pesar de ello, no existe una unanimidad
total en los cuadros de prevalencia, variando éstos según los autores.
Sartorius (1986; pág. 83) expone que en el simposio internacional
sobre el suicidio llevado a cabo en 1985 se determina:
«Según los resultados de diversos estudios, las personas que pade-
cen trastornos depresivos o que han contraído dependencia respecto del
alcohol, los enfermos de los hospitales psiquiátricos y las personas que ya
han intentado alguna vez suicidarse, son las más expuestas al suicidio, en
particular si, además, son varones, de media edad y viven solas.»
No obstante, muchos autores, entre los que destacan Sarro (1984),
Sarro y de la Cruz (1991), Primo y cois. (1985), Reigy cois. (1989),
Civeira y cois. (1985), Rojas (1984), entre otros dentro de los estu-
dios realizados en España, coinciden al incluir la esquizofrenia entre
una de las posibles enfermedades sensibles a la consecución suicida
y a la neurosis, aunque esta última con menor prevalencia. También
Vallejo en el manual Introducción a la Psicopatología y a la Psiquia-
tría (1991) cita la esquizofrenia entre los trastornos que tienen posi-
bilidad de degenerar en suicidio.
Con referencia a ello no vamos a tratar todas las enfermedades y
trastornos mentales, sino sólo aquellos que ampliamente se han
aceptado como de riesgo suicida: las depresiones y trastornos afecti-
vos relacionados con ellas, la esquizofrenia y la alcoholemia, junto
con una breve exposición de la neurosis y trastornos de la angustia.
Depresión y trastornos afectivos
La depresión y los trastornos afectivos son principalmente facto-
res de prevalencia suicida, aunque no de manera general. De ambas
patologías se han creado muy diversas tipologías y clasificaciones;
nosotros expondremos una de cada. No tratamos de estudiar las
enfermedades y trastornos en sí, sino aquellos aspectos de los mis-
mos que intervienen en el proceso suicidógeno desde la perspectiva
psicosocial, aun cuando para esclarecerlos aportemos datos propios
de otras disciplinas (Vallejo y cois., 1991, pág. 459):
«Existe un consenso, en general, en aceptar que el suicidio es un
problema que va aumentando de forma gradual en todos los países
126 Miguel Clemente y Andrés González
(Juel-Nielsen en Schou y Strómgren, 1979) y los trastornos afectivos
representan un porcentaje alto entre los factores causales.»
La afectividad es y se expresa en la subjetividad humana; es
decir, la afectividad implica no sólo compatibilidad o incompatibili-
dad, sino que establece grados de afinidad e identificación. Además,
implica «estados de ánimo en las personas», las cuales actuarán de
crisol a la hora de asimilar la realidad.
Entre los diferentes trastornos de la afectividad, son la tristeza
patológica y la angustia patológica donde se encuentra la mayor posi-
bilidad de resolución suicida. La tristeza patológica, o melancolía
para algunas perspectivas, conllevaría que el sujeto se instalaría en
un estado depresivo tras haber sufrido algún tipo de pérdida (muer-
te de un ser cercano, un fracaso importante, traslados...) en su vida
(Vallejo Ruiloba y cois., 1991). La depresión desemboca por la in-
tensidad del sentimiento de pérdida que produce el suceso, más que
por éste en sí mismo. A pesar de ello algunas experiencias parece ser
que tienen mayores posibilidades de provocar un cuadro depresivo.
Así, según Tatossian (1989, pág. 92):
«Se reconocerá fácilmente que son buenos candidatos para la
depresión el que sufre un duelo, la mujer embarazada, el parado (sobre
todo cuando ya tiene cierta edad), el anciano aislado, el emigrante, e
incluso el enfermo somático en cuanto su afección tenga cierta gravedad
y/o cierta duración.»
La angustia patológica conlleva una reacción desproporcionada
al estímulo (en intensidad y duración sobre todo), manteniendo a la
persona en situación constante de alerta. La ansiedad aparece en
numerosos cuadros clínicos tanto psicológicos, como somáticos,
pero nosotros nos restringiremos a la neurosis, que trataremos pos-
teriormente.
Las depresiones se dividen principalmente en reactivas (también
denominadas exógenas, neuróticas...) y endógenas. Estas últimas a la
vez se dividen en unipolares y bipolares. Se han hecho otras clasifi-
caciones, pero en general ésta es una de las más utilizadas y acepta-
das como marco general.
La teoría cognitiva-psicosocial ha propuesto, para explicar las
depresiones, el modelo de la indefensión aprendida. En este modelo
no se efectuarían diferencias en las depresiones más que por su
intensidad, suponiendo que la depresión sobreviene como producto
de una serie de vivencias frustrantes que acaban por colocar al suje-
to en una situación de abandono de sí mismo, provocado por un sen-
timiento de impotencia anteunas barreras externas infranqueables
(Vallejo y cois., 1991, pág. 467):
Factores sociales y suicidio 127
«Aunque este fenómeno ha sido poco estudiado experimentalmen-
te en el caso del hombre, se ha sugerido que en la depresión humana se
recoge una historia existencial caracterizada por un relativo fracaso sis-
temático en ejercer control sobre los reforzadores ambientales, lo que
lleva a una situación de permanente frustración. Para Seligman, la
depresión sobreviene cuando el sujeto se percibe a sí mismo como per-
diendo todo control sobre tales situaciones externas reforzadoras, lo
cual le lleva a las vivencias de inseguridad, pasividad y desesperanza,
que son características de la depresión.»
Este modelo, además, tiene en cuenta aspectos reforzadores de la
depresión, adicionales a los ya comentados, tales como el aislamien-
to, el temor, el estrés... que también actuarían sobre la autoimagen,
de manera que la depresión se asentaría en tres pilares (Vallejo y
cois., 1991, pág. 467):
«Así pues, una concepción peyorativa de sí mismo, interpretaciones
negativas de las experiencias propias y una visión pesimista del futuro
construirían la triada cognitiva básica del paciente depresivo.»
Esta teoría, en gran parte, conecta con algunas de las nuevas
visiones médicas que tienden a concebir en la depresión una reacción
ante desequilibrios afectivos, producto de situaciones conflictivas
(González de Rivera, 1984), principalmente pérdidas de personas
(por muerte o no), objetos o situaciones altamente significativas para
los seres que sufren el problema (pág. 105):
«De hecho, la gran mayoría de las depresiones empiezan así y los
estudios epidemiológicos cuidadosos muestran que casi siempre acaba
por encontrarse un suceso desencadenante. La antigua clasificación
entre depresiones exógenas, con causa externa inicial y desarrollo inde-
pendiente posterior y endógenas, que desde el primer momento parece
brotar de dentro, refleja más bien diferencias de la severidad de la de-
presión.»
En general, se puede afirmar que el resultado de la depresión
sobre los sujetos que la padecen es un deterioro de su autoimagen,
reforzado por la debilitación de su rol social, producto éste de su pér-
dida de eficacia, así como una concepción de la realidad como algo
ajeno a sí mismos, lo que reforzaría conjuntamente la debilitación de
su existencia social.
Como ya hemos expuesto en diversos apartados, la verdadera
trascendencia de la muerte es social, no biológica. Ciertamente, esta
última, como incluso afirmó Freud, no se la puede imaginar el hom-
bre, pero sí se puede imaginar, incluso «vivir», la muerte social,
128 Miguel Clemente y Andrés González
comprendida ésta como una pérdida de identidad, de las relaciones,
etcétera.
Goffman, en su obra Internados, nos expone en diversos capítu-
los cómo el paciente puede sufrir lo que denomina «la muerte civil»,
ante la pérdida de su entorno, de las personas y cosas significativas
para él y verse obligado a adaptarse a una nueva situación totalmen-
te adversa y que culturalmente ha comprendido como peyorativa,
por la que incluso pierde su status, derechos y estima.
Por lo que para el sujeto depresivo que ha sufrido pérdidas sig-
nificativas importantes y que cree imposible reemplazar o recuperar,
la depresión actuaría como un proceso de despojo de su existencia
social y por tanto se acercaría a la muerte real y conocida, a la que
en última instancia, una vez asumida, se precipitaría mediante el sui-
cidio.
Desde nuestra perspectiva, la depresión que aparece previamen-
te al suicidio sería vista como un proceso de despojo o pérdida de sig-
nificado del aspecto, factores y elementos sociales del sujeto, que son
los que principalmente dan sentido a la vida. Junto con lo afirmado
anteriormente, no creemos que se deba extrapolar a todas las depre-
siones este esquema casuístico, sino sólo a aquellas que sean real-
mente graves y en las que el sujeto exprese altos grados de apatía,
desinterés, aislamiento... Compartimos totalmente la siguiente afir-
mación de Sarro y de la Cruz (1991, pág. 57):
«Se ha admitido una estrecha relación entre trastornos depresivos y
actos de suicidio, pero es improducente establecer la equivalencia de
depresión igual a suicidio, o suicidio igual a depresión. Todo estado
depresivo puede conducir a la idea o al acto suicida, pero no todo suici-
dio es el resultado de una depresión.»
Un factor muy importante que no se suele tener en cuenta es la
diferente incidencia del suicidio y la depresión. La morbilidad depre-
siva es mayor en las mujeres (de dos a uno), mientras que por el con-
trario, se suicidan más hombres (dos por cada suicidio de mujer) que
féminas. Esta diferencia no suele tenerse en cuenta en las diferentes
explicaciones dadas sobre la importante diferencia de incidencia sui-
cida.
Parece suficientemente probado que la mayor casuística de sui-
cidios dentro de la población femenina se debe primordialmente a
los efectos de la socialización concreta de género (Cochrane, 1992
en Alvaro y cois., 1992; Alonso-Fernández, 1989), así como a las
diferentes experiencias con que se encuentra en la vida como mujer
y a las distintas presiones y marcos de referencia que posee. La
depresión en estos términos queda planteada como un medio de
Factores sociales y suicidio 129
afrontamiento de los distintos conflictos (Cochrane, 1992, en Alva-
ro y cois., 1992).
La esquizofrenia
La esquizofrenia y los trastornos esquizoides y esquizotípicos
conllevan mucha más dificultad de tratamiento que las depresiones y
los trastornos de la afectividad, principalmente porque son menos
conocidos (Vallejo Ruiloba y cois., 1991) y más diversos, tanto en su
origen como en su desarrollo. Estas conductas son generalmente de-
nominadas trastornos de la personalidad (Vallejo y cois., 1991, pá-
gina 509):
«Si se acepta que la personalidad es un concepto que resume la idio-
sincrasia funcional de cada individuo, no hay duda que puede haber per-
sonalidades trastornadas.»
El «desconocimiento» generalizado del desarrollo de la esquizo-
frenia, así como la «libertad» de los diagnósticos en las enfermedades
mentales (Mayor y Labrador, 1991, págs. 112-117), especialmente
en Estados Unidos, uno de los principales marcos de referencia den-
tro de la Psicología y la Psiquiatría, provocó que no se detectase, de
manera generalizada, la alta incidencia del suicidio entre los esqui-
zofrénicos hasta los años 70, en los cuales sería incluido en las clasi-
ficaciones de la OMS como un importante riesgo dentro de la evolu-
ción de la enfermedad.
A partir de los estudios de Miles (1977), los esquizofrénicos se
incluirían entre los grupos importantes de riesgo suicida, especial-
mente si eran «varones, jóvenes y solteros» y si el trastorno se ha cro-
nificado, según han concluido diversos estudios epidemiológicos
(Sarro y de la Cruz, 1991). A pesar de ello no se ha conseguido obte-
ner, aparte de los datos anteriormente aportados, rasgos específicos
de prevalencia suicida dentro de la población esquizofrénica (Sarro
y de la Cruz, 1991, pág. 59):
«No hay predictores específicos de riesgo suicida en este grupo y no
forman un grupo homogéneo y, probablemente, hay diversos tipos de
motivación suicida, como indica Roy (1986) en su revisión sobre el sui-
cidio en esta población.»
