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Bolchevismo y Stalinismo por Stephen Cohen

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STEPHEN F. COHEN 
BOLCHEVISM AND STALINISM 
 
 
If you can look into the seeds of time, and say which grain will grow and which will not... (Si puedes inquirir en las semillas del tiempo y decir cuál de los granos crecerá y cuál no...) 
SHAKESPEARE 
TODA gran revolución plantea una cuestión histórica clave, posteriormente debatida tanto por los académicos como por sus adeptos. De todas las cuestiones planteadas 
por la revolución bolchevique y su desenlace, ninguna es más amplia, más compleja o más importante que la de la relación entre el bolchevismo y el estalinismo. 
En el sentido más general y esencial, la cuestión que se plantea es la de si hay que interpretar el movimiento bolchevique originario que dominó la Unión Soviética 
durante la década siguiente a 1917, y los acontecimientos posteriores a esta década y el orden socio-político que surgió con Stalin en los años 30, fundamentalmente como 
una continuidad o como una discontinuidad. Asimismo, es una cuestión que necesariamente incide en la perspectiva del historiador configurándola en cuanto a una 
multitud de temas de menor envergadura pero no menos críticos referentes al período comprendido entre 1917 y 1939. Exagerando sólo ligeramente, al historiador de 
aquellos años se le puede decir: dime tu interpretación de la relación entre el bolchevismo y el estalinismo, y te diré cómo has interpretado casi todos los hechos 
significativos de aquellos años. A fin de cuentas, ha sido y sigue siendo una cuestión política. Generalmente hablando, si exceptuamos a los devotos occidentales de la 
historiografía oficial de Moscú, cuanto menos simpatía tiene un historiador por la Revolución y al bolchevismo originario, menos distinciones significativas ve entre el 
bolchevismo y el estalinismo. 
Por tanto, un lector no familiarizado con los estudios occidentales sobre historia soviética lógicamente esperaría encontrar en ella mucha escuelas rivales y un intenso 
debate acerca de este tema central. La cuestión no sólo es grande y compleja, sino además otras cuestiones parecidas relacionadas con otras revoluciones —la relación 
entre el bonapartismo y la Revolución Francesa de 1789 es un ejemplo claro— han provocado polémicas de larga duración.1 Es más, los hechos parecen contradictorios, 
incluso confusos. Aunque no hubiese otro tema, existe el problema de cómo explicar la revolución «desde arriba» de Stalin de los años 30, un extraordinario trastorno de 
toda una década, que empezó con una brusca inversión de la política oficial y la colectivización forzosa de 125 millones de campesinos, vio amplias revisiones de los 
principios y actitudes ideológicas oficiales, y terminó con la destrucción oficial de la élite bolchevique inicial, incluyendo a la mayoría de los padres fundadores soviéticos, 
así como sus respectivas reputaciones históricas. 
Lo que es todavía más asombroso es el hecho de que hasta hace poco la cuestión apenas provocó discusión el ámbito de los estudios académicos sobre temas soviéticos. 
Al contrario, durante el período de expansión de este campo entre finales de los años 40 y los 60, llegó a formarse un notable consenso respecto al tema del bolchevismo 
y del estalinismo. Al sobrevivir al auge y la caída de varias metodologías y enfoques en la sovietología, el consenso postuló una sencilla conclusión: no existían diferencias 
ni ningún tipo de discontinuidad entre el bolchevismo y el estalinismo, los cuales eran fundamentalmente lo mismo, política e ideológicamente. Cuando alguna vez en los 
estudios académicos se hacía una distinción entre los dos términos (lo que no era ni frecuente ni sistemático ya que los términos bolchevique, leninista, estalinista se 
empleaban de forma intercambiable), se decía que cualquier diferencia era únicamente una cuestión de grado, consecuencia de los cambios en las circunstancias históricas 
y de las necesidades de adaptación del sistema soviético. El estalinismo, según el consenso, fue la lógica, correcta, victoriosa e incluso inevitable continuación, o desenlace, 
del bolchevismo. Durante varios años, esta interpretación histórica fue axiomática en casi todos los estudios de la historia y política soviéticos.2 Ha persistido hasta hoy. 
Nuestro objetivo aquí es reexaminar la tesis de la continuidad, con el fin de mostrar que se apoya en una serie de formulaciones, conceptos e interpretaciones dudosas, 
y sostener que, independientemente de sus aciertos parciales, dicha tesis oculta más que ilumina. La crítica implicada es necesaria y debería haberse planteado hace ya 
tiempo por muchas razones. 
En primer lugar, la concepción de una continuidad sin interrupciones entre el bolchevismo y el estalinismo ha configurado los planteamientos académicos acerca de 
todos los principales períodos, acontecimientos, factores causales, actores y alternativas durante las décadas formativas de la historia soviética. Es el eje de aquel gran 
consenso de la sovietología acerca de cuáles fueron los acontecimientos y por qué sucedieron de tal manera entre 1917 y la muerte de Stalin en 1953. En segundo lugar, 
la tesis de la continuidad ha ocultado la necesidad de estudiar el estalinismo como un fenómeno específico, con su propia historia, dinámica política, y consecuencias 
sociales.3 En último lugar, ha tenido una fuerte incidencia en nuestra comprensión de los asuntos soviéticos contemporáneos. Como consecuencia de considerar el pasado 
bolchevique y estalinista como una única tradición no diferenciada, muchos investigadores han minimizado la capacidad de cambio del sistema en los años posteriores a 
la muerte de Stalin. Parece que la mayoría de ellos creen que los reformadores soviéticos que invocan una tradición no estalinista en el período inicial de la historia política 
soviética encontrarán en ella sólo «un organismo social y político cancerígeno roído por una contagiosa malignidad».4 Como veremos, este punto de vista oculta los grandes 
conflictos entre los antiestalinistas y los neoestalinistas, los reformadores y los conservadores, que han configurado la política soviética oficial desde la muerte de Stalin. 
 
SERÁ conveniente estudiar más de cerca la historia y el contenido de la tesis de la continuidad. La polémica en cuanto a los orígenes y las características de las espec-
taculares iniciativas políticas de Stalin empezó en Occidente al principio de los años 30.5 Sin embargo, fue en gran parte una preocupación de la izquierda, sobre todo de 
los comunistas antiestalinistas, y más notablemente de León Trotsky. A mediados de los años 30, tras un período inicial de afirmaciones contradictorias y no conclusivas, 
el opositor exiliado desarrolló su famoso argumento, según el cual el estalinismo no era el perfeccionamiento del bolchevismo, tal como se proclamaba oficialmente en 
Moscú, sino su «negación termidoriana» y la «traición» del mismo. En 1937, cuando el terror estalinista ya consumía a la antigua élite bolchevique, Trotsky añadió: «La 
actual purga establece entre el bolchevismo y el estalinismo... todo un río de sangre».6 
 
La denuncia de Trotsky, inequívoca, aunque un tanto ambigua en su razonamiento, de que el estalinismo representaba un régimen burocrático contrarrevolucionario 
«diametralmente opuesto» al bolchevismo se convirtió en el tema central de un intenso debate entre izquierdistas occidentales y entre los mismos trotskistas (y 
ex-trotskistas). Dicho debate, que se ha prolongado hasta hoy, adolecía de un exceso de etiquetado marxista y de análisis por sustitución —la burocracia estalinista ¿era 
una nueva clase? La Rusia de Stalin ¿era capitalista, capitalista de estado, termidoriana, fructidoriana, bonapartista, o era todavía socialista?— y de un comprensible recelo, 
incluso por parte de los antiestalinistas, de empañar la legitimidad de la Unión Soviética en su enfrentamiento con Hitler. No obstante, el debate fue interesante, y los 
académicos no le han prestado la debida atención; adelantó muchosargumentos tanto a favor de la discontinuidad como de la continuidad, que más tarde aparecerían en 
los estudios académicos del bolchevismo y del estalinismo.8 
La discusión académica del tema no empezó seriamente hasta después de la segunda guerra mundial, cuando se ampliaron los estudios soviéticos profesionales. El 
momento es significativo ya que coincide con el punto culminante del estalinismo como sistema desarrollado en la Unión Soviética y en la Europa oriental, y con el inicio 
(o la reanudación) de la guerra fría. Esto, quizás, permita explicar dos aspectos de la tesis de la continuidad que presentan dificultades a la hora de ser documentados, pero 
que parecen ineludibles. Uno de ellos es la dudosa lógica, advertida por un polemista en los primeros años de la disputa, de la afirmación según la cual era «preciso que 
el comunismo ruso se desarrollase de la forma en que se había desarrollado porque, efectivamente, ahora se ve que se ha desarrollado como se ha desarrollado».9 El otro 
aspecto es que los trabajos académicos tempranos fueron, según palabras de uno de los fundadores de los estudios soviéticos que se quejaba de los mismos, «demasiadas 
veces escritos en un ambiente de intenso odio al actual régimen ruso».10 Dichas perspectivas contribuyeron sin duda al punto de vista académico de que los males de la 
Rusia estalinista contemporánea fueron predeterminados por la «contagiosa malignidad» ininterrumpida de la historia política soviética desde 1917. 
A teoría de la «línea recta» entre el bolchevismo (o el leninismo, como se le suele llamar erróneamente) y los grandes proyectos estalinistas ha sido divulgada de nuevo 
por Alexander Solzhenitzin desde que se exilió de la Unión Soviética en 1974.11 No obstante, ha sido una interpretación canónica en los estudios soviéticos académicos 
desde hace muchos años, como se puede demostrar con unas afirmaciones representativas. 
Michael Karpovich: «Aunque han sido grandes los cambios desde 1917 hasta hoy, en el fondo, la política de Stalin es una evolución del leninismo». Waldemar Gurian: 
«Todos los elementos básicos de su política, fueron adoptados de Lenin». John S. Reshetar: «Lenin aportó los supuestos que —aplicados por Stalin y llevados a su 
conclusión lógica— culminaron en las grandes purgas». Robert V. Daniels: «La victoria de Stalin... no era personal, sino el triunfo de un símbolo, del individuo que encarnó 
los preceptos del leninismo y las técnicas para el cumplimiento de los mismos». Zbigniew Brzezinski: «Quizás el logro más duradero del leninismo fue la dogmatización del 
partido, la cual fue a la vez la preparación efectiva y causa de la próxima etapa, la del estalinismo». Robert H. McNeal: «Stalin preservó la tradición bolchevique» y casi 
consiguió «finalizar la obra empezada por Lenin». Adam B. Ulam: el marxismo bolchevique «determinó el carácter del leninismo postrevolucionario así como los rasgos 
principales de lo que llamamos el estalinismo». En otro contexto Ulam dice de Lenin: «Su propia psicología hizo inevitable el futuro y brutal desenlace que tuvo lugar con 
Stalin». Arthur P. Mendel: «Con pocas excepciones, estos atributos de la Rusia estalinista derivan del legado leninista». Jeremy R. Azrael: «La "segunda revolución" fue, 
como sostuvo Stalin, una legítima extensión de la primera». Alfred G. Meyer: «El estalinismo puede y debe definirse como modelo de pensamiento y acción que procede 
directamente del leninismo». Podría seguir citando pero, finalmente, citaré a H. T. Willets, quien confirma que los académicos occidentales consideran al estalinismo «como 
una etapa lógica y probablemente inevitable del desarrollo orgánico del Partido Comunista».12 
Debe quedar claro lo que se está explicando y sosteniendo con esta tesis de «una fundamental continuidad de Lenin a Stalin».13 No son meramente los sucesos se-
cundarios, sino los actos de mayor envergadura histórica, y los más mortíferos, del estalinismo entre 1929 y 1939, e incluso después, desde la forzosa colectivización a gran 
escala hasta las ejecuciones y brutal encarcelamiento de decenas de millones de personas. Todo esto, se argumenta, se deriva de la naturaleza política —o sea, ideológica, 
programática y organizativa— del bolchevismo originario.14 Resulta chocante tanto la calidad determinista de este argumento como el hecho de que enfatiza un único factor 
causal. 
Este tipo de interpretación es inexplicable si no fuera por la escuela totalitaria que dominó los estudios soviéticos durante tantos años. Además de confundir el tema 
empleando «totalitarismo» como sinónimo de estalinismo, este planteamiento ortodoxo contribuyó a la tesis de la continuidad de dos formas importantes. Aunque la 
mayoría de los teóricos occidentales del totalitarismo soviético entendieron que la sacudida de Stalin entre 1929 y 1933 fue un punto de inflexión, lo interpretaron no como 
una discontinuidad sino como una continuación, culminación, o «paso adelante» en un proceso continuo de un totalitarismo progresivo. Así reza el resumen clásico de Merle 
Fainsod: «Del embrión totalitario saldría el totalitarismo en su plenitud».15 Como consecuencia de esto, existía la tendencia a tratar toda la historia y política bolchevique 
y soviética anterior a 1929 como una sencilla antesala del estalinismo, como un totalitarismo a medio desarrollar. La otra aportación de este planteamiento con su lenguaje 
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determinista de «una intrínseca lógica totalitaria», fue la de hacer creer que el proceso fue no sólo continuo, sino inevitable. Por ejemplo, Ulam escribe: «A partir de su 
victoria de octubre, el Partido Comunista empezó a abrir camino hacia el totalitarismo». Añade: «El único problema era el carácter y filosofía que se quería dar a dicho 
totalitarismo».16 
A tesis de la continuidad no fue únicamente obra de especialistas universitarios. La multitud de intelectuales ex-comunistas (Solzhenitzin entre los más recientes) 
desempeñó un papel importante. Su odisea intelectual les alejó primero del estalinismo, después del bolchevismo-leninismo, y finalmente del marxismo. A medida que 
progresaba su reflexión autobiográfica iban desapareciendo las distinciones, que anteriormente habían sido importantes, entre los dos primeros —y a veces entre los tres. 
Armados con la autoridad de la experiencia personal (aunque muchas veces muy lejos de Rusia) y de la conversión, los antiguos comunistas testificaron de varias formas 
en favor de la tesis de la «línea recta». Algunos se convirtieron en eruditos historiadores del «totalitarismo».17 Otros, incluyendo a James Burnham y Milovan Djilas, elabo-
raron teorías populares presentando al comunismo soviético bajo una nueva luz— como una nueva clase u orden burocrático. No obstante, ellos también interpretaron los 
años 30 estalinistas -—el período victorioso de la nueva clase (o burocracia)— como «continuación» y «derivación legítima de Lenin y de la revolución».18 
Historiográficamente, su concepción se diferenció principalmente por su terminología: una continuidad ininterrumpida desde una nueva clase o burocracia dirigente medio 
desarrollada hasta la misma plenamente desarrollada. Finalmente, Arthur Koestler contribuyó de forma única a la tesis de la continuidad con su novela Darkness at Noon 
(Del cero al infinito), que representa la aniquilación de los bolcheviques originarios por Stalin como el triunfo lógico del propio bolchevismo.19 La tesis de la continuidad llegó 
así a su culminación; el consenso era completo. 