A pesar de la afirmación anterior, sí se han establecido algunos
indicadores que, aunque no con toda certeza, parece que delatan
mayor peligro suicida:
130 Miguel Clemente y Andrés González
1. Antecedentes de tentativas (aunque en realidad este princi-
pio se aplica a toda la población en general, enferma o no
enferma)
2. Prevalencia de sintomatología psicótica negativa.
3. Gravedad de la descompensación psíquica y las recaídas fre-
cuentes.
4. Situaciones derivadas de la medicación, bien porque ésta sea
inadecuada, bien porque el sujeto la interrumpa o no aplique
bien las prescripciones médicas.
5. Y, por último, la aparición de voces delirantes.
En 1986, Tejedor y cois, realizaron un estudio comparativosobre dos grupos de igual diagnóstico y encontraron que se produ-
cían más suicidios o tentativas de suicido en la población que había
sufrido pérdidas afectivas y/o acontecimientos estresantes, en la que
se daba predominio de síntomas afectivos y en los que no seguían el
tratamiento. A su vez constató que entre los sujetos que sí lo seguían,
se daba una alta prevalencia del suicidio cuando eran medicados con
antidepresivos. De forma más concreta estableció que había mayor
riesgo en los jóvenes, solteros y sin trabajo.
A pesar de los resultados de éste y otros estudios epidemiológi-
cos, se mantiene gran escepticismo sobre la posibilidad de prever el
suicidio dentro de este grupo (Sarro y de la Cruz, 1991, pág. 59):
«Los factores de riesgo pueden ser útiles en la predicción del suici-
dio a corto plazo, pero tienen escaso valor clínico a largo plazo.»
Desde la perspectiva psicosocial, el riesgo suicida en esta pobla-
ción se debería principalmente a la marginación social en la que
viven, tanto por su imposibilidad para relacionarse como por el
rechazo que suscitan. En general, los sujetos esquizofrénicos viven
aislados, sin marcos de referencia en los que «prolongar» su existen-
cia social, lo que por una parte refuerza su «trastorno» y por otra dis-
minuye su capacidad de comunicación.
Posiblemente, el suicidio en la población esquizofrénica sea el
modelo que más se acerca al concepto de anomia social expuesto por
Durkheim, tal y como estos sujetos perciben y reaccionan ante la
sociedad. La sociedad no sólo es incapaz de motivarlos, sino que
viven invaginados en sí mismos, lo cual, tal y como nos describían
algunos autores, lejos de ser satisfactorio suele causarles sensación
de vacío, siendo su vida emocional «lineal», monótona y rutinaria.
El esquizofrénico no huye de la vida en sí, sino que se siente esté-
ril en una vida que es incapaz de crear en él cimiento alguno al que
aferrarse. Como expusimos en relación con las depresiones y en otros
Factores sociales y suicidio 131
apartados, la vida tiene principalmente un contenido, un significado
y un sentido social y la no existencia de estos factores implica la no
vida, lo cual, sin conllevar la muerte, se acerca a ella.
A ello habría que añadir las dificultades que encuentran para
integrarse en las distintas esferas sociales, como son la laboral y la de
ocio. Generalmente, no sólo la sociedad es incapaz de aportarles
nada, sino que en muchos casos tampoco se les permite a ellos que
aporten nada a la sociedad, siendo su única obligación la de vivir,
pero vivir sin ningún objetivo, excluidos de la valoración social, aun-
que sujetos a los valores sociales.
La ambivalencia social, la contradicción entre lo que propugna la
sociedad y lo que realmente es capaz de ofrecer a sus miembros, se
hace en esta población especialmente patente. La sociedad les exclu-
ye de su dinámica o les impone topes máximos en su capacidad de
actuación, que el sujeto, sin lugar a dudas, percibe como una infra-
valoración de sí mismo, a lo que se añade, generalmente, que la
sociedad se siente obligada a «tutelar» su vida, ahogando por tanto
cualquier posibilidad de autoexpresión. Clínicamente se subraya
mucho el hecho de que estos sujetos posean una baja autoestima,
pero no se plantean que socialmente están totalmente desvalorizados
e impedidos, considerándoseles incapaces, como afirmábamos antes,
incluso de dirigir su propia vida.
Concluimos ya planteando una cuestión que más adelante reto-
maremos: ¿qué fuerzas nos pueden atar a la vida cuando somos aje-
nos a la realidad y considerados incapaces incluso de poder hacernos
una realidad, siendo tutelados por ella y coartados ante cualquier
intento de iniciativa?
Quizá con esto se explique el que gran parte de la población
esquizofrénica sea reacia a, e incluso abandone, la medicación pres-
crita. Al igual que puede explicar que la esquizofrenia una vez «ins-
talada en la personalidad del sujeto», lejos de ceder vaya imponién-
dose, e incluso haciéndose más dura y apropiándose de toda la
existencia del sujeto.
El «trastorno» de la esquizofrenia implica especialmente recipro-
cidad, por cuanto se va extrayendo el sujeto de un mundo que con-
comitantemente se le va cerrando a él, privándole de derechos
y, sobre todo, de necesidades tan importantes como la autonomía,
la capacidad de elección, la independencia, la realización y la ex-
presión.
Podemos decir, concluyendo, que el sujeto esquizofrénico, me-
diante su suicidio, sólo pretende patentizar «la muerte civil» que
siente y que en gran medida es cierta.
132 Miguel Clemente y Andrés González
La neurosis
La neurosis tiene unas características muy peculiares por las que
actualmente, incluso clínicamente, no es considerada como una
enfermedad hablando con rigor, aunque por su peculiar manera de
desarrollarse se la trate generalmente como tal.
Tal y como actualmente se defiende, la biografía de las personas
juega un importante papel en la aparición de la personalidad neuró-
tica de manera crítica, no quedando nadie exento de tal posibilidad
ante situaciones adversas capaces de «romper sus mecanismos de
equilibrio del yo».
En general, se acepta que la neurosis genera en el sujeto un sen-
timiento de alarma y peligro excesivos ante ciertos aspectos del
entorno, que se caracteriza por un elevado sentimiento de ansiedad.
Por lo tanto, aun reconociendo la posibilidad de una predisposi-
ción biológica, genética o familiar, se acepta la prevalencia de los fac-
tores sociales en su desencadenamiento (y en su corrección, no siem-
pre posible). Y si nos apartamos de los casos en los cuales se acepta
el componente fisiológico (crisis de angustia y agorafobia) la preva-
lencia social es absoluta, reconociéndose dos formas principales de
expresión de las neurosis en esos casos:
1. Personalidad neurótica. Resultado del conflicto personal.
2. Reacción neurótica de angustia. Producto de una situación
ambiental, en el sentido amplio de la palabra, conflictiva.
La conducta neurótica, patológica, podría haber aparecido pro-
ducto de la socialización, principalmente la primaria, en la que el
sujeto interiorizaría una imagen general del mundo amenazante y
hostil. En función de ello, la persona a su vez iría construyendo su
propia personalidad de manera insegura y constantemente, de mane-
ra exagerada, atenta a los estímulos del medio. Las formas en que la
neurosis se expresaría, personalidad neurótica o reacción neurótica
de angustia, se debería principalmente a la forma en que el sujeto
evolucionase, si identificase el peligro en el entorno en general, o en
algunos aspectos o situaciones concretos/as de aquel... así como con
los modelos y formas culturales de la sociedad a que pertenezca el
sujeto (Vallejo y cois., 1991, pág. 342):
«Es de destacar que tanto la prevalencia como los aspectos clínicos
de los trastornos de la angustia varían en relación con influencias cultu-
rales.»
En general, suele destacarse la incidencia de la neurosis en las
conductas suicidas, especialmente en las frustradas, tentativas, lie-
Factores sociales y suicidio 133
gando a haber sido catalogadas de chantaje emocional (Sarro y de la
Cruz, 1991,pág. 60):
«Se interpreta el acto suicida, a veces, como una expresión manipu-
lativa o una demanda de atención de sus conflictos intra e interpersona-
les, dado que sus estructuras básicas de personalidad presentan rasgos
de inmadurez, inestabilidad, impulsividad, disforia y escasa o nula tole-
rancia a la frustración, lo cual los hace más vulnerables.»
Son sin lugar a duda mucho más vulnerables que el «tipo medio»
de persona social a los cambios, frustraciones sociales, o a cualquier
situación adversa que los coloque en situación de indefensión, así
como a resentirse con la ambivalencia que comporta la realidad
social, tanto en su nivel macro (valores que se expresan, condiciona-
mientos de las circunstancias, por ejemplo), como micro (desde
cuestiones de comunicación, hasta conflictos de expectativas y posi-
bilidades, o de expectativas cruzadascon otras personas, etc.).
De manera amplia se puede afirmar que la personalidad neuróti-
ca es en extremo sensible a los cambios, conflictos, desengaños y
frustraciones en general, como se ha visto. Lo que les haría especial-
mente vulnerables hacia el suicidio, en una sociedad en la que los
cambios son rápidos, los grupos de referencia y apoyo decrecen, en
la que la competitividad es alta y sus valores, normas y en general los
parámetros conductuales, lejos de ser claros y estables se difuminan.
Resumiendo, la realidad social va en contra de la necesidad que
tiene esta población de unos marcos de autorreferencia estables, a
través de los cuales poder guiar sus propias acciones. Sin ninguna
duda, el suicidio en la población neurótica muestra la incapacidad de
adaptación, bien porque algunos hechos vitales le han demostrado su
inoperancia, bien por la pérdida o carencia de apoyos desde los que
dirigirse, o en los que descargarse, e incluso delegar todas o algunas
de las responsabilidades de su existencia. Tal y como confirma la
siguiente declaración (Vallejo y cois., 1991, pág. 383):
«En la neurosis de renta el paciente ha utilizado de forma no cons-
ciente su problema orgánico (accidentes, traumatismos, operaciones,
etc.) para reorganizar su vida obteniendo una ganancia secundaria a par-
tir de su enfermedad, gracias a la cual puede abandonar sus obligaciones.»
Nosotros, de este modelo de la ganancia secundaria, como forma
eventual de explotar distintas circunstancias, estamos de acuerdo en
todo menos en el término inconsciente, ya que desde nuestro punto
de vista, el sujeto, siendo consciente del beneficio, se aprovecha de
una situación no premeditada.
134 Miguel Clemente y Andrés González
Para concluir, reconocer que el suicidio neurótico sí parece plau-
sible equipararlo a claudicar, puesto que el sujeto neurótico no
rechaza el mundo en el que vive, ni se siente desmotivado en sí por
él, sino que se siente atemorizado y finalmente doblegado por una
realidad de la cual no se puede responsabilizar y a la que no puede
superar, dentro de su situación de desamparo y especial fragilidad.
En este punto más que en ningún otro, son de gran importancia
los factores sociales como oponentes a la identidad del sujeto, a sus
proyectos, a sus necesidades, etc. Sería bastante correcto, desde
nuestro punto de vista, decir que aquí el suicidio sí se produciría por
huir de la vida. Si en los trastornos y enfermedades anteriores creía-
mos que el sujeto se encontraba, la más de las veces sin pretender-
lo, por sus peculiares características con la muerte, dentro de esta
población, más bien parece que son ellos los que optan por la misma
para esquivar la vida.
Alcoholemia
La alcoholemia es el último trastorno que se va a abordar en el
presente capítulo. Actualmente el alcoholismo se incluye dentro de
las conductas sociófugas, es decir, de alguna manera mediante el
alcohol se pretende una fuga de la realidad, o un acercamiento a otra
idealizada.
En la actualidad se ha procurado acotar y distinguir lo más posi-
ble no sólo los distintos grupos de alcohólicos, sino también los
agentes inductores. Vallejo (1991, pág. 588) propone cuatro grupos
de agentes sociales que de manera prevalente provocan el consumo
excesivo del alcohol:
1. Incluiría aquellos sujetos que llegarían a la situación de alco-
holemia por pertenecer a un grupo en el que se asocian al
alcohol valores tales como la virilidad, fortaleza...
2. Se llega a la alcoholemia porque el alcohol está integrado en
la identidad de grupo, por lo que se produce una presión para
consumirlo y un rechazo y marginación sobre los que no lo
consumen.