El nivel alcanzado por este consenso se refleja en la obra de dos grandes historiadores, quienes, en otros aspectos, no estaban dentro de la principal corriente aca-
démica. Dichos autores son E. H. Carr e Isaac Deutscher. Ninguno de los dos compartía la antipatía de la corriente principal hacia el bolchevismo; Deutscher fue partidario 
de la revolución, y Carr la contemplaba con bastante simpatía. Los dos presentaron perspectivas muy distintas de muchos aspectosde la historia soviética.20 Y aun así, por 
razones diferentes y de más complejidad, ambos vieron una continuidad básica entre el bolchevismo y el estalinismo. La monumental Historia de la Rusia Soviética de Carr 
concluye antes de la época de Stalin. Pero su tratamiento del período 1917-1929 y su rechazo a cualquier alternativa al estalinismo es consecuente con su temprano juicio, 
según el cual sin la revolución desde arriba de Stalin «la revolución de Lenin se habría venido abajo. En este sentido, Stalin continuó y culminó el leninismo».21 
 
LAS opiniones de Deutscher con respecto al tema de la continuidad eran más complicadas y más interesantes, en parte porque él, casi en solitario, hizo del mismo una 
de las preocupaciones centrales de sus ensayos históricos y biografías de Stalin y Trotsky. Distinguía de una forma muy precisa entre el bolchevismo originario y el 
estalinismo. Describió importantes discontinuidades, incluso un «abismo entre las fases leninista y estalinista del régimen soviético», y fue implacable crítico de los 
académicos que imaginaban una «continuación lineal» entre los dos. No obstante, en general, por el hecho de que se conservaron los cimientos nacionalizados del 
socialismo, y de que el régimen de Stalin había llevado a cabo el objetivo revolucionario de modernizar a Rusia, y porque la única alternativa bolchevique (para Deutscher, 
el trotskismo) no parecía tener ninguna esperanza en las circunstancias de los años 20, Deutscher creyó que el estalinismo «continuaba en la tradición leninista». A pesar 
del repudio por parte del estalinismo de algunas ideas cardinales del bolchevismo (principalmente el internacionalismo y la democracia proletaria, según Deutscher) y del 
grotesco abuso burocrático del legado bolchevique, «la idea y tradición bolcheviques siguieron siendo, más allá de las sucesivas reformulaciones pragmáticas y de tipo 
eclesial, la idea rectora y la tradición dominante de la Unión Soviética».22 
Resumiendo, por mucho que discrepasen en cuanto a otros temas, existía un consenso implícito entre la corriente principal académica de la guerra fría y la contraescuela 
de Carr y Deutscher con respecto a «una continuidad ininterrumpida de la historia soviética rusa desde octubre de 1917 hasta la muerte de Stalin».23 En apariencia, sobre 
este tema la única disputa parecía estribar en si la inexorable marcha hacia el estalinismo empezó en 1902, cuando Lenin escribió ¿Qué hacer?, en octubre de 1917 y la 
inmediata disolución de la Asamblea Constituyente, en 1921 con la prohibición de las fracciones internas del Partido Comunista, o en 1923 con la primera derrota de 
Trotsky. 
El consenso académico no es natural, incluso cuando se trata de estudios soviéticos. La primera revisión implícita de la historiografía de la escuela totalitaria dominante 
llegó a principios de los años 60 procedente de los académicos de la corriente principal que trataron de situar el estalinismo en una perspectiva más amplia, la de las 
sociedades subdesarrolladas y la modernización. Empezaron a plantear el estalinismo a partir de la historia rusa y del problema del cambio social. Pero, en lugar de criticar 
la tesis de la continuidad, la abrazaron o la reformularon. La política de Stalin en los años 30 —a veces incluso las purgas sangrientas— se interpretó como el programa 
bolchevique (o comunista) de una modernización necesaria o funcional en el contexto del atraso de Rusia y el papel modernizador del partido y, por tanto, como 
«conclusión lógica» de 1917.24 Como una especie de versión enmendada del punto de vista totalitario, el estalinismo se dibujó como el bolchevismo plenamente 
desarrollado en su etapa modernizadora. 
Finalmente, en los últimos años, ha surgido un reto a la tesis de la continuidad. Beneficiándose de nuevos materiales soviéticos, los académicos revisionistas están 
unidos no tanto por un enfoque especial como por un reexamen crítico de la historia y política soviéticas después de 1917. A pesar de que sus libros han sido acogidos con 
respeto e incluso favorablemente,25 su incidencia en el pensamiento sovietológico es limitada. Ya no está intacto el consenso académico en cuanto a la relación entre el 
bolchevismo y el estalinismo. Sin embargo, la mayoría de los sovietólogos, incluyendo a la nueva generación, todavía creen que «Stalin fue el paradigma del espíritu 
comunista», que sus actos fueron «el leninismo puro no adulterado», y que «Lenin fue el mentor y Stalin el pupilo que llevó el legado de su maestro a su conclusión lógica». 
LOS voluminosos estudios dedicados a la tesis de la continuidad presentan ciertos convencionalismos tenaces. Definidos de forma general, son de dos clases: en primer 
lugar, un conjunto de formulaciones, planteamientos históricos y explicaciones conceptuales de cómo y por qué existió una «línea recta» entre la política del bolchevismo 
y el estalinismo; en segundo lugar, una serie de interpretaciones históricas interrelacionadas que supuestamente demuestran una continuidad programática bolchevique 
entre 1917 y la sacudida de Stalin en 1929-1933. Ambos deben ser reexaminados, empezando por los aspectos conceptuales. 
El problema comienza con la misma formulación de la tesis de la continuidad. Una de sus más conocidas afirmaciones es que el bolchevismo contenía «las semillas», 
«las raíces», o «los gérmenes» del estalinismo. Ante esta proposición incluso el partidista más convencido de la tesis de la discontinuidad se ve obligado a contestar que 
sí, que por supuesto.27 O como afirman correctamente otros convencionalismos sobre el tema, el estalinismo no fue un «accidente»; el leninismo- bolchevismo lo hizo 
«posible». Por desgracia, estas generalidades dicen muy poco, o más bien dicen lo obvio. Cada período histórico —cada fenómeno político— tiene antecedentes, causas 
parciales, «semillas» en el período que le precede: la Revolución Rusa en la historia zarista, el Tercer Reich de Hitíer en la Alemania de la República de Weimar, etc. Dichas 
generalidades en realidad no demuestran nada respecto de la continuidad, y menos todavía de la causalidad o de la inevitabilidad. Simplemente, nos recuerdan que nada 
en la historia es totalmente nuevo y que todo tiene orígenes importantes en el pasado próximo. 
Es cierto que en el bolchevismo de 1917-1928 existían importantes «semillas» del estalinismo, pero no repito el tema aquí porque está de sobra documentado en otros 
estudios. Menos advertido, y en realidad lo más importante, es que en el bolchevismo había otras importantes «semillas» no estalinistas; e igualmente que las «semillas» 
del estalinismo también se encuentran en otros sitios —en la tradición histórica y cultural rusa, en acontecimientos sociales como la guerra civil, en la situación 
internacional, etc.— Pero, la cuestión no es de «semillas», ni tampoco de continuidades poco significativas, sino de continuidades o discontinuidades fundamentales. Es 
más, cambiando la metáfora y citando a un ex-bolchevique al respecto, «juzgar la vida de un hombre en el momento de la autopsia de su cadáver por los gérmenes que 
le causaron la muerte —los cuales igual ya los llevaba innatos— ¿tiene esto sentido?»28 
Todavía menos aprovechables son los tres componentes definitorios de la tesis de la continuidad: bolchevismo, estalinismo, continuidad. La forma habitual de emplear 
dichos términos confunde más que define. La razón de ser de la escuela totalitaria, según sus mismos partidarios, era la de distinguir y analizar una clase de totalitarismo 
completamente nueva. Sin embargo, muchas veces falta precisamente esa distinción crítica, como evidencia la conocida explicación del estalinismo: «del autoritarismo en 
el leninismo prerrevolucionario surgió de forma natural y quizás inevitable el autoritarismo soviético».29 Las variantes de esta proposición explican que el estalinismo 
continuó las tradiciones no liberales, no democráticas, y represivas del bolchevismo.Ese argumento no atina con el esencial sentido comparativo. (Además supone, equivocadamente creo yo, que alguna clase de verdadero orden democrático —liberal, 
o proletario u otro— fuera una posibilidad en Rusia en 1917 o después.) El bolchevismo en algunos aspectos importantes —según el período— sí fue un movimiento 
fuertemente autoritario. Pero, el no distinguir entre el autoritarismo soviético antes y después de 1929 confunde la verdadera naturaleza del estalinismo. El estalinismo no 
fue sólo nacionalismo, burocratiza- ción, ausencia de democracia, censura, represión policial, y todo lo demás en un sentido conocido por sus precedentes. Dichos 
fenómenos han surgido en muchas sociedades y no resulta difícil explicar sus causas. 
El estalinismo fue exceso, un extremismo extraordinario en cada cosa. No fue, por ejemplo, simplemente una política de coacción del campesinado, sino prácticamente 
una guerra civil contra el mismo; no simplemente represión policial, ni siquiera el terror de una guerra civil, sino un holocausto de terror que victimizó a decenas de millones 
de personas durante veinticinco años; no simplemente un resurgimiento termidoriano de la tradición nacionalista, sino un chovinismo de tipo cuasi-fascista; no 
simplemente un culto a un líder, sino la deificación de un déspota. Para referirse a los años de Kruschev y Brezhnev, muchas veces los estudiosos occidentales hablaban 
de un «estalinismo sin excesos» o de «estalinismo sin encarcelamientos». Las formulaciones de esta índole no tienen sentido. Los excesos fueron la esencia del estalinismo 
histórico y lo que hay que explicar es a ellos mismos.30 
PROBLEMAS parecidos surgen a raíz del tratamiento habitual del bolchevismo originario, cuando se lo define de una forma tan estrecha y selectiva como estalinismo, 
o estalinismo «embrionario». He intentado demostrar en otros trabajos que el bolchevismo fue un movimiento político mucho más diverso —ideológicamente, 
programáticamente, generacionalmente, y en otros aspectos— de lo que normalmente reconocen nuestros académicos.31 Hay que cuestionar también otro 
convencionalismo relacionado con la tesis de la continuidad: la equivalencia del bolchevismo y del leninismo. Lenin fue, evidentemente, el paradigma bolchevique; sus 
cualidades de líder, sus ideas y su personalidad configuraron al movimiento de una forma fundamental. Sin embargo, el bolchevismo era más amplio y más diverso que 
Lenin y el leninismo. Su ideología, proyectos, y política fueron configurados también por otros líderes muy destacados, militantes de menos relieve y los comités del partido, 
elementos ajenos al partido, y grandes acontecimientos sociales, como la primera guerra mundial, la Revolución y la Guerra Civil.32 No quiero dar a entender que fue el le-
ninismo, y no el bolchevismo, lo que dio origen al estalinismo. Los que sí opinan esto, se apoyan también en un elenco selectivo de referencias, resaltando, por ejemplo, 
al Lenin de ¿Qué hacer? y los años de la Guerra Civil, mientras minimizan al Lenin de El estado y la revolución y de 1922-1923. 
Y, entonces, ¿cómo pueden formularse las continuidades y las discontinuidades? Es uno de los problemas más difíciles del análisis histórico. La mayoría de los 
historiadores compartirían la opinión de que este problema requiere el estudio empírico y detenido de las semejanzas y desemejanzas, que tanto las continuidades como 
las discontinuidades están normalmente presentes en alguna combinación, y que la cuestión de grado, de si los cambios cuantitativos se convierten en cualita- ' ti vos, es 
decisiva. Probablemente no debe sorprender que este planteamiento venerable tenga un papel clave a la hora de razonar acerca de las diferencias entre la historia política 
zarista y la soviética y, sin embargo, casi no se tenga en cuenta al analizar el bolchevismo y el estalinismo. De esta manera, un destacado partidario de la tesis de la 
continuidad advierte de los peligros de considerar equivalentes el régimen zarista y el soviético: «Es importante recalcar que existe un abismo profundo que divide el 
autoritarismo del totalitarismo, y si tratamos a ambos como formaciones políticas idénticas, terminamos mostrando nuestra incapacidad para distinguir entre la continuidad 
y el cambio».33 Pero si aplicáramos la misma sabia advertencia a la historia soviética sería difícil no concluir también que «las diferencias de grado llegaron a ser diferencias 
de categoría... Lo que había existido con Lenin se llevó a tales extremos por Stalin que su propia naturaleza cambió».34 
Pero, como sabemos, se reservan unos planteamientos especiales para la interpretación de la historia soviética. Uno de ellos es el extraordinario determinismo y la 
explicación monocausal en los que muchas veces se basa la tesis de la continuidad. Posiblemente sea único en los estudios políticos e históricos modernos el vocabulario 
empleado para plantear una relación directa causal entre «la dinámica política» del bolchevismo y el estalinismo, sobre todo referente a la colectivización y al gran terror 
de 1936-1939. Hay abundantes ejemplos del lenguaje del determinismo teleológico: «lógica interna», «rasgos totalitarios inexorables», «proceso inevitable», 
«consecuencias ineludibles», «consumación lógica», «etapa inevitable», y así sucesivamente. Para dar un ejemplo más amplio, una obra standard explica que la campaña 
de colectivización de Stalin en 1929-1933 «fue la consecuencia inevitable del triunfo del Partido Bolchevique el 7 de noviembre de 1917».35 
Esto plantea cuestiones muy serias relativas al enfoque histórico. Por una parte, dicho lenguaje hace patente un rígido determinismo no ajeno al que antes dominaba 
la historiografía oficial estalinista y que fue ridiculizado con razón por los académicos occidentes.36 Por otra parte, aunque pretende explicar mucho, este tipo de 
interpretación teleológica explica más bien poco. Como observó Hannah Arendt hace muchos años, es más una especie de «juicio de valor axiomático» que auténtico 
análisis histórico.37 Y su lógica tiene sus puntos débiles. Contestando a unos argumentos pa- - recidos a estos que circulaban por la Unión Soviética, el historiador disidente 
Roy Medvedev explicó que si el estalinismo fue predeterminado por el bolchevismo, y no existían otras alternativas después de 1917, entonces los acontecimientos de 1917 
y el bolchevismo deben haber sido predeterminados por la historia rusa anterior a ellos. En ese caso, «para explicar el estalinismo debemos remontarnos a épocas más y 
más remotas... muy , probablemente hasta el yugo de los tártaros». Y añade un comentario político: «Eso sería un error... una justificación histórica del estalinismo, no una 
condena».38 
EL fundamento de todo esto es la versión sovietológica de la interpretación «whig» de la historia, que evalúa el pasado a partir del presente, los antecedentes a 
partir de los resultados.39 Es verdad, como nos recordó Carr, que todos los historiadores se dejan influir por el presente y por los resultados establecidos,40 y también es 
verdad que a veces las intuiciones actuales pueden iluminar al pasado. Pero la tradición «whig» en los estudios soviéticos es muy perjudicial para el tema del bolchevismo 
y el estalinismo. Apoyándose en algún concepto de la predestinación y proyectando el desenlace estalinista al pasado bolchevique, tiende a estalinizar todos los hechos 
significativos de la historia y política soviética de los primeros años; haciendo caso omiso, para favorecer la tesis de una «línea recta» que se extiende a 1917, a los años 
1929-1933, que es el período en que el estalinismo apareció por primera vez como tal; y en todo momento interpretando de forma ahistórica al partido bolchevique o 
comunista, como si hubiese actuado por encima de la sociedad y fuera de la misma historia. 