3. Antecedentes familiares, que actúan como agentes induc-
tores.
4. En general, la publicidad y ciertos valores sociales a los que
se les supone el alcohol como parte de ellos, tales como cier-
tas formas de ocio.
Por otra parte, la alcoholemia, por los efectos desinhibidores que
produce en la persona, suele acarrear el deterioro de la vida social
Factores sociales y suicidio 135
del sujeto, en el sentido amplio de la palabra, generalmente ya con-
flictiva. En función de este principio, o si se prefiere, del objetivo que
persigue el sujeto con su consumo del alcohol, Alonso Fernández
reconoce tres grupos de bebedores (Vallejo y cois., 1991):
1. El bebedor regular, que por influencia social o para evitar
presiones sociales consume habitualmente alcohol.
2. El «alcoholómano», en el que el origen de la adicción reside
en factores psicológicos.
3. El enfermo mental, o sujeto afecto de algunos trastornos psí-
quicos o de la personalidad, que consume alcohol para paliar
las presiones emocionales que conlleva la enfermedad o tras-
torno.
Los estudios sobre la influencia del alcohol en la conducta suici-
da no son muy unánimes, pudiéndose encontrar resultados no sólo
dispares, sino opuestos (Sarro y de la Cruz, 1991, pág. 61):
«El alcoholismo es un factor de riesgo suicida y las personas con
dependencia al alcohol son un grupo de riesgo, pero la incidencia real de
la tasa de suicidios oscila, según los diversos estudios epidemiológicos
realizados, entre cifras tan dispares como de un 2 a un 56 por 100 (revi-
sión de Roy y Linnoila, 1986).»
Actualmente se tiende a reconocer que existe una causa superior
a la del alcohol capaz de provocar el suicidio, por cuanto (Sarro y de
la Cruz, 1991, pág. 61):
«Las características de las personas con dependencia al alcohol que
se suicidan son similares a las personas suicidas no alcohólicas.»
Parece igualmente que sí se acepta que el alcohol facilita la con-
sumación del suicidio, lo cual es lógico por su acción desinhibidora,
pero su uso se hace con conocimiento de causa; éste formaría parte
del proceso suicida.
En general y en función de la tipología de Alonso Fernández
sobre la población alcohólica, si bien podemos aceptar que entre la
población suicida haya una alta tasa de sujetos alcohólicos, no cree-
mos correcto equiparar alcoholismo a suicidio. Posiblemente el alco-
holismo pueda ser un indicativo de riesgo suicida, no por su propia
naturaleza, sino porque puede ser la expresión de una existencia con-
flictiva y problemática. Así, incluso, encontramos plausible que la
alcoholemia pueda aparecer como un paso previo al suicidio en algu-
nos sujetos.
136 Miguel Clemente y Andrés González
Pero tampoco queremos crear una alarma innecesaria, puesto
que muchas formas de alcoholismo tienen más que ver con ciertos
modelos y valores sociales subyacentes a su consumo y que no impli-
can problematización para el sujeto. Sólo decimos que cuando el
alcoholismo se correlacione con una existencia conflictiva, se agrava
el peligro suicida, o al menos denota una alta tendencia sociófuga.
El alcohol, aparte de los valores subyacentes, tiene una gran ven-
taja, al menos en España y ésta es que resulta muy barato y por tan-
to una válvula de escape o un apoyo existencial asequible para la
gran mayoría de las personas, tanto más si está aceptado e incluso
alentado culturalmente.
Conlleva el riesgo en los casos extremos de afectar a la realidad
psicosocial del sujeto, deteriorando sus relaciones, entorno y de algu-
na manera aislándolo, lo que actuaría como refuerzo de la idea suici-
da, en aquellos sujetos en los que aquella hubiera aparecido, o como
determinante en aquellos sujetos que ya poseían un entorno desfavo-
rable.
Enfermedades físicas
En las enfermedades fisiológicas y somáticas, lejos de lo que se
pueda creer, el peligro suicida es muy grande. Se suele equiparar en
estos casos suicidio a dolor, lo cual no siempre es correcto, siendo
más propio que el suicidio se siga de aquellas afecciones, mutilacio-
nes y enfermedades que o bien son crónicas o bien implican la muer-
te inminente del sujeto y/o aquellas enfermedades o minusvalías que
se evidencian en el sujeto estigmatizándolo, aun cuando no supon-
gan una merma de sus capacidades, sin descartar las que sean dolo-
rosas y difíciles de soportar.
En vista de ello, nos es muy difícil tratar enfermedades concre-tas, por cuanto que el abanico es tremendamente extenso. Aun con
todo, hemos recogido a modo de complemento una cita de Sarro y de
la Cruz (1991), que acota bastante el campo de acción, sin contra-
decir lo anteriormente dicho (pág. 63):
«Se observa un riesgo de suicidio superior al esperado en las enfer-
medades del sistema nervioso central, las neoplasias malignas y en los
trastornos gastrointestinales y el aparato locomotor.»
Desde nuestra perspectiva, toda enfermedad puede llevar al sui-
cidio, o mejor dicho, la probabilidad de que se produzca un suicidio
en sujetos enfermos es proporcional al estigma que comporta (May-
deu, 1988, págs. 104 y sigs.):
Factores sociales y suicidio 137
«El estar enfermo comporta siempre una intervención y/o estigma-
tización, que son las características que nos sirven para definir el con-
cepto de enfermedad (...) La estigmatización es un fenómeno que bási-
camente se asocia con el miedo al otro, justificado como un miedo al
contagio social; es decir, miedo a que le confundan con ese otro dife-
rente y que le asocien a él, extendiéndose la estigmatización hasta uno
mismo.»
Eutanasia versus suicidio
En este capítulo, siguiendo la tónica general del libro, no se
entrará en valoraciones morales, respondiendo su contenido a una
diferenciación de ambos hechos tanto por sus causas, como por sus
efectos. En ambos casos hay una aproximación a la muerte, una
patentización y certeza de la misma como realidad. Ribera (1981)
describe en los siguientes términos la muerte (pág. 5):
«Su realidad (de la muerte) constituye un hecho inevitable, que va
a representar el límite de nuestra vida más allá del cual, cualquier tipo
de proyecto o de realización a nivel personal carece de sentido.»
La eutanasia es un tema que generalmente provoca mucha polé-
mica, aunque suele ser contemplada con mucho menos estupor que
el suicidio. El origen de la eutanasia no es otro que la defensa de la
libre decisión de seguir vivo o no de los enfermos en estado terminal.
Los especialistas que están a favor de la misma la relacionan con lo
que han denominado el «derecho a la muerte digna», es decir, a
morir sin sufrir una lenta agonía (Ribera, 1981, pág. 22):
«Sería la aplicación de lo que los americanos llaman "El Principio
Cardozo", anunciado en 1914 y que textualmente reconoce que "todo
ser humano, en edad adulta y con sus facultades mentales conservadas,
tiene derecho a determinar lo que vaya a hacerse con su propio cuerpo".
Las decisiones de seguir o no un tratamiento paliativo (a la enferme-
dad), del momento en que éste debe ser interrumpido e, incluso, yendo
más lejos, todas las derivadas del controvertido tema de la eutanasia,
pasarían por conocer las opiniones del paciente momento a momento,
con todos los problemas de manejo que esta autonomía lleva consigo.»
Este mismo autor añade en la página siguiente, acerca de la
equiparación de la eutanasia con el suicidio (Ribera, 1981, pág. 23):
«... Apresuramiento de la propia muerte, apresuramiento deseado y
provocado por el propio enfermo y que alguno —quizá no con toda la
propiedad necesaria— es posible que llamase suicidio.»
138 Miguel Clemente y Andrés González
Es decir, con la eutanasia no se pretende morir, sino evitar dolo-
res y sufrimientos ante una muerte inminente y segura. Actualmente,
con los avances médicos, ya no se plantea, en muchos casos un apre-
suramiento de la muerte, sino no alargar la enfermedad, tal y como
lo describe Ribera (1981, págs. 45 y sigs.):
«La cuestión surge (sobre lo que se ha llamado morir con dignidad,
o el derecho a la muerte digna) en gran medida como consecuencia de
los grandes avances técnicos producidos en los últimos treinta o cua-
renta años, que permiten mediante maniobras de resucitación, o a tra-
vés de los sofisticados procederes de las unidades de cuidados intensi-
vos, más que extender la vida, prolongar la muerte.»
En resumen, con la eutanasia no se pretende sino aliviar al suje-
to de un sufrimiento que a veces no proporciona más que unas sema-
nas de vida.
Por el contrario, con el suicidio sí se pretende buscar la muerte,
huir de la vida. Aun cuando la causa sea la enfermedad, la diferencia
es clara. Alfonsina Estorni, poetisa, sospechando, si bien sin tener
confirmación, una posible parálisis, se suicidó. El suicida es incapaz
de mantenerse vivo en unas circunstancias dadas; el enfermo termi-
nal que opta por la eutanasia no provoca su muerte, ésta precede a
su conducta; se evita ser un moribundo y padecer un sufrimiento que
en nada cambiaría su situación, ni nada le reportaría en su vida.
En este sentido, la misma Iglesia Católica, oponiéndose al suici-
dio y a la eutanasia activa, permite la eutanasia pasiva tal y como se
expone en la Declaración Pontificia lura et Bona, Roma, 1980 (ibid.):
«Es lícito renunciar a unos tratamientos que provocarían solamen-
te una prolongación precaria y penosa de la existencia.»
Con ello, la Iglesia lo que pretende es que toda aquella persona
cuya muerte sea cierta y el prolongarla bien farmacológicamente,
bien tecnológicamente, le suponga realmente grandes sufrimientos,
pueda renunciar a ello sin incurrir en pecado; es decir, se admite no
prolongar la vida más allá de lo que la naturaleza permita, si ello
supone mayores dolores para la persona.
Pero no siempre la diferencia entre suicidio y eutanasia es tan
clara. A veces lo que impulsa al enfermo terminal a darse muerte no
es tanto la evitación del dolor, como la no asunción de la muerte, de
un destino cierto e inevitable. En ese caso, no se renuncia a la vida
para no prolongar el sufrimiento y la misma muerte, sino para sen-
tirse, si se nos permite, más vivo y dueño de sí mismo. Joaquín San-
to-Domingo también realiza esta diferencia entre eutanasia y suici-
dio (1982, pág. 37):
Factores sociales y suicidio 139
«Creo que en el suicidio del que se va a morir deben distinguirse
fundamentalmente tres determinantes: en primer lugar, una forma de
manejar la situación, huyendo hacia delante; en segundo lugar, una anti-
cipación de la muerte compensada por la elección de las circunstancias
de la misma, eludiendo las desagradables, y muy en tercer lugar, la des-
valorización de la vida, que caracteriza más a la depresión preparatoria
que va madurando la muerte.»
En resumen, el suicidio en el enfermo terminal se daría como un
acto de voluntad a través del cual se mantiene la propia identidad,
ante lo inevitable de la muerte. Aunque pueda parecer grotesco, es
un «ya que hay que morir, que sea como y cuando yo decida y con el
menor sufrimiento posible».
Una última diferencia sería el aprendizaje de la muerte en ambos
casos, suicidio y eutanasia. En la segunda, el aprendizaje parte y se
dirige hacia el aspecto orgánico de la persona. Por el contrario, en el
suicidio el individuo parte de su ser social y se dirige hacia el mismo
aspecto, siempre desde su yo, con sus elementos tanto sociales, como
individuales y orgánicos en íntima interrelación.
This page intentionally left blank 
CAPÍTULO V
Evaluación y prevención del suicidio
El diagnóstico del suicidio
Los estudios epidemiológicos
Existen distintas identificaciones de los grupos de riesgo suicida,
de las que aquí sólo propondremos algunas. Así, dentro de la pobla-
ción psiquiátrica, Primo y cois. (1987) propone como principales
grupos de riesgo los siguientes, en este orden: esquizofrenia, psicosis
maniaco-depresiva y depresión, oligofrenias, y personalidades psico-
páticas y toxicomanías.
Civera y cois., (1985) recogen la tipología de Hansen, que en-
cuentra las siguientes afecciones entre los suicidas (pág. 173):
Sin embargo, esta clasificación tiene sus problemas. Así, el mis-
mo autor reconoce que la prevalencia de la enfermedad mental den-
tro de los cuadros sintomáticos se debe a que las investigaciones se
realizan con «pacientes de psiquiátricos».
Trastorno Porcentaje
Neurosis 30%
Trastornos afectivos 30%
Trastornos de la personalidad 15%
Alcoholismo 10%
Psicosis 10%
Otros 5%
142 Miguel Clemente y Andrés GonzálezActualmente se procura superar la división del suicidio en fun-
ción de enfermedades mentales, añadiendo a los grupos de riesgo de
origen psiquiátrico otros muchos de origen psicosocial, e incluso
reconociendo la influencia de estos últimos en el desarrollo suicida
de una enfermedad mental. En España, García-Maciá y cois., (1984)
aportan los siguientes resultados sobre las causas del suicidio:
Estos datos, dentro de esta perspectiva, según los autores, son
equiparables con los de otros estudios extranjeros, concretamente
con los de Fieldsen y Lowenstein, que concluyeron lo siguiente (Gar-
cía-Maciá y cois. 1984, pág. 534):
«En la semana anterior al intento, sobre todo en los dos últimos
días, la mayor parte de las personas en crisis suicida experimentaban
acontecimientos que involucraban a una persona significativa, siendo lo
más frecuente una discusión en las últimas 48 horas.»
}unto a la estadística anterior de desencadenantes, añaden otra
de diagnóstico psiquiátrico (García-Maciá y cois. 1984, pág. 535):
Desencadenantes vsicosociales del suicidio Porcentaje
Problemas de la pareja 39 %
Problemas familiares 20,4 %
Enfermedad psíquica (predominando la depresión) 24,5 %
Dificultades personales 19 %
Problemas laborales 12,8 %
Problemas económicos 11,5 %
Enfermedad física 3,8 %
Problemas escolares 2,8 %
Otros problemas 12,8 %
Diagnóstico psiquiátrico Porcentaje
Depresión reactiva 25,7 %
Trastorno reactivo no calificado de enfermedad mental 24,4 %
Psicopatía 8,9 %
Toxicomanía 7,7 %
Otras psicosis 7,7 %
Depresión endógena 3,9 %
Diversos diagnósticos 21,7 %
Evaluación y prevención del suicidio 143
Ambas tablas están realizadas con los datos de sujetos que reali-
zaron tentativas de suicidio, dada la dificultad de evaluar con certe-
za las causas que propiciaron el suicidio en aquellos sujetos que lo
consumaron.
Con esta doble estadística se puede observar que la enfermedad
por sí sola no actúa siempre, o al menos que junto a ella actúan otros
factores, e incluso que no siempre aparece dentro del suicidio. Ade-
más, añade el autor que en la primera impresión que da el sujeto, tras
la tentativa, aparece como más grave de la que es su situación real,
disminuyéndole en poco tiempo la intensidad sintomática. De lo que
se puede deducir que ciertas circunstancias y experiencias pueden no
sólo originar el suicidio, sino provocar también un cuadro psiquiá-
trico.
Igualmente hay otros estudios que empiezan a diferenciar aspec-
tos clínicos y sociales (aparte de los clásicos de edad, sexo, estado
civil...), como nos revela Campailla (1985, pág. 122):
«Es la depresión endógena la que da la mayor aportación de los sui-
cidios. Pero esto no es suficiente: se han evidenciado factores sociales de
predisposición: el 42 por 100 de los suicidas vivían solos, mientras que
sólo el 7 por 100 de los deprimidos vivos llevaban una vida solitaria.»
Éstos son los resultados de un trabajo de Clough y Pallis (1977),
que junto a otros (Sainsbury, 1982 en Campailla, 1985) creen poder
afirmar que la enfermedad mental no siempre actúa por sí sola en el
suicidio. Campailla, además, ofrece una teoría de cómo la alimenta-
ción podría influir en el suicidio, ya que la-primera no es sino una
manifestación de la cultura, de hábitos o condicionamientos del
medio (Mawson y Jacobs, 1983 en Campailla, 1985, pág. 125):
«Hay que subrayar, desde el punto de vista social, la importancia
de la alimentación, ya que se ha observado que poblaciones que se ali-
mentaban con preferencia o incluso exclusivamente de cereales están
sometidas a comportamientos agresivos y auto-agresivos en medida
superior a la que se observa en poblaciones con consumo reducido de
cereales.»
Este cambio dentro de la perspectiva psiquiátrica ha sido princi-
palmente desarrollado a partir de la transformación del concepto de
actuación psiquiátrica, especialmente la de «urgencia psiquiátrica»,
que actualmente acepta la existencia de ciertos estados de crisis no
patológicos, originados por situaciones o hechos estresantes concre-
tos —tal y como explica Sarro (1985, pág. 186)— y que ha motiva-
do la apertura de nuevas orientaciones:
144 Miguel Clemente y Andrés González
«Al haberse modificado y ampliado el concepto de urgencia psi-
quiátrica en estos años, Debout (1981) habla de "urgencia psico-sociar,
y con ellas las crisis de la vida cotidiana forman parte de la demanda de
asistencia y la tentativa de suicidio es a veces la expresión del conflicto,
cuando hay una ausencia de comunicación.»
Junto a los grupos de riesgo anteriormente expuestos dentro de
las distintas perspectivas, encontramos, entre otros, a los ancianos.
La existencia de tentativas previas, la pérdida más o menos reciente
de seres significativos, por muerte u otros, así como antecedentes
suicidógenos en personas allegadas; y entre los grupos que sí impli-
can enfermedad mental, todos aquellos tratados con psicofarmacolo-
gía, principalmente con desinhibidores.
Curiosamente, entre los diferentes cuadros sintomáticos de ries-
go suicida rara vez se incluyen las enfermedades físicas, minusvalías
u otras discapacidades o dolencias no mentales.
Estos datos se extraen de la interpretación de las respuestas de
los sujetos a una serie de preguntas que actúan como estímulos. Exis-
te una tipología en función de si están graduadas («Rating Scales»),
sin graduar («Checklist»), o cuando están graduadas pero se estable-
cen en relación a la conducta observable del sujeto («Interviewer
Rating Scales»).
1. Las pruebas psicológicas de detección.
2. En relación con el suicidio existen sobre todo dos tests acep-
tados y de validez comprobada:
— El SSI, o Escala de Ideación Suicida («Scale for Suicidal
Ideation», de Beck, 1978), y
— La Intencionalidad Suicida de Beck, y Desesperanza («Ho-
plessnes», de Beck y cois., 1974).
Las técnicas de Beck se centran en cuestionarios cuyas preguntas
tienen como finalidad establecer los siguientes parámetros: ideación,
desesperanza e intencionalidad, en función de los cuales se pueden
discriminar los suicidios «letales» de los no letales, principalmente.
Se tienen en cuenta también otros factores como la letalidad del
medio utilizado para efectuar o consumar el suicidio.
Algunas otras pruebas, como el GHQ de Cattel, en cuanto miden
variables de bienestar psicológico, pueden ser útiles, utilizadas junto
a otras que midan el grado de integración e implicación social y la
calidad de las relaciones sociales del sujeto, con la ventaja de que se
pueden aplicar a grandes grupos de personas.
Para más información sobre el tema se puede consultar la obra
de Ávila Evaluación para la depresión y el riesgo de suicidio (SF),
Evaluación y prevención del suicidio 145
que contiene más de 250 referencias bibliográficas sobre el tema en
cuestión.
En general, la carencia de instrumentos es grande. Pero no cree-
mos que esta carencia se deba a despreocupación, sino a la imposi-
bilidad que implica la determinación de la conducta suicida fuera de
los grupos detectados como de prevalencia suicida, e incluso a veces,
dentro de los mismos. De ello se desprende:
1. La sola aplicabilidad de estas pruebas en poblaciones muy
reducidas y concretas.
2. La mayor efectividad de proyectos preventivos a nivel social,
que puedan actuar de manera constante, planteando otras
opciones ante los distintos conflictos personales y sociales, y
creando actitudes más vitalistas (omitimos el término «posi-
tivas» por no equiparar muerte a peyorativo).
3. La inevitabilidad del suicidio en muchos casos.
Prevención del suicidio
Sin lugar a dudas, la prevención del suicidio es uno de los pro-
blemas más difíciles que se pueden plantear, principalmente por dos
cuestiones: primero, ¿cómo prevenir una conducta cuyo proceso de
formación y realización generalmente es imperceptible y por tanto
inesperado?; y segundo, ¿sobre qué variables habría que incidir para
evitar el suicidio, fruto de una reflexión y una decisión personal a
raíz de unas situaciones muy específicas y personales? A estas dosbarreras operativas habría que sumar una objeción que cada día
cobra mayor eco: ¿hasta qué punto es legal y en función de qué la
sociedad tiene derecho a, o debe interferir en una decisión personal,
atacando por ende los derechos y libertades fundamentales del pro-
pio sujeto?
La suicidología es quien actualmente ha tratado más el tema.
Parte de principios psiquiátricos, psicológicos —en sus perspectivas
social y clínica sobre todo— y sociológicos principalmente, aunque
también tiene en cuenta otras perspectivas de análisis.
En general, tal y como nos comenta Soubrier (1984, pág. 510),
la suicidología se enfrenta al problema de la prevención con cierto
escepticismo, por cuanto:
«Hoy el suicidio no se puede considerar como un fenómeno único,
asociado a un trastorno mental o formando parte solamente de un cam-
bio social. Muchos factores diversos entran a formar parte en el juego de
la muerte voluntaria y la autodestrucción.»
146 Miguel Clemente y Andrés González
La cuestión se complica aún más cuando hemos de tener en
cuenta que las causas no sólo son muchas y diversas, y que además
no son las mismas en todos los casos de suicidio, sino que son parti-
culares y propias de cada uno.
De ello se deriva, en primer lugar, la necesidad de localizar las
variables que son capaces de influir sobre el ser humano como para
provocar que el suicidio se descalifique biológica y socialmente; en
segundo lugar, que tras el primer intento de suicidio la intervención
ha de ser individualizada, y adaptada a las propias circunstancias y
hechos que llevan a cada sujeto en particular al suicidio; y en tercer
lugar, se plantea en consecuencia la necesidad de localizar cada caso
para poder actuar, necesitándose no la prevención general del suici-
dio, sino la actuación concreta en algunos aspectos identificados.
Desde nuestra perspectiva, el mayor problema que se plantea en
relación con la prevención del suicidio es el monopolio del mismo por
parte de la Psiquiatría, que ha generado, no siempre conscientemen-
te, una serie de barreras que impiden una actuación preventiva real,
es decir, previa a la conducta suicida. Entre los errores de que se par-
te está la equiparación de los términos salud y enfermedad. Pero antes
de abordar nuestra propia teoría, vamos a exponer los criterios que
generalmente se barajan para llevar a cabo la acción preventiva.
En función de los enunciados anteriores, podemos decir que la
población suicida se puede dividir en dos grupos: los que pertenecen
a grupos de riesgo y los anónimos, o lo que es lo mismo, predecibles
e impredecibles.
Suicidios predecibles
Dentro de los predecibles, actualmente se han propuesto cuatro
campos principales de actuación:
1. El primero sería a través del control en la evolución y trata-
miento de ciertas enfermedades mentales.
2. El segundo se centraría en los centros de urgencias que atien-
den casos de tentativas de suicidio, y su posterior seguimiento.
3. El tercero se centra en el control y mejor diagnóstico en los
tratamientos psicofarmacológicos.
4. El cuarto y último, más novedoso, tiene su objetivo en la
actuación con los familiares y seres más cercanos del sujeto
suicida.