La interpretación «whig» sigue dos líneas de análisis distintas que son familiares e igualmente cuestionables. Una de ellas argumenta,claro está, que la «dinámica 
política» interna (o la «naturaleza») del partido bolchevique predeterminó al estalinismo. La otra insiste en que los cambios del sistema político soviético bajo el 
bolchevismo y el estalinismo fueron superficiales o secundarios a las continuidades que fueron fundamentales y observables. Sea cual sea la verdad parcial del primer 
argumento, adolece de una concepción implícitamente ahistórica de un partido que básicamente no cambia después de 1917, un supuesto fácilmente refutado como 
demuestran los hechos ya expuestos en otros estudios. ¿Qué quiere decir «el partido» como determinante histórico si, por ejemplo, los miembros del partido, la 
composición, la estructura organizativa, la vida política interna del mismo, y las actitudes de sus miembros sufrieron enormes alteraciones sólo entre 1917 y 1921?41 
La «dinámica» causal citada con más frecuencia es, por supuesto, la ideología del partido.42 Evidentemente, se pueden poner muchos reparos a esta interpretación del 
desarrollo social y político. Es incluso más unidimensional. No cuenta con el hecho de que una determinada ideología puede incidir en los acontecimientos de distintas 
formas; el cristianismo aportó tanto la compasión como la Inquisición, el socialismo tanto la justicia social como la tiranía. Y se apoya en una definición conveniente según 
la cual la ideología bolchevique se identifica básicamente con la «concentración de poder social total».43 
Más importante es el hecho de que la ideología bolchevique fue mucho menos coherente y uniforme de lo que admite la interpretación clásica. Si es verdad que la 
ideología incidió en los acontecimientos, también ella se vio configurada y cambiada por éstos. La guerra civil rusa, por citar un ejemplo temprano, tuvo un fuerte impacto 
sobre los planteamientos bolcheviques, revivificando la teoría llena de auto-confianza de una vanguardia combatiente, que Lenin había desarrollado en 1902, y que había 
permanecido inoperante o sin consecuencias durante al menos una década, e implantando en el partido, caracterizado previamente por una mentalidad civil, lo que un 
importante bolchevique llamó una «cultura militar-soviética».44 Sobre todo, la ideología oficial cambió radicalmente con Stalin. Muchos de los cambios en este aspecto ya 
han sido comentados por los estudiosos occidentales y soviéticos: el resurgimiento del nacionalismo, el estatismo, el anti-semitismo, y unas normas culturales y de 
comportamiento conservadoras o reaccionarias; la revocación de ideas y legislación a favor de los trabajadores, las mujeres, los escolares, las culturas minoritarias, y de 
igualitarismo, así como una multitud de símbolos revolucionarios y bolcheviques; y un cambio de énfasis en el que ya no son la gente normal sino los líderes y jefes oficiales 
los creadores de la historia.45 Estos cambios no fueron unas simples enmiendas, sino una nueva ideología que fue «cambiada en su esencia» y «no representaba ya al mis-
mo movimiento que tomó el poder en 1917».46 
De la misma forma hay que criticar la otra «dinámica» causal que se cita con frecuencia, los «principios organizativos» del partido —la teoría que implica que el 
estalinismo se originó en 1902 con ¿Qué hacer?, en el que Lenin esbozó su plan de un partido conspirativo de vanguardia capaz de inspirar la revolución de las masas 
eludiendo al mismo tiempo la represión policial zarista.47 Esto también es unidimensional y ahistórico. El tipo de organización bolchevique fue transformándose con los años, 
muchas veces como respuesta a acontecimientos externos, pasando de ser el partido ingobernable apenas organizado que participó con éxito en la política democrática 
de 1917, a ser el partido burocratizado y centralizado de los años 20 y el partido aterrorizado de los años 30, muchos de cuyos comités ejecutivos y secretariados habían 
sido detenidos y ejecutados.48 
Además, el argumento es en realidad una adaptación de la «ley de hierro de la oligarquía» de Michels, la cual se autoconcebía como una generalización relativa a todas 
las grandes organizaciones políticas y su tendencia a hacer una política oligárquica más que democrática. Esto puede ser muy revelador acerca de la ' evolución de las 
relaciones entre los líderes bolcheviques y el partido en su conjunto entre 1917 y 1929, como sucede con su aplicación a los partidos modernos en general. Pero no nos 
dice nada acerca del estalinismo, que no fue una política oligárquica sino autocrática,49 a menos que concluyamos que la «ley de hierro de la oligarquía» es en realidad la 
ley de hierro de la autocracia. 
ES cierto que la creciente centralización, burocratización e intolerancia administrativa después de 1917 favoreció al autoritarismo del sistema 
del partido único y allanó el camino al ascenso de Stalin. Pero argumentar que estos hechos predeterminaron al estalinismo es otra cosa. Incluso en los años 20, después 
de la burocratización y militarización promovidas por la guerra civil, la élite del partido no era (ni había sido nunca) la disciplinada vanguardia fantaseada en ¿Qué hacer? 
La dirección siguió siendo oligárquica; en palabras de uno de sus líderes, «una federación negociada entre grupos, grupillos, facciones, "tendencias"».50 En suma, los 
«principios organizativos» del partido no produjeron el estalinismo antes de 1929, ni lo hicieron desde la muerte de Stalin en 1953. 
 
Queda, entonces, el argumento según el cual las discontinuidades fueron secundarias respecto de las continuidades en la configuración del sistema político soviético 
bajo el bolchevismo y el estalinismo.51 Aunque en realidad es una cuestión empírica, parece que aquí también hay un importante lapsus metodológico. La importancia de 
la distinción entre la fachada oficial, o teatral, y la realidad interna (a veces disfrazada) de la política ha sido manifiesta ai menos desde que Walter Bagehot destruyó en 
1867 la teoría prevaleciente de la política inglesa al distinguir las partes «elegantes» y las «eficientes» del sistema. El argumento de los estudiosos occidentales en lo que 
se refiere a las continuidades fundamentales en el sistema político soviético se ha apoyado principalmente en lo que Bagehot llamó «elegante», las partes meramente 
aparentes o ficticias. 
Observando la realidad «eficiente» o interna hace vanos años, Robert C. Tucker llegó a una conclusión muy diferente. «La mejor forma de ver y analizar lo que nosotros 
descuidadamente llamamos "el sistema político soviético" es como una sucesión histórica de sistemas políticos dentro de un marco institucional más o menos continuo.» 
El sistema bolchevique fue la dictadura del partido caracterizada por la política oligárquica de los líderes del partido gobernante. Después de 1936 y la Gran Purga de Stalin, 
a pesar de una aparente «continuidad en las formas organizativas y la nomenclatura oficial... el sistema de partido único fue sustituido por un sistema unipersonal, el 
partido gobernante por un personaje gobernante». Esto significó un cam- ; bio de carril, de un régimen con un partido oligárquico 5 a un régimen autocrático tipo Führer, 
y fue «reflejado en todo un sistema de cambios del proceso político, del modelo ideológico, de la organización del poder supremo, y de las pautas de comportamientos 
oficiales».52 Las aparentes continuidades citadas con frecuencia en los estudios de sovietología —el líder, el partido, el terror, la guerra de clases,, la censura, el marxismo- 
leninismo, la purga, etc.— fueron sintéticas e ilusorias. Puede que los términos todavía tuvieran aplicación, pero su significado era distinto.53 
La conclusión de Tucker de que el terror de Stalin «destruyó la columna vertebral del partido, eliminándolo como... clase dirigente», «ha sido confirmada ampliamente 
por otras pruebas más recientes.54 Después de que las purgas eliminaran como poco un millón de sus miembros entre 1935 y 1939, la primacía del partido —la «esencia» 
del bolchevismo-leninismocitada en la mayoría de las definiciones académicas-— desapareció. Su élite (casi la totalidad de ella fue eliminada), los militantes normales (el 
70% de sus miembros en 1939 habían entrado en el partido después de 1929), su ethos, y su papel ya no eran los del viejo partido, ni siquiera los del partido de 1934. 