El primer punto se centraría principalmente en los denominados
grupos de riesgo, y la actuación iría dirigida, por una parte, al trata-
Evaluación y prevención del suicidio 147
miento paralelo tanto de la enfermedad como de las causas del suici-
dio, así como en evitar que la enfermedad mental refuerce las ten-
dencias suicidas. Por último, se pretende el mantenimiento de cierto
control sobre la evolución del paciente, especialmente en las recaí-
das, procurando evitar tanto alteraciones bruscas, como la incon-
gruencia entre los diferentes tratamientos del sujeto, así como en los
distintos campos en los que se aplican.
El segundo punto se orienta, por una parte, al tratamiento que
debe dar el personal de salud, no sólo psiquiátrico, ya que son quie-
nes tienen el primer contacto con los sujetos, por lo que su conducta
ha de ser una anticipación de la especializada, evitando tanto drama-
tizar la situación, como darle sólo solución fisiológica, procurando
buscar un apoyo psicosocial para el sujeto (Sarro, 1984). Y por otra
parte, se proponen diversas medidas, tales como la hospitalización
preventiva (Sarro y cois., 1984; Cirvera y cois., 1985...) con el fin de
alcanzar un fidedigno y exhaustivo diagnóstico de las causas que pro-
piciaron la tentativa de suicidio, así como establecer un tratamiento
generalizado que abarque todas las variables, en especial el medio
social (Sarro y cois., 1984), y por último la inclusión de los sujetos
en distintas terapias, habiéndose logrado bastante éxito con la tera-
pia de grupo (Sarro y cois., 1984), con el fin de extraer al individuo
de su aislamiento, así como atajando la disminución de la autoestima
(Cirvera, Dueñas, De las Heras y Martín, 1985, pág. 175):
«Las tesis que defiende Sarro son que el suicida no puede resolver
en breve su crisis, por lo que necesita imperiosamente ayuda; la aten-
ción que recibe en los servicios de urgencias es remedio pasajero; sin
embargo, la combinación de comunicación y escucha psicosocial es una
buena forma de obtener respuestas a corto plazo, superando la vivencia
de indefensión y un mejor abordaje de las racionalizaciones.»
Sarro (1984) hace hincapié en la necesidad de procurar incidir
en el entorno del sujeto para hacer eficaz el tratamiento y/o terapia
que se realice. De otro modo, si no se intentan adaptar las necesida-
des psicosociales y ambientales del sujeto paralelamente a la terapia
y tratamiento dados, éstos pueden, si no perder toda su eficacia, sí
retrasar y entorpecer el progreso del paciente, y por lo tanto la supe-
ración de su situación de crisis.
Otro de los principios de actuación sobre los sujetos que han
realizado tentativas de suicidio ha sido establecido por Liberarían.
Éste propone enseñar al sujeto a afrontar las situaciones de crisis,
mediante el entrenamiento en habilidades sociales (que le permitan
afrontar las situaciones frustrantes futuras) y en autocontrol de su
propia ansiedad (tras hacerlo asumir y aceptar la enfermedad). Esta
148 Miguel Clemente y Andrés González
terapia también se vale del refuerzo social, incluyendo en el trata-
miento a seres significativos para el sujeto. Los objetivos buscados
son facilitar la integración social del sujeto y evitar la impulsividad
ante situaciones de presión. En general, con estas terapias lo que se
procura es romper el aislamiento del sujeto, proveyéndole de grupos
de apoyo, tanto estableciendo vínculos afectivos, como dotándole de
técnicas de afrontamiento para los diversos problemas planteados.
El control psicofarmacológico, tercero de los puntos, actualmen-
te ha cobrado mucha relevancia, a raíz del gran número de suicidas
que utilizan la sobreingesta medicamentosa. Campailla (1985, pági-
na 122) nos advierte de algunos de los problemas que provocan los
psicofármacos:
«Los psicofármacos modifican el tejido social, pero al mismo tiem-
po factores sociales de diferentes tipos y de diversos alcances modifican
la acción de los psicofármacos. (...) Un psicofármaco no limita sus efec-
tos a la acción farmacológica, sino que actúa con distinta intensidad
según el ambiente en el que ha tenido lugar la administración.»
En general, el autor indica los peligros que entrañan los diagnós-
ticos no exhaustivos, y la prescripción de psicofármacos de forma
vaga e imprecisa, no siempre congruente con las necesidades del
sujeto (Campailla, 1985, pág. 122):
«El riesgo de suicidio en pacientes sometidos a tratamiento ha sido
bien evidenciado por Copas, Freeman-Bronw y Robín. Generalmente se
trata de diagnósticos no definidos con exactitud y de prescripciones
erróneas de antidepresivos desinhibidores.»
Por último, la acción preventiva se dirige a los familiares y per-
sonas pertenecientes al entorno más próximo al sujeto suicida. Es
una práctica muy actual, cuyo objetivo se centra en que el suicidio no
sea asimilado como unaposible respuesta a ciertas situaciones, y en
que las personas no sufran otros trastornos a raíz del intento de sui-
cidio. A no ser que se solicite individualmente, no se realiza de mane-
ra preventiva, de forma generalizada.
Para finalizar, y como complemento de las vías de actuación
expuestas, recordamos la existencia de tests dirigidos a localizar las
tendencias suicidas de los sujetos, pero cuya utilización es mínima, y
generalmente con sujetos a los que de por sí se les supone riesgo sui-
cida, por lo que su acción preventiva, en realidad, no existe, siendo
generalmente un medio de apoyo al diagnóstico.
Evaluación y prevención del suicidio 149
Suicidios impredecibles
La intervención en el segundo grupo, los suicidios impredeci-
bles, no sólo es muy complicada, sino prácticamente imposible en
términos psiquiátricos, ya que al no ser esperado, aun cuando se pro-
duzca en el marco de situaciones críticas, dan poco margen a la
acción preventiva; aun así, sería prevención directa. Igualmente
podemos afirmar que cuando el proceso de decisión del suicidio es
más largo, más se afianza la idea de morir, y por tanto es más difícil
persuadir a la persona de lo contrario. En nuestras investigaciones
hemos encontrado estudios que hacen especial hincapié en dos gru-
pos; el primero estaría comprendido por adolescentes y jóvenes, y el
segundo por los ancianos.
Algunos estudios llevados a cabo desde la Psiquiatría con el pri-
mero de los grupos citados, el de los adolescentes y jóvenes, relacio-
nan el suicidio principalmente con el fracaso escolar, y le confieren al
mismo grandes tintes de dramatismo y alarmismo. Personalmente
creemos, en primer lugar, que el suicidio adolescente-juvenil, como
cualquier otro suicidio, es mucho más complejo que lo que en estos
estudios se revela. En cualquier caso, las posibles vías de prevención
del suicidio en este grupo se deberían basar en una mejor educación
para la vida, así como en el refuerzo de habilidades sociales que per-
mitan afrontar a estas poblaciones situaciones conflictivas para las
que no se ven cualificados.
Por otra parte, creemos que se desvaloriza la propia capacidad
de tomar una decisión de tal índole en los adolescentes. En una socie-
dad en la que el suicidio en sí es un tabú, el suicidio de los que aún
no han vivido suficientemente, se ve como algo más aberrante de lo
que en sí se considera la misma conducta en adultos. Quizá una de
las razones que puedan motivar el suicidio adolescente y juvenil sea
la presunción de su falta de capacidad para asumir la responsabili-
dad de su vida, o al menos de ciertas decisiones.
Respecto al segundo grupo del que hablábamos dentro de los
suicidios inesperados, los ancianos, quizá los menos inesperados,
igualmente creemos, en función del alarmante ascenso de suicidios
en este grupo, puesto que este problema aparece paralelo a su pérdi-
da de relevancia social, que el restituirles su posición social de una
manera adaptada a las formas y necesidades sociales actuales, así
como su integración en la dinámica social general en vez de su exclu-
sión, sería una medida más que suficiente para que descendiese la
tasa de suicidio en este grupo.
En la actualidad, se tiende más a la prevención y tratamiento del
sujeto suicida que a la estigmatización y castigo tradicionales. Así, la
Asociación Internacional para la Prevención del Suicidio, centró una
150 Miguel Clemente y Andrés González
de sus primera actuaciones en «denunciar el tabú que representa el
suicidio».
Formas concretas de prevención
a) El teléfono de la esperanza
Desde estos criterios, y orientándose a los problemas que ante-
riormente se planteaban, surge una entidad cuyo fin es la prevención
del suicidio. Esta es el «teléfono de la esperanza». Se podría decir sin
lugar a dudas que el instrumento de prevención a través del cual
actúa es la comunicación. Esta organización ofrece un teléfono abier-
to las 24 horas del día de forma anónima o concreta, según desee el
sujeto, ofrece ayuda a aquellas personas que la solicitan, disponien-
do incluso de un equipo de profesionales que además de actuar tele-
fónicamente, también intentan actuar en encuentros concertados vis
a vis, siempre y cuando haya sido previamente solicitado. Si las cir-
cunstancias no lo permitiesen la terapia se realizaría a través del telé-
fono.
A pesar de lo anteriormente dicho, el teléfono de la esperanza no
se limita a casos suicidas, procurando igualmente ayudar a todas
aquellas personas cuya situación de extrema «ansiedad» y/o estrés
pueda plantear riesgo para la integridad física y/o psíquica de los
sujetos.
En el teléfono de la esperanza, así como en el caso de los sujetos
que acuden al médico o al psicólogo, el factor decisivo para actuar es
que previamente el «paciente» ha pedido ayuda, lo cual no siempre
se produce, y aun cuando se reciba dicha petición, la actuación que
se realiza no garantiza que el sujeto no mantenga o recobre en mayor
o menor grado la idea del suicidio. Desde nuestro punto de vista, es
tan difícil aceptar la idea de morir, como evitarla una vez asumida, lo
cual complica toda actuación preventiva o terapéutica, puesto que el
suicidio no es una enfermedad curable, sino una idea o incluso una
necesidad que el sujeto asume, y hacia la que crea mecanismos de
identificación.
Lo expuesto hasta el momento tiene poco de preventivo, y sí bas-
tante de terapia, error que como dijimos se produce por el monopo-
lio de la Psiquiatría en esta esfera, y a una mala concepción de la pre-
vención (Alonso, en Civera, Dueñas, De las Heras y Martín, 1985,
página 171):
«Como prevención primaria debemos resaltar la necesidad de reali-
zar estudios epidemiológicos seriados para detectar las subpoblaciones
Evaluación y prevención del suicidio 151
de alto riesgo, desarrollando programas de higiene mental positiva en la
comunidad pero muy especialmente dirigidos a la fase presuicida en la
que una acertada intervención interrumpirá la cadena psicopatológica.»
£>) La educación y la familia como agentes preventivos
Todo plan preventivo de salud debe tener su primer momento en
la educación, siendo principalmente la escuela y los centros educati-
vos (incluida la universidad) el instrumento a utilizar, por cuatro
razones:
1. La escuela no sólo es un lugar para aprender y enseñar cono-
cimientos culturales y científicos, sino que además debe ser
un lugar donde aprender a enfrentarse con la vida.
2. Porque al ser la educación obligatoria, éste es el medio ade-
cuado de llegar a más número de personas de una manera
más económica, es decir, permite optimizar los esfuerzos y
los recursos.
3. La escuela y los centros educativos acogen a los sujetos du-
rante un largo periodo del año, unos nueve meses, y además
durante periodos que trascienden los años, lo que permite
con un esfuerzo mínimo hacer un seguimiento de la salud de
las personas.
4. Tal y como nos reveló Durkheim (1897), las escuelas educan
según los valores sociales, es decir, consciente o inconscien-
temente transmiten y hacen interiorizar a los niños la estruc-
tura social y la cultura de la sociedad. Por ello, y aun cuando
Durkheim negó el papel preventivo de la escuela en el tema
que nos ocupa, creemos que es el marco idóneo para trans-
mitir en términos de plausibilidad toda una serie de necesi-
dades sociales y técnicas de afrontamiento, que impidan que
las personas se creen necesidades (económicas, de presti-
gio, etc.) desmesuradas, y que no están al alcance de la mayo-
ría, así como subrayan ideas distorsionadas de cuál debe ser
el contenido de la personalidad.