Evidentemente, el Partido Comunista seguía jugando un papel en el sistema soviético y quedó consagrado en la cultura política oficial. Pero, incluso en su nueva forma 
estalinista, su importancia política fue muy inferior a la de la policía, por ejemplo, \ y su estimación oficial muy inferior a la del estado. Sus órganos deliberantes -—el 
congreso del partido, el comité central y, al final, incluso el Politburó— raramente fueron convocados.55 Como consecuencia, la historia del partido anterior a estos 
acontecimientos, que fue distinta, ya no pudo escribirse, ni para distorsionarla: -entre 1938 y 1953 se redactó sólo una tesis doctoral acerca de este tema tan tratado 
anteriormente.56 
A veces se señala como última defensa de la tesis de la continuidad que el «estalinismo» no fue reconocido nunca oficialmente durante el gobierno de Stalin, sólo el 
«marxismo-leninismo». Aplicando el método de Bagehot, esto no nos dice nada.57 Además, el argumento no es del todo correcto. A medida que el culto de Stalin como líder 
infalible (lo cual, hay que decirlo, era muy distinto al anterior culto bolchevique a un partido históricamente necesario pero no infalible) se transformaba la deificación literal 
del líder después de 1938, el adjetivo estalinista se aplicaba cada vez más a la gente, las instituciones, las ideas ortodoxas, a los sucesos, e incluso a la historia. Esto fue 
una desviación de la línea marcada, incluso al principio de los años 30, cuando estas cosas se llamaban leninistas, bolcheviques, o soviéticas. El hecho reflejaba, entre otras 
cosas, el declive del propio Lenin en la estimación oficial.58 Permanecieron las frases tópicas como «las enseñanzas de Lenin y Stalin». Pero surgieron otras menos 
ecuménicas para caracterizar la construcción del socialismo soviético como «la gran causa estalinista», a Stalin sólo como «genio-arquitecto del Comunismo», y a la historia 
soviética como «la época de Stalin».59 El término «estalinismo» fue prohibido para el uso público oficial, pero el concepto estuvo profundamente arraigado tanto táci-
tamente como oficialmente.60 
7 
Si los símbolos pueden decirnos algo de la realidad política, habría que prestar atención al comentario de un disidente soviético acerca de la estatua del Príncipe 
Dolgoruky que Stalin erigió en el lugar donde Lenin, en una ocasión, había descubierto un monumento levantado a la primera Constitución soviética: «El monumento del 
sangriento príncipe feudal se ha convertido en una especie de personificación de la sombría época del culto a la personalidad. El caballo del príncipe feudal se sitúa de 
espaldas a los Archivos del Partido donde se conservan las obras inmortales de Marx, Engels y Lenin y donde se erige una hermosa estatua de Lenin».61 
LA idea de la «línea recta» programática a partir de 1917 subyace a los otros argumentos de la tesis de la continuidad. Es la opinión, muy extendida en los estudios 
sovietológicos, de que la colectivización en masa de Stalin y el fuerte, impulso de industrialización entre 1929 y 1933, la sacudida paroxística que más tarde el propio Stalin 
llamaría justificadamente «revolución desde arriba», todo ello representaba la continuación y la consumación del pensamiento bolchevique con respecto a la moderniza-
ción, o a la construcción del socialismo en Rusia. En otras palabras, aunque se concediese que el terror de 1936-1939 fue una ruptura con el bolchevismo originario, ¿qué 
decir de los acontecimientos de 1929-1933? 
El argumento de la continuidad programática se apoya en unas interpretaciones interrelacionadas de los dos períodos de la política bolchevique anteriores al terror: el 
comunismo de guerra —la nacionalización extrema, requisa de cereales, y la intervención monopolista del estado realizada durante la guerra civil 1918-1920— y la Nueva 
Política Económica (NEP) —las políticas agrarias e industriales moderadas y la economía mixta de 1921-1928 con el sector privado y el sector público. Esencialmente el 
argumento discurre de i la siguiente forma: el comunismo de guerra fue principalmente un producto de las ideas programáticas- I ideológicas originales del partido (a veces 
se llaman «proyectos»); una especie de programa intensivo de socialismo.62 Estos frenéticos proyectos fallaron en 1921 (debido a la oposición de la población, y el partido 
se vio forzado a retirarse al terreno de una nueva política económica de concesiones a la empresa privada en el campo y en las ciudades. Por tanto, en la bibliografía 1 se 
interpreta la política oficial bolchevique durante los jocho años de la NEP (y la misma NEP como orden socio-político) como «meramente un período de respiro», «una 
operación de espera» o «una retirada estratégica, durante la cual las fuerzas del socialismo en Rusia se agruparían de nuevo, se recuperarían, y entonces reanudarían su 
marcha».63 
La forma en que estas dos interpretaciones convergen en una única tesis de la continuidad programática entre el bolchevismo y la revolución desde arriba de Stalin 
queda ilustrada en una obra clásica de historia general. El comunismo de guerra se presenta como «un intento, que resultaría prematuro, de realizar los objetivos 
ideológicos declarados del partido», y la NEP, en el pensamiento bolchevique, como «una maniobra táctica a seguir sólo hasta que el inevitable cambio de condiciones 
hiciera posible la victoria». Así, el autor se s queda maravillado ante la política de Stalin de 1929-33: 
1 «Es difícil encontrar un régimen o partido semejante a éste, el cual 
estuvo en el poder durante diez años, esperando con paciencia hasta sentirse lo suficientemente fuerte como para cumplir con su programa original».64 El problema de esta 
interpretación es que no concuerda con la mayor parte de los hechos históricos. Puesto que he expuesto estos temas bastante detalladamente- en otros estudios,65 seré 
conciso. 
Hay tres opciones fundamentales en contra de la tesis que localiza los orígenes del comunismo de guerra en el programa bolchevique originario. En primer lugar, aunque 
parezca extraño para un partido llamado en tantas ocasiones «doctrinario», los bolcheviques no tenían una política económica definida al llegar al poder en octubre de 
1917. Existían unos objetivos y preceptos generales —el socialismo, el control obrero, la nacionalización, la agricultura a gran escala, la planificación y cosas de este tipo— 
pero se expresaban de una forma muy imprecisa y con interpretaciones de lo más dispar ¡dentro del mismo partido. Los bolcheviques habían pensado más bien poco acerca 
de política económica práctica antes de octubre y, después, pocos fueron los puntos en los que llegaron a un acuerdo.66 
 En segundo lugar, el programa inicial del gobierno bolchevique, en el sentido de una política oficialmente definida, no fue el comunismo de guerra, sino lo que Lenin llamó 
en abril-mayo de 1918 «el capitalismo de estado», que fue una mezcla de medidas socialistas y concesiones a la estructura capitalista existente y el control de la 
economía.67 Si aquel primer programa bolchevique se parecía en algo a algún programa posterior, era a la NEP. Y en tercer lugar, la misma política del comunismo de guerra 
no empezó hasta junio de 1918 y como respuesta a la amenaza de una guerra civil prolongada y a la disminución del aprovisionamiento, una situación en la que «el 
capitalismo de estado» conciliador de Lenin quedó inmediatamente desfasado.68 
Esto no quiere decir que el comunismo de guerra no tuviese su componente ideológico. Mientras la guerra civil se profundizaba en un gran conflicto social, las medidas 
oficiales se extremaban cada vez más, y el significado y«la defensa de la revolución» se hacían inseparables. Los bolcheviques, naturalmente, infundieron a estos 
proyectos improvisados un significado programático altamente teórico más allá de la victoria militar. Se hicieron ideológicos.69 Hay que estudiar a fondo la evolución del 
comunismo de guerra y su legado relacionado con el estalinismo (aunque no hay que exagerar las semejanzas). Pero los orígenes no se encontrarán en el programa 
bolchevique de octubre. 
A cuestión de la NEP es todavía más importante. Las medidas económicas oficiales de 1921-28 -J no sólo fueron muy distintas a las de Stalin de 1929-1933, sino 
que el orden socio-político de la NEP, con su pluralismo social oficialmente tolerado en la vida económica, cultural-intelectual, e incluso política (en los soviets locales y altos 
organismos del estado), representa un modelo histórico del comunismo soviético radicalmente diferente al estalinismo.70 Además, la consideración habitual del 
pensamiento bolchevique tiene más problemas porque todos los estudiosos son conscientes de que hubo un intenso debate político en los años 20, una circunstancia que 
no se compagina fácilmente con la interpretación simplista de la NEP como un simple expediente programático, o una antesala del estalinismo. 
Las tensiones inherentes a esta interpretación están relacionadas con unos convencionalismos secundarios pero significativos de la investigación sovietológica sobre la 
NEP. Los debates programáticos de los años 20 son vistos generalmente como una extensión de la rivalidad Trotsky-Stalin, y emplean estos términos (o perpetúan los 
términos faccionales de equivocada aplicación, «la revolución permanente» o «el socialismo en un solo país»). Trotsky y la oposición de izquierdas son supuestamente 
anti-NEP y embrionariamente estalinistas y los progenitores de «casi todos los puntos importantes del programa político que fue llevado a cabo más 'tarde por Stalin». Se 
dice que Stalin robó, o adoptó la política económica de Trotsky en 1929. Y después de pintar «una afinidad fundamental entre los planes de Trotsky y las acciones de 
Stalin», y después de excluir cualquier alternativa real, dichas interpretaciones secundarias sugieren que hubo al menos una continuidad significativa entre el pensamiento 
bolchevique y el estalinismo en los años 20, y están detrás de la interpretación general de la NEP.71 Pero los hechos citados no son correctos. 