Estos puntos no sólo sirven para la prevención del suicidio en la
población infanto-juvenil, sino que si tenemos en cuenta que en este
periodo de edad es cuando se fija el substrato de la identidad, sus
efectos seguramente se mantendrán, en situaciones no extremas, a lo
largo de toda la vida.
En cuanto a un plan preventivo adecuado concretamente a la
población infanto-juvenil, habría de encaminarse principalmente a
152 Miguel Clemente y AndrésGonzález
los conflictos en el seno familiar, ya que es ahí adonde apuntan todas
la investigaciones, así como a proveer a los sujetos de habilidades
sociales suficientes como para poder establecer relaciones en gene-
ral, ya que uno de los problemas que aparece con cierta insistencia
en este grupo es el de la soledad. Sin duda en este periodo de edad la
carencia de habilidades para relacionarse y comunicarse es especial-
mente grave, por cuanto la vida del sujeto está muy fuertemente liga-
da a las relaciones afectivas.
Otros puntos, a nuestro parecer, secundarios, y que se repiten en
la casuística del suicidio infante-juvenil, son los conflictos sentimen-
tales y los problemas con los estudios. Los efectos que estos hechos
tienen sobre los sujetos son altamente negativos, también aparecien-
do ligados a otros problemas tales como el alcoholismo, la drogadic-
ción, etc. dentro de este colectivo. En general, creemos que si toman
tanta fuerza es porque arrancan ya de la existencia, mayoritariamen-
te, de los primeros problemas reseñados: conflictividad familiar y
aislamiento; en cualquier caso, con la anterior educación sobre valo-
res y necesidades sociales, junto con la intervención familiar, queda-
rían del todo subsanados, o al menos disminuidos en sus efectos.
En esta misma línea creemos que se debe abordar el suicidio en
los ancianos, actualmente grupo de alto riesgo. Estudios enmarcados
en el campo de la Psicología Social, han arrojado algunas claves
sobre la creación de bienestar psicológico en la tercera edad, siendo
muy relevantes aquellos que implican una mayor integración social y
cierta seguridad en temas de salud, principalmente porque perder la
autonomía implica graves problemas.
Ambos aspectos son muy comprensibles, por cuanto la incorpo-
ración de las personas a la tercera edad implica, entre otros aspectos,
pérdida del entorno y de la familia, tanto por los efectos de la muerte,
como por los de la independencia de los hijos, y la gran barrera espa-
cio-temporal que hoy implican las distancias, lo cual de por sí supone
un factor de muy alta vulnerabilidad. Si a ello añadimos que tienen
más tiempo para utilizar en menos actividades, lo cual puede conver-
tirse en más tiempo para la soledad, y que fisiológicamente son más
vulnerables por el deterioro, comprendemos que un entorno que
garantice cierta seguridad es indispensable para este colectivo.
c) Los Centros de día
En la línea de los dos criterios anteriormente mencionados, hay
que reseñar los muy beneficiosos efectos que se ha constatado tienen
los Centros de día (Gaviria y Rebolloso, 1988), por cuanto ofrecen a
las personas un marco estable para relacionarse, y reconstruir la red
Evaluación y prevención del suicidio 153
social que por otra parte van perdiendo, o la soledad de vivir aleja-
dos de la familia. A ello habría que añadir que es un medio para
estructurar y ocupar «útilmente» el tiempo, aunque sólo se realicen
actividades de ocio. Además, todo ello contribuye a un aumento de
la autoestima (Gaviria y Rebolloso, 1988, pág. 55):
«En cuanto a la evaluación de la calidad de vida, los resultados indi-
can que existe una fuerte relación entre una percepción positiva y el
hecho de estar asociados a un centro de día, siendo éste el factor que
más importancia muestra de los cuatro que hemos analizado. (...) La
conclusión principal de este trabajo piloto es la necesidad de potenciar
el funcionamiento de este tipo de recursos en la comunidad, lo que a su
vez estimularía una mayor participación de los ancianos en las activida-
des sociales del barrio y una menor sensación de incapacidad y de aisla-
miento.»
Junto a la potenciación de los centros de día, tanto procurando el
aumento de su número, como el que las personas participen en ellos,
se puede potenciar la salud de estas personas dentro de ellos, con
personal sanitario cualificado que podría actuar tanto de manera
preventiva, como terapéutica, lo que a su vez aumentaría la seguri-
dad de esta población, y conllevaría un respiro para la seguridad
social en general.
Hacia la creación de un programa preventivo
Desde nuestro punto de vista, la acción preventiva habría de
dividirse en tres fases totalmente diferenciadas:
1. Prevención primaria, orientada a evitar la aparición de los
factores precipitantes del suicidio.
2. Prevención secundaria, destinada a la detección de grupos de
riesgo.
3. Posterior intervención, orientada a evitar que se produzca la
conducta.
4. Y prevención terciaria, dirigida a los grupos que ya han rea-
lizado intentos de suicidio, o admitido actitudes favorables al
mismo, y cuyo objetivo sería corregir su situación, y evitar
que se produzca la conducta suicida.
Un verdadero programa de prevención primaria debería ir enca-
minado a detectar cuáles son las variables sociales que provocan el
suicidio, y una vez detectadas, cambiarlas. El problema, como ya
154 Miguel Clemente y Andrés González
hemos comentado, es que existen ciertas definiciones funcionales
macrosocialmente, que pueden provocar la no integración social del
sujeto, la no satisfacción del mismo, y la exclusión individual, o de
ciertos colectivos concretos, a los que se les niega la posibilidad de
lograr sus propias expectativas, sean o no plausibles socialmente.
Y en cualquier caso, tal como nos reveló Hobbes en su obra
Leviathan, es la sociedad la que crea el vínculo con la vida del suje-
to, afirmación que compartimos, y de la que deducimos que el suici-
dio directa o indirectamente surge de una mala socialización, es
decir, integración social de los sujetos, por lo que la sociedad, de cara
a realizar una prevención primaria, debe orientarse:
1. A evaluar en qué falla su vinculación social.
2. A determinar qué necesidades crea la sociedad en cada indi-
viduo, y si ésta es capaz de garantizar su satisfacción.
3. Y si es posible, a cambiar la estructura y dinámica social, y
estudiar qué repercusiones tendrían estos cambios en los
sujetos que viven «felizmente» en la sociedad tal y como está
instituida, ya que podría ser que si bien se pueden realizar
ciertos cambios que aseguren la integración de los que ahora
se suicidan, estos cambios pueden hacer infeliz al resto de la
población.
El tercer punto tiene más de utopía que de realidad, aun cuando
está ampliamente aceptada su importancia, y son muchos los autores
que citan tal característica al tratar la prevención del suicidio; pero
debido a dicho carácter utópico, vamos a centrarnos en los dos pri-
meros factores, a saber, los medios y formas de integración social del
sujeto, en cuanto que determinan las técnicas de afrontamiento
social, y diversos tipos de socialización con aspectos marginadores, y
la definición social de las necesidades, en función de los medios que
se ponen socialmente a disposición de los individuos.
Somos conscientes de que nuestras propuestas no son excesiva-
mente profundas, pero a tenor de las diferentes investigaciones, sí
podemos concluir que cualquier plan de prevención del suicidio
habrá de orientarse desde criterios de calidad de vida y bienestar psi-
cológico, no desde presupuestos clínicos ni patológicos, ya que la
incidencia de estos últimos aspectos es pequeña.
CAPÍTULO VI
Conclusiones
El estudio del suicidio ha de realizarse en relación al contexto
social y psicológico en que se produce, ya que en él encontraremos
tanto las variables que han influido o precipitado el mismo, como la
naturaleza específica de las mismas. Como nos recuerdan Estruch y
Cardús (1982), el hombre es un ser que se construye socialmente, de
lo que podemos derivar que igualmente se destruye a partir de su ser
social.
Con ello no queremos decir que no se deban tener en cuenta
estudios realizados en otros contextos sociales, sino que hay que evi-
tar forzar los datos para que concuerden, o desechar aquellos aspec-
tos que dentro de un contexto social no se produzcan en otros. Al
hacer esto, estamos rechazando el estudio de la naturaleza del suici-
dio, sometiéndolo sólo a lo epistemológico.
Se debe estudiarel suicidio como proceso, ya que desde la
influencia de unos factores concretos sobre la persona, hasta el
momento en que ésta decide su cesación como ser social y organis-
mo, se han producido toda una serie de hechos encadenados e hila-
dos por su propia experiencia atemporal, que han ido modelando al
sujeto en todas sus dimensiones, psicológicamente, y fijando en él
una pecualiar perspectiva del entorno social, de sí mismo, y de su
proyección vital, que a su vez al presentarse interrelacionadas, se van
determinando a sí mismas, conformando no una personalidad suici-
da, sino una personalidad sociófuga con distintas alternativas de elu-
sión social.
A este proceso que orienta al individuo a la desintegración social
en vez de a la integración, es al que hemos denominado a lo largo de
nuestro estudio como asocialización.
La elección del suicidio como forma de elusión social es muy
posible que esté relacionada tanto con la severidad e intensidad de
los factores que impulsan el proceso asocializador, como de la pro-
156 Miguel Clemente y Andrés González
habilidad que el sujeto tenga de que el entorno pueda cambiar en
reacción a su elusión, así como de la duración del propio proceso
sociófugo, alternativas que le presenten, y deterioro que perciba de
su vida.
Los factores precipitatorios del proceso de asocialización son
percibidos por el sujeto como constrictores de su persona, en cuanto
que cohiben la expresión de su identidad y expectativa de identidad.
Su acción puede ser tanto depresora como desmotivante. Es decir, el
sujeto puede o bien sentirse agredido, o simplemente desmotivado
para continuar afrontando una realidad que percibe como extraña a
sí mismo.
El marco social en el que nos desarrollamos como entidades es el
que nos provee de las motivaciones para vivir, y en función del cual
establecemos nuestro proyecto de vida, expectativas de logro, metas
de identidad, etc., que son los aspectos por los cuales nos vinculamos
y comprometemos con la vida.
La sociedad, en su dinámica, ofrece un abanico de medios vin-
culadores que aumenta o disminuye en función de sus propias posi-
bilidades. Cuando el abanico es mínimo, y va aumentando paulati-
namente, aun cuando el aumento sea muy pequeño, mejora el
bienestar psicológico, por cuanto aumentan sus posibilidades, lo
cual no quiere decir que lo haga su situación. Inversamente, cuando
la sociedad sufre una regresión por cuanto que disminuyen sus posi-
bilidades, se deteriora proporcionalmente la percepción del sujeto en
función de las mismas, aun cuando no se haya deteriorado su situa-
ción personal.
Todas las personas nos percibimos como una entidad individual
dimensional: entidad objetiva (en relación a cómo creemos que se
nos percibe socialmente) y entidad subjetiva (o lo que es lo mismo,
con una entidad propia, latente a toda acción, es decir, es una expec-
tativa tanto de reconocimiento social, como entidad, como de desa-
rrollo personal: contiene nuestras necesidades como seres sociales).
Igualmente, nos percibimos con unos recursos limitados, y con
un acceso limitado a los mismos, al menos en lo que se refiere al
acceso directo a los instrumentos de logro social, aspectos que confi-
guran nuestra expectativa de logro y proyecto vital.
El estrés surge como respuesta tanto a la saturación social (roles,
funciones, ambivalencias, etc.), como a la imposibilidad de desarro-
llarnos como entidad personal (subjetiva) y social (objetiva).
La depresión puede ser tanto un indicio de indefensión ante la
excesiva presión social, como un medio de despojarnos de nuestro
componente social si claudicamos como entidades, y decidimos
excluirnos socialmente. Este segundo tipo de depresión, al igual que
en los enfermos terminales, significa la aceptación por parte de la
Conclusiones 157
persona de su elusión social, la negación de sus expectativas, y su
cesación como ser activo, lo cual no significa su cesación como orga-
nismo.
Alienación y apatía son los dos modeladores básicos en la apari-
ción del proceso de exclusión social, autoelusión de la sociedad, y
posterior autoeliminación, por cuanto conforman nuestra percep-
ción social presente y futura, dando un contenido y naturaleza a
nuestra vinculación social, que en este caso se desintegra.
Cada marco social ofrece unas posibilidades concretas a cada
sujeto, que no siempre se corresponden con sus necesidades, y que
son los determinantes de la calidad de vida. La experiencia de ésta,
determina la salud y el bienestar psicológico de la persona.
El suicidio es la consumación de un proceso anterior de alteración
y transformación de la persona como entidad social, generalmente
orientada a igualar ésta a la propia identidad, o entidad subjetiva, en
el que el sujeto se ve desmotivado por el ambiente y/o alienado. En
cualquier caso es una de las alternativas de la persona, cuya elección
generalmente depende de la posesión de técnicas de afrontamiento
correctas, y de la fiabilidad que éstas ofrezcan al sujeto, así como del
fracaso habido en la anterior aplicación de las mismas.
Es decir, para que se produzca un suicidio o cualquier otro estilo
de vida sociófugo, alcoholismo, drogodependencia, ha de producirse
un desarraigo y quiebra del vínculo social que oriente a la persona en
dirección opuesta a la integración social, hecho que en primera ins-
tancia se produciría por la percepción de no contingencia entre su
expectativa vital y la que le ofrece la sociedad, y que en última ins-
tancia significaría el convencimiento de la no posibilidad de perte-
nencia y permanencia en la misma.
This page intentionally left blank 
Bibliografía
ABRAMSON, L. Y.; SELIGMAN, M. P. y TEASDALE, J. D. (1978) en M. D. AVIA y
M. L. SÁNCHEZ BERNARDOS, (1993), Psicología de la Personalidad.
Madrid, Facultad de Psicología UCM.
ALONSO-FERNÁNDEZ, F. (1989), «Técnicas específicas para la prevención de
las distintas entidades depresivas. Depresión». Psicopcitología, 9 (2),
páginas 101-104.
ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (compiladores) (1992), In-
fluencias sociales y psicológicas en la salud mental. Madrid, Siglo XXI.
ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (1992), Estructura social y
salud mental, en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (compi-
ladores) (1992), Influencias sociales y psicológicas en la salud mental
Madrid, Siglo XXI.
ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (1992), La salud mental como
fenómeno psicosocial, en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A.
(compiladores) (1992), Influencias sociales y psicológicas en la salud
mental. Madrid, Siglo XXI.
APARICIO, V. (1985), «El suicidio: un estudio en Guipúzcoa». Revista de la
Asociación de Neuropsiquiatría, V (13), págs. 151-163.
ARANDA, J. (1984), «Problemas que presenta la elaboración de la estadística
de suicidio». Revista de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), pági-
nas 517-520.
ARGYLE, M. (1992), «Efectos del apoyo social derivado de distintas relacio-
nes en la felicidad y la salud mental» en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L.
y GARRIDO, A. (compiladores) (1992), Influencias sociales y psicológi-
cas en la salud mental. Madrid, Siglo XXI.
ARGYLE, M. (1988), Relaciones sociales, en HEWSTONE, M.; STROEBE, W.;
CODOL, J. P. y STEPHENSON, G. M. (1988; v.e. 1992), Introducción a la
Psicología Social. Barcelona, Ariel Psicología.
ARGYLE, M. (1990), La Psicología de la felicidad, en RODRÍGUEZ, J. (compi-
lador) (1990), Psicología Social y Sociedad de Bienestar. Barcelona,
PPU.
AVIA, M. D. y BRAGADO, C. (1980), La Teoría Cognoscitiva de Kelly, en
160 Bibliografía
M. D. AVIA y M. L. SÁNCHEZ BERNARDOS, (1993), Psicología de la Per-
sonalidad. Madrid, Facultad de Psicología UCM.
AVIA, M. D. y BRAGADO, C. (1993), La Teoría Fenomenológica de Rogers, en
M. D. AVIA y M. L. SÁNCHEZ BERNARDOS, (1993), Psicología de la Per-
sonalidad. Madrid, Facultad de Psicología UCM.
AVIA, M. D. y SÁNCHEZ BERNARDOS, M. L. (1993), Psicología de la Persona-
lidad. Madrid, Facultad de Psicología UCM.
BANKS, M. H. (1992), Desempleo y saludmental: investigaciones británicas
recientes, en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (compilado-
res) (1992), Influencias sociales y psicológicas en la salud mental.
Madrid, Siglo XXI.
BARRIO, F. ; BASARE, N. y PAEZ, D (1990), Factores psicosociales y salud
mental: alienación, malestar y afectividad, en RODRÍGUEZ, J. (compila-
dor) (1990), Psicología Social y Sociedad de Bienestar (Vol. III). Barce-
lona, PPU.
BECK, A. (1979), Terapia cognitiva de la depresión. Madrid, Siglo XXI.
BERGER, P. y LUCKMANN, TH. (1991), La construcción social de la realidad.
Buenos Aires, Amorrortu editores.
BERGER, P. (1991), La revolución capitalista. Barcelona, Ariel.
BERTRÁN, A.; MARTORELL, T.; TORRAS, R.; NOGUÉ, S.; NADAL, P; PARES, A. y
MAS, A. (1984), «Incidencia, problemática y patología clínica de los
pacientes con intento de autoelisis en una unidad de cuidados inten-
sivos». Revista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médi-
ca, XVI (8), págs. 539-543.
BROWN, R. (1974), Psicología Social (publicado originalmente en 1965).
Madrid, Siglo XXI.
CAMPAILLA, G. (1985), «Los psicofármacos antidepresivos y el suicidio». Psi-
copatología, 5 (2), págs. 121-127.
CARR, R. (1980; v.e. 1988), España de la Restauración a la democracia,
1875-1980. Barcelona, Ariel.
CÁTEDRA, M. (1988), La muerte y otros mundos. Barcelona, Júcar Univer-
sidad.
CIS (1990), «Estudios y encuestas: estructura social y salud». Madrid.
CIVEIRA, J.; DUEÑAS, M.; DE LAS HERAS, J. y MARTÍN, M. (1985), «Interven
ción en la conducta suicida». Psicopatología, 5 (2), págs. 171-180.
CLEMENTE, M. (1990a), Análisis del conflicto en el interior de las cooperati-
vas agrarias y estrategias de superación. Madrid, Cuadernos del Banco
de Crédito Agrícola.
CLEMENTE, M. (1990b), La formación de los agricultares: elaboración de
una alternativa pedagógica y psicosocial. Madrid, Cuadernos del Banco
de Crédito Agrícola.
DE LAS HERAS, F. J.; ABRIL, A.; MARTÍN, M. y CIVEIRA J. M. (1987), «Fre-
cuencia de avisos presuicidas en una población con tentativas de suici-
dio». Rev. de Psiquiatría de la Fac. M. de Barna, 14 (6), págs. 297-302.
DE LAS HERAS, F. J.; CIVEIRA, J.; ROJAS, E.; DUEÑAS, M. y ABRIL, A. (1987),
«Epidemiología del suicidio en Madrid». Rev. de Psiquiatría de la Facul-
tad de Medicina de Barcelona, 14 (5), págs. 241-250.
DE LAS HERAS, F. J.; CIVEIRA, J.; DUEÑAS, M. y ABRIL, A. (1988), «Aspectos
Bibliografía 161
epidemiológicos del suicidio en relación al sexo». Psicopatología, 8 (4),
páginas 275-283.
DEL ROSAL, B. (1987), «La participación y el auxilio ejecutivo en el suicidio:
un intento de reinterpretación constitucional del artículo 409 del Códi-
go Penal». Anuario de Derecho Penal y Ciencias Penales, 40 (03), pági-
nas 73-97.
DEVILLARD, M. J. (1990), «La construcción de la salud y de la enfermedad».
REÍS, 51,págs. 79-89.
DURKHEIM, E. (1897; v.e. 1989), El suicidio. Madrid, Akal editora.
EILDELBER, L. (1971). Enciclopedia de psicoanálisis. Barcelona, Editorial
Expaxs.
EL PAÍS (1984), Anuario de El País. Madrid, Editorial El País.
EL PAÍS (1985), Anuario de El País. Madrid, Editorial El País.
ESTRUCH, J. y CARDÚS, S. (1982), Los suicidios. Barcelona, Herder.
FARBEROW, N. L. y SHNEIDMAN, E. S. (1961; v.e. 1969), ¡Necesito ayuda!
México, Prensa médica mejicana.
FARBEROW, N. L.; SHNEIDMAN, E. S. y LEONARD, C. V. (1961), Suicidio entre
los pacientes esquizofrénicos, en FARBEROW, N. L. y SHNEIDMAN, E. S.
(1961; v.e. 1969), ¡Necesito ayuda! México, Prensa médica mejicana.
FERRATER, J. (1979; v.e. 1981), Diccionario de filosofía. Madrid, Alianza
Editorial. Vol. IV.
FUTTERMAN, S. (1961), Suicidio: el punto de vista psicoanalítico en FARBE-
ROW, N. L. Y SHNEIDMAN, E. S. (1961; v.e. 1969), ¡Necesito ayuda! Mé-
xico, Prensa médica mejicana.
GARCÍA-MACIÁ, R.; SARRO, B.; GIRÓ, M. y OTIN, M. (1984), «Estudio des-
criptivo-estadístico de las tentativas de suicidio atendidas en un Servicio
de Urgencias de un Hospital General». Revista del Departamento de
Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), págs. 530-538.
GARMENDIA, J. A. y DEL PINO, J. (1981), «Desigualdades campo-ciudad: a
propósito de algunos comportamientos diferenciales básicos del desa-
rrollo económico-social de la sociedad española». Sistema: Revista de
Ciencias Sociales, 41 (3), págs. 87-103.
GOFFMANN, E. (1961; v.e.), Internados. Buenos Aires, Amorrortu Editores.
GONZÁLEZ, A. (1992), «Métodos paraclínicos de diagnóstico en psiquia-
tría (II): Métodos de exploración psicológica», en VALLEJO, J. (1992),
Introducción a la Psicopatología y a la Psiquiatría. Madrid, Massón-
Salvat medicina.
GONZÁLEZ DE RIVERA, J. L. (1984), «El fenómeno círculo vicioso en la depre
sión». Psiquis, V (104), págs. 9-14.
GONZÁLEZ, J. M. (1989), «Diagnóstico y subdiagnóstico de la depresión».
Psicopatología, 9 (2), págs. 96-100.
GUILLON, C. y LE BONNIEC, Y. (1983), Técnicas, historia, actualidad. Barce-
lona, Asesoría Técnica de Ediciones.
HENDIN, H. (1961), Suicidio: el punto de vista psicoanalítico, en FARBEROW,
N. L. Y SHNEIDMAN, E. S. (1961; v.e. 1969), ¡Necesito ayuda! México,
Prensa médica mejicana.
HEWSTONE, M. Y ANTAKI, C. (1988), La teoría de la atribución y explicacio-
nes sociales, en HEWSTONE, M.; STROEBE, W.; CODOL, J. P. y STEPHEN-
162 Bibliografía
SON, G. M. (1988; v.e. 1992), Introducción a la Psicología Social. Bar-
celona, Ariel Psicología.
HEWSTONE, M.; STROEBE, W.; CODOL, J. P. y STEPHENSON, G.M. (1988; v.e.
1992), Introducción a la Psicología Social Barcelona, Ariel Psicología.
INE (1958), 1906-1956 Medio siglo de suicidio en España.
INE (1962), Estadística del suicidio en España, 1956-1960.
INE (1967), Estadística del suicidio en España, 1961-1965.
INE (1972), Estadística del suicidio en España, 1966-1970.
INE (1977), Estadística del suicidio en España, 1971-1975.
INE (1985), Estadística del suicidio en España, 1976-1980.
INE (1988), Estadística del suicidio en España, 1981-1985.
INE (1988), Estadística del suicidio en España, 1986.
INE (1989), Estadística del suicidio en España, 1987.
INE (1989), Estadística del suicidio en España, 1988.
INE (1991), Estadística del suicidio en España, 1989.
INE (1991), Estadística del suicidio en España, 1990.
INE (1993), Estadística del suicidio en España, 1991.