El tratamiento tradicional de los debates económicos (no nos interesa aquí la polémica relacionada con la política del Comintern o con la burocracia del partido) enfocado 
desde el punto de vista de la rivalidad de Trotsky y Stalin no tiene ninguna relación con las discusiones que tuvieron lugar de hecho entre 1923 y 1927. Si se pueden 
dicotomizar y personalizar tales políticas rivales, entonces éstas fueron las de trotskistas y bujarinistas. La política de Stalin relativa a industria, agricultura y planificación 
fue la del máximo teórico del partido, Nikolai Bujarin, es decir, pro-NEP, evolutiva, moderada. Esta afinidad fundamental fue el cementó del duunvirato Stalin-Bujarin, el 
cual hizo la política oficial y encabezó la mayoría del partido contra la oposición de izquierdas hasta principios de 1928. Durante aquellos años no hubo ideas públicamente 
«estalinistas», excepto «el socialismo en un solo país» que también fue de Bujarin.72 Si hay que fijar algún «ismo», no hubo estalinismo, sino bujarismo o trotskismo, como 
se entendía entonces. Así, la oposición de 1925 se quejaba de que «el camarada Stalin se ha hecho prisionero de esta línea política, cuyo creador y autentico representante 
es el camarada Bujarin». Stalin no fue prisionero, sino un partidario voluntario. Contestó: «apoyamos y apoyaremos a Bujarin.»73 
Las propuestas económicas bujarinistas para la modernización y la construcción del socialismo en la Rusia soviética de los años 20 son muy claras. Desarrollando os 
temas de los últimos escritos de Lenin, que constituían una defensa de la NEP y, al mismo tiempo, una ampliación de la misma como camino hacia el socialismo, y añadiendo 
algunos temas suyos, Bujarin se convirtió en el teórico principal de la NEP. A pesar de que sus proyectos entre 1924 y 1928 evolucionaron hacia una mayor planificación, 
una fuerte inversión en la industria, la creación de un sector agrícola colectivo parcial y voluntario, permaneció fiel al marco económico de la NEP de un sector estatal o 
«socialista» (principalmente la industria a gran escala, el transporte, y la banca), y un sector privado (granjas de campesinos, la fabricación a pequeña escala, el comercio, 
y empresas de servicios) interrelacionados a través del mercado. Incluso durante la crisis de 1928-1929, la NEP fue para los bujarinistas un modelo de desarrollo viable (no 
estático), del cual dependía la paz civil, y que era capaz de compaginar las aspiraciones bolcheviques y la realidad social rusa.74 
¿Y Trotski y la izquierda? A pesar de que muchas veces su retórica política fue el heroísmo revolucionario, las propuestas económicas concretas de Trotski en los años 20 
se basaron en la NEP y su continuación. Pidió con anterioridad a Bujarin, mayor atención a la industria pesada y a la planificación, y le preocupaban más los «kulaks»; pero 
sus remedios eran moderados, orientados hacia el mercado o «nepistas», según la expresión utilizada entonces. Como Bujarin, fue un «reformista» de la política económica 
que confiaba en la evolución de la NEP para conducir a Rusia hacia el industrialismo y el socialismo.75 
Incluso Evgeni Preobrazhenski, el profeta de la «superindustrialización» de la oposición de izquierdas, cuyos temidos argumentos a favor de la necesidad de «una 
acumulación socialista primitiva» basada en la «explotación» del sector campesino se citan muchas veces como la inspiración de Stalin, aceptó el sello oficial de la economía 
de la NEP. Pretendía «explotar» la agricultura campesina a través de las relaciones del mercado, fijando, de forma artificial, más altos los precios industriales del estado 
que los precios agrícolas.76 Tanto él, como Trotski, como la izquierda bolchevique en general contaron con la agricultura campesina para un futuro previsible. Por muy 
inconsistentes que hubiesen podido ser sus ideas, ninguno de ellos abogó nunca por imponer la colectivización, y muchísimo menos por la colectivización en masa como 
método de requisición o solución al retraso industrial.77 
Los debates entre bujarinistas y trotskistas en los años 20 representan toda la gama del alto pensamiento programático bolchevique, de derecha a izquierda. Los dos 
bandos discreparon en cuestiones económicas importantes, desde la política de precios e impuestos agrícolas, hasta las posibilidades de realizar una planificación global. 
Pero, al contrario que los temas internacionales y políticos que tanto agriaron la lucha fraccional, las discrepancias fueron limitadas dentro de los parámetros del «nepismo» 
aceptado por los dos ¡bandos, aunque con distintos grados de entusiasmo. 
De hecho, el programa bujarinista revisado que fue adoptado como primer Plan Quincenal en el XV Congreso del partido en diciembre de 1927, y que propugnaba una 
inversión industrial más ambiciosa así como una parcial colectivización voluntaria, representaba una especie de fusión del pensamiento bujarinista y trotskista, resultado 
de los debates desarrollados a lo largo de los años 20.78 Cuando Stalin, año y medio más tarde, abandonó dicho programa, abandonó al mismo tiempo el pensamiento de 
la corriente principal del bolchevismo relativo al cambio económico y social Después de 1929 y del final de la NEP, la alternativa programática bolchevique al estalinismo 
de hecho y reconocida dentro del mismo partido, fue básicamente bujarinista. Desde lejos, en el exilio, Trotski dirigía sus acusaciones contra el régimen de Stalin; no 
obstante, sus propuestas económicas a principios de los años 30 se aproximaban, igual que en losaños 20, mucho más a las de Bujarin y llegaron a ser «enteramente 
indistinguibles» de éstas.79 
La NEP surgió en 1921 como una retirada poco noble, y el resentimiento contra la economía, política, y cultura de la NEP continuó a lo largo de los 20. Dicho 
resentimiento se perpetuaba en la tradición heroica bolchevique de Octubre y de la guerra civil, y probablemente era muy fuerte entre los cuadros formados por la 
experiencia de guerra de 1918-1920 y la generación más joven. Stalin sacaría partido de estos sentimientos. reales para su repetición de la guerra civil en 1929-1933. Pero, 
por razones que van más allá de lo que nos ocupa aquí, en 1924 la NEP había adquirido una legitimidad general entre los líderes bolcheviques. Ni siquiera Stalin se atrevió 
a desafiar dicha legitimidad en su contienda final con los bujarinistas en 1928-1929. Hizo campaña y ganó, no como supresor de la NEP, ni como partidario de «la revolución 
desde arriba», sino como un líder «tranquilo y lúcido», capaz de hacerla funcionar.80 Incluso después de derrotar al grupo bujarinista en abril de 1929 y mientras la NEP 
se desmoronaba bajo la política radical de Stalin, sus editoriales seguían insistiendo en que «la NEP es la única política correcta de la construcción socialista», ficción que 
se mantuvo oficialmente hasta 19 31.81 
No se trata aquí de explicar los fatídicos acontecimientos de 1928-1929, sino de recalcar que la nueva política estalinista de 1929-1933, que se conocía por el nombre 
del «gran cambio», fue una desviación radical del pensamiento programático bolchevique. Ningún líder ni fracción bolchevique había abogado jamás por nada semejante 
8 
a la colectivización forzosa, la «liquidación» de campesinos supuestamente prósperos (kulaks), la industrialización pesada a marchas forzadas, la destrucción del sector de 
mercado en su totalidad, y un «plan» que en realidad no era ningún plan, sino el control hipercentralizado de la economía conseguido a base de órdenes y directivas.82 Estos 
años de la «revolución desde arriba» fueron, histórica y programáticamente, el nacimiento del estalinismo. Partiendo de esta gran discontinuidad, seguirían otras. 
LA tesis de la continuidad, por su tratamiento del estalinismo como bolchevismo «plenamente desarrollado» y de la Unión Soviética de los años 30 como función y 
extensión de 1917, ha impedido que el estalinismo sea estudiado como un sistema específico con su propia historia y cuyo legado específico pesa todavía sobre dicho país. 
Es cierto, como ha demostrado Tucker que algunos aspectos definitivos e incluso esenciales del estalinismo, incluyendo algunos cambios decisivos de su historia y muchos 
de los “excesos”, no pueden entenderse sino desde el punto de vista de Stalin como personaje político. No obstante, quedan por estudiar muchos factores políticos, sociales 
e históricos importantes que contribuyeron a la complejidad del estalinismo como fenómeno histórico y contemporáneo fundamental. Dichos factores se estudian hoy en 
día con más detenimiento debido al acceso a nuevas fuentes, a perspectivas académicas más maduras, y a la discusión de los mismos temas a lo largo de las últimas tres 
décadas dentro de la propia Unión Soviética. 