KELLY, G. A. (1961), Suicidio: el punto de vista de la concepción personal,
en FARBEROW, N. L. y SHNEIDMAN, E. S. (1961; v.e. 1969), ¡Necesito
ayuda! México, Prensa médica mejicana.
KLOPFER, B. (1961), Suicidio: el punto de vista defung, en FARBEROW, N. L.
y SHNEIDMAN, E. S. (1961; v.e. 1969), ¡Necesito ayuda! México, Prensa
médica mejicana.
KÜBLER Ross, E. (1969; v.e 1989), Sobre la muerte y los moribundos. Bar-
celona, Grijalbo.
LEVI, L. & ANDERSON, L. (1980), La tensión psicosocial México, El Manual
Moderno.
LEVINSON D. J. y GALLAGER, E. B. (1964; v.e. 1971), Sociología del enfermo
mental. Buenos Aires, Amorrotu Editores.
LEYENS, J. P. Y CODOL, J. P. (1988), Cognición social, en HEWSTONE, M.;
STROEBE, W.; CODOL, J. P. y STEPHENSON, G. M. (1988; v.e. 1992), Intro-
ducción a la Psicología Social. Barcelona, Ariel Psicología.
LUDWIG, M. D., (1971), Enciclopedia de Psicoanálisis. Barcelona, Editorial
Espaxs.
MADARIAGA, J. (1991), «Mentalidad: estabilidad y cambio. Un estudio de
actitudes ante la muerte en los siglos XVHI y xix». Historia contemporá-
nea (5), págs. 73-106.
MARTI, G. (1984), «Epidemiología del suicidio consumado en Barcelona
durante el año 1983». Revista de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI
(8), págs. 576-583.
MARTÍNEZ, J. J.; BAYÓN, C.; CUADRADO, P; FERNÁNDEZ, L; ORDÓÑEZ, M. P;
SALAS, J.; y SANTO-DOMINGO, J. (1988), «Un estudio sobre tentativas de
suicidio en el hospital general». Actas Luso-Españolas de Neurología,
Psiquiatría y Ciencias afines. 16, (5), págs. 319-326.
MAYDEU, A. (1988), «Normalidad, anormalidad y enfermedad, estigmatiza-
ción e intervención». Si..., entonces..., IV (3), págs. 101-115.
MAYOR, J. y LABRADOR, F J. (1984; v.e. 1991), Fundamentos teóricos y meto-
dológicos de la modificación de conducta, en MAYOR, J. yLABRADOR, F. J.
Bibliografía 163
(1984; v.e. 1991), Manual de modificación de conducta. Madrid,
Alhambra Universidad.
MAYOR, J. y LABRADOR, E J. (1984; v.e. 1991), Manual de modificación de
conducta. Madrid, Alhambra Universidad.
MERTON, R. K. (1976. v.e. 1980), La ambivalencia sociológica y otros ensa-
yos. Madrid, Espasa-Calpe.
MILLA, J. (1984), «Epidemiología de la intoxicación aguda medicamen-
to-sa». Revista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médi-
ca, XVI (8), págs. 527-529.
ORTIZ (1990), «Psicología cognitiva y estrés». Boletín de Psicología. 20, pá-
ginas 7-31.
OTÍN, M. (1984), «Anorexia nerviosa y conducta suicida». Revista del
Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), pági-
nas 570-575.
PÁEZ, D.; ADRIÁN, J. A. y BASARE, N. (1992), Balanza de afectos, dimensio-
nes de la afectividad y emociones: una aproximación sociopsicológica a
la salud mental, en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (com-
piladores) (1992), Influencias sociales y psicológicas en la salud men-
tal. Madrid, Siglo XXI.
PÁEZ, D.; TORRES, A. y ECHEVARRÍA, A. (1990), «Esquema de sí, representa-
ción social y estereotipo sexual», en RODRÍGUEZ, J. (compilador) (1990),
Psicología Social y Sociedad de Bienestar. Barcelona, PPU.
PELICIER, Y. (1985), «En torno a la historia del suicidio». Psicopatología, 5
(2), págs. 81-84.
PELICIER, Y. (1989), «Prevención de la depresión en la mujer». Psicopatolo-
gía, 9(2), págs. 105-108.
PÉREZ, A. M. (1985), Procesos de atribución, en BERMÚDEZ, J. (1985), Psi-
cología de la Personalidad. Tomo II. Madrid, UNED.
PÉREZ, A. M. (1985), Aprendizaje social y personalidad: modelo de]. B. Rot-
ter, en BERMÚDEZ, }. (1985), Psicología de la Personalidad. Tomo II.
Madrid, UNED.
POLAINO-LORENTE, A. (1984), Algunos aspectos de las terapias comporta-
mental y cognitiva en el tratamiento de las depresiones reactivas, en
MAYOR, J. y LABRADOR, E J. (1984; v.e. 1991), Manual de modificación
de conducta. Madrid, Alhambra Universidad.
PRIMO, E; GiL-DíEZ, U. y MELLADO, J. L. (1987), «Conducta suicidaría en
enfermos mentales hospitalizados». Informaciones Psiquiátricas, 110
(10-12), págs. 345-377.
REIG, M. J.; DE LAS HERAS, F. J.; SÁNCHEZ, L. y CIVEIRA, J. M. (1989), «Epi
demiología de la ideación suicida en enfermos psiquiátricos». Phronesis,
10 (3), págs. 131-135.
RIBERA, J. M. (1981), Reflexiones sobre la propia muerte. Madrid, Mez-
quita.
ROCAMORA, A. (1984), «La conducta suicida y el teléfono de la esperanza».
Revista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8),
páginas 544-552.
ROCHER, G. (v.e. 1987), Introducción a la Sociología general. Barcelona,
Herder.
164 Bibliografía
RODRÍGUEZ, A. Y LÓPEZ, P. (1985), «Ideal de Yo y conducta suicida». Psico-
patología, 5 (2), págs. 181-184.
RODRÍGUEZ, E; DE LAS CUEVAS, C.; HENRY, M.; MORILLA, J.; FRUJONI, A.; ÁLA-
MO, V. y GONZÁLEZ, J. L. (1989), «Variables sociodemográficas y Psi-
quiátricas de las tentativas de suicidio atendidas en un hospital gene-
ral». Psiquis, 10 (8), págs. 30-37.
RODRÍGUEZ-MARÍN, J. (1992), Estrategias de afrontamiento y salud mental,
en ALVARO, J. L.; TORREGROSA, L. y GARRIDO, A. (compiladores) (1992),
Influencias sociales y psicológicas en la salud mental Madrid, Si-
glo XXI.
ROJAS, E.; DE LAS HERAS, E J.; REIG, M. J. y ELEGIDO, T. (1989), «La ante-
vención o prevención primaria del suicidio». Rev. de Psiquiatría de la
Facultad de Medicina de Barcelona, 16 (2), págs. 86-94.
ROJAS, E. y DE LAS HERAS, E J. (1987), «Apuntes para una historia del suici-
dio». Folia Neuropsiquiátrica, XXII (2), págs. 147-160.
ROLDAN, H. (1987), «Prevención del Suicidio y Sanción interna». Anuario
de Derecho Penal y Ciencias Penales, 40 (03), págs. 624-646.
SANTO-DOMINGO, J. (1976), Psicología de la muerte. Madrid, Castellote.
SARASON, I. G. (1977), Psicología anormal Los problemas de la conducta
desadaptada. México, Editorial Trillas.
SARRO, B. (1984a), «Concepto de conductas autodestructivas indirectas».
Revista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8),
páginas 46-51.
SARRO, B. (1984b), «Concepto de suicidio y tentativa de suicidio». Revista
del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), pági-
nas 512-516.
SARRO, B. (1984c), «Crisis suicidas en el hospital general». Revista del
Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), pági-
nas 521-525.
SARRO, B. (1985). «Experiencia en una unidad de suicidología». Psicopato-
logía, 5, (3), págs. 185-189.
SARRO, B. y DE LA CRUZ, C. (1991), Los suicidios. Barcelona, Martínez Roca.
SARRO, B.; VILLAPLANA, L; GIRÓN, M.; GARCÍA-MACIÁ, R.; OTÍN, J. M.; HUM-
BERT, M. S. y DE LA CRUZ, C. (1984), «Abordaje de las crisis suicidas con
psicoterapia breve de grupo». Revista del Departamento de Psiquiatría
y Psicología Médica, XVI (8), págs. 521-525.
SARTORIUS, N. (1985), «Introducción al Simposio Internacional sobre el sui-
cidio». Psicopatología, 5 (2), págs. 81-84.
SETIÉN, M. L. (1993), Indicadores Sociales de Calidad de Vida. Madrid, CIS.
SEVA, A.; MORALES, C. y GIMÉNEZ, J. C. (1984), «El servicio de urgencias psi-
quiátricas en un hospital clínico universitario: estudio epidemiológico
del año 1981». Psiquis, IV (2), págs. 42-54.
SOTO, A. A.; GALINDO, A. y DEL OLMO, V. (1987), «El suicidio como urgen-
cia psiquiátrica en la provincia de Valladolid. Estudio preliminar».
Informaciones Psiquiátricas, 110 (10-12), págs. 315-321.
SOUBRIER, J. P. (1984), «Introducción a la suicidiología». Revista del Depar-
tamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8), págs. 509-512.
SOUBRIER, J. P. (1984), «Conducta suicida y muerte del joven toxicómano».
Bibliografía 165
Revista del Departamento de Psiquiatría y Psicología Médica, XVI (8),
páginas 553-560.
TATOSSIAN, A. (1989), «Prevención de la depresión: Factores ambientales y
de personalidad». Psicopatología, 9 (2), págs. 91-95.
VALLEJO, J. (1989), «Clasificación de las depresiones». Psicopatología, 9 (2),
páginas 85-90.
VALLEJO, J. (1992), Introducción a la Psicopatología y a la Psiquiatría.
Madrid, Massón-Salvat medicina.
VALLEJO, J. (1992), «Trastornos depresivos» en VALLEJO, J. (1992), Introduc-
ción a la Psicopatología y a la Psiquiatría. Madrid, Massón-Salvat
medicina.
VILAR, S. (1988), La década sorprendente: 1976-1986. Barcelona.
VILLAMARÍN (1990), «Un análisis conceptual de la teoría de la autoefica-
cia...» Psicologemas. Vol. 4, 7, págs. 107-125.
VILLARDÓN, L. (1993), El pensamiento de suicidio en la adolescencia. Bil-
bao, Universidad de Deusto.
	ÍNDICE
	PRÓLOGO
	A MODO DE INTRODUCCIÓN
	CAPÍTULO PRIMERO: Marco conceptual e histórico del suicidio
	Definiciones y concepto de suicidio
	Suicidio/tentativa de suicidio
	CAPÍTULO II: Teorías explicativas del suicidio
	Los constructos personales: Teoría de Kelly
	La internalidad/externalidad: Teoría de Rotter
	La indefensión aprendida: Teoría de Seligman
	La terapia Racional Emotiva de Beck
	Últimas tendencias en Psicología
	Teorías psicoanalíticas
	La perspectiva sociológica
	Estudios en España
	Los estudios de Estruch y Cardús
	Los trabajos de Cátedra
	La «ideación suicida» de Villardón
	Una alternativa explicativa: la teoría de la elusión social
	CAPÍTULO III: Análisis estadístico de la realidad española
	El estudio estadístico del suicidio
	CAPÍTULO IV: Factores sociales y suicidio
	Estructura social y suicidio
	La ambivalencia sociológica
	Apoyo social
	Trabajo y empleo
	Selección social
	Suicidio y enfermedad
	Depresión y trastornos afectivos
	La esquizofrenia
	La neurosis
	Alcoholemia
	Enfermedades físicas
	Eutanasia versus suicidio
	CAPÍTULO V: Evaluación y prevención del suicidio
	El diagnóstico del suicidio
	Los estudios epidemiológicos
	Prevención del suicidio
	Suicidios predecibles
	Suicidios impredecibles
	Formas concretas de prevención
	Hacia la creación de un programa preventivo
	CAPÍTULO VI: Conclusiones
	BIBLIOGRAFÍA

Mais conteúdos dessa disciplina