Como primer paso, es importante desechar la costumbre ahistórica de pensar en el sistema estalinista como un fenómeno que no cambia. El desarrollo histórico del 
estalinismo ha de ser trazado y analizado en sus varias etapas, desde los acontecimientos de auténtico carácter revolucionario del principio de los años 30 hasta el orden 
socio-político rígidamente conservador de 1946-1953.84 Claro está que el mismo cambio de una transformación radical a un orden profundamente conservador debe ser 
objeto de un estudio más detenido. Los mismos años 30 deberían dividirse en distintos períodos, incluyendo por lo menos la sacudida social de 1929-1933, el interregno 
de 1934-1935 cuando se discutía la política del futuro entre los altos mandos, y el período de 1936-1939 que vio el gran terror contra la vieja élite del partido y el triunfo 
final del estalinismo sobre la tradición bolchevique y la consumación política de la revolución desde arriba. 
Los años 1929-1933, que normalmente son tratados de una forma confusa en las teorías occidentales y soviéticas oficiales sobre el estalinismo,85 son especialmente 
importantes. Fueron los años formativos del estalinismo como sistema; presagiaron y dieron lugar a muchos acontecimientos posteriores. Por ejemplo, varias ideas fijas 
características del estalinismo pleno, incluyendo la mortífera noción de una inevitable «intensificación de la lucha de clases» que se convirtió en la ideología del terror 
masivo de 1937, aparecieron por primera vez en la campaña de Stalin de 1928-1930, en la cual intentó desacreditar todas las ideas bujarinistas y las relacionadas con la 
NEP. De modo parecido, el papel personal desempeñado por Stalin en 1929 al desencadenar la colectivización forzosa y elevar los objetivos industriales sin contar con la 
colaboración de los órganos deliberantes del partido, anticipó la autocracia plena de sus últimos años.86 De forma más general, como ha mostrado Moshe Lewin en sus 
estudios de la historia social entre 1929 y 1933, muchas características administrativas, legislativas, de clase, e ideológicas del estado estalinista maduro empezaron a 
configurarse como soluciones improvisadas al caos social, a la «sociedad de arena movediza» que se produjo con la destrucción de las instituciones y procesos de la NEP 
durante el primer impulso de la revolución desde arriba. En la perspectiva desde abajo que aporta Lewin, pionero estudio de este género en nuestra bibliografía y rico 
ejemplo de la historia social multidimensional, el sistema estalinista fue más una serie de intentos desesperados de hacer frente al caos social y a las crisis creadas por la 
misma jefatura estalinista entre 1929 y 1933 que el producto de los programas o planificación bolcheviques. 
 
RESPECTO a los acontecimientos posteriores, sería un error interpretar el asalto terrorista estalinista a los cuadros dirigentes soviéticos entre 1936 y 1939 como un derivado 
«necesario» o la revolución social impuesta de 1929- 1933. En 1934-1935, muchos líderes del partido probablemente una mayoría, abogaron por una línea muy distinta. 
Es más, existen pruebas muy claras de que las purgas no fueron en cierto modo racionales, como las han imaginado algunos académicos, en función de la modernización, 
una especie de Geritol terrorista que aceleraría el proceso y eliminaría a los funcionarios más obsoletos. En realidad, el terror destruyó o retrasó muchos de los auténticos 
logros de 1929-1936.88 
No obstante, las dos grandes sacudidas están relacionadas de una forma importante y merecen un estudio detenido. La enorme expansión de la represión policial, de las 
fuerzas de seguridad, y el archipiélago de campos de trabajos forzados entre 1929 y 1933 fueron al mismo tiempo el trasfondo y el mecanismo de los acontecimientos de 
1936-1939. Además, el período tuvo otras consecuencias menos obvias pero quizás de igual importancia. Aun cuando la masiva colectivización forzosa no se originó como 
política del partido, ni / siquiera de la dirección colectiva, por otra parte toda la élite del partido, y probablemente todo el partido, estuvieron implicados en las calamidades 
económicas y criminales producidas por las medidas de Stalin que culminaron en la terrible hambre de 1932-1933. Todo funcionario medianamente informado debió saber 
que la colectivización era un desastre que destruía la producción agrícola, diezmaba el ganado y mataba a millones de personas.89 
Sin embargo, en la ideología oficial fue obligatorio elogiar la colectivización como un gran logro del líder Stalin. Aquella singular discrepancia entre las declaraciones 
oficiales y la realidad social, que no era una característica del bolchevismo originario, fue un gran paso hacia la progresiva ficcionalizaciónde la ideología soviética bajo 
Stalin. Debió tener un efecto profunda- i mente desmoralizador entre los funcionarios del partido, contribuyendo a que su resistencia fuera aparentemente escasa cuando 
el terror estalinista cayó sobre ellos mismos en 1936-1939. Como mínimo, les implicaba en el culto de la infalibilidad de Stalin, que aumentaba a medida que la situación 
se hacía más desastrosa, y que se convirtió en un rasgo inherente al sistema estalinista.90 
Los pocos intentos auténticos de analizar el estalinismo como sistema socio-político han sido los de marxistas críticos que presentan teorías de una «nueva clase» o de 
una «burocracia gobernante» cuando hablan del tema. Este tipo de obra son de corte muy diverso e incluyen distintas discusiones de si la burocracia estalinista puede verse 
como clase o estrato, y de qué tipo. Asimismo, aportan datos valiosos relacionados con la sociología del estalinismo, un tema que normalmente los estudios académicos 
pasan por alto, y nos recuerdan que los estratos administrativos creados en los años 30 tuvieron una fuerte incidencia en la naturaleza del estalinismo maduro, sobre todo 
en su anti-igualitarismo, estratificación rígida, y su conservadurismo cultural y social.91 
Sin embargo, como teoría o interpretación general del estalinismo, el planteamiento tiene graves defectos. El argumento según el cual una clase burocrática gobernante 
fue la fuerza animadora detrás de los acontecimientos de 1929-1930 no tiene sentido, ni lógica ni empíricamente. Empezando por el demostrable papel de Stalin, que en 
dichas teorías se limita al de un jefe burocrático más, queda por explicar cómo pudo ser que una burocracia que se define como profundamente conservadora concertara 
y llevara a cabo una política tan radical y peligrosa como la de la colectivización forzosa. 
Y, de hecho, las repetidas campañas de Stalin con el propósito de radicalizar y animar al funcionariado durante los años 1929-1930 y después, apuntan a una burocracia 
del partido-estado amedrentada y reacia, y no a una burocracia capaz de actuar. Tampoco queda muy claro si esta teoría es capaz de explicar la matanza masiva de los 
cuadros soviéticos de alto nivel durante el período 1936-1939, a menos que concluyamos que la clase burocrática «gobernante» se suicidó. 
Aquí nos enfrentamos otra vez más con la inherente dificultad de aplicar los conceptos occidentales, sean marxistas o de la teoría de la modernización, a una realidad 
política y social como la soviética, configurada por las tradiciones históricas y culturales rusas. Una razón por la que las teorías inspiradas en Occidente son poco aplicables 
a las élites administrativas estalinistas creadas en los años 30, es que éstas se parecen más a los tradicionales soslovie zaristas, una clase funcionarial privilegiada que servía 
al estado —en este caso al resurgido estado ruso92— más que gobernaba al mismo. Hoy en día puede que haya una clase o burocracia soviética gobernante que se ha 
emancipado en las últimas décadas; está claro que el alto funcionariado ha desempeñado un papel muy importante a la hora de hacer o deshacer la política de los líderes 
desde la muerte de Stalin. Pero durante los años de su formación y martirio con Stalin, la burocracia, a pesar de su posición y poder sobre sus inferiores, en última instancia 
no gobernó. 
HAY un problema parecido cuando se confía acríticamente en el paradigmático concepto occidental de la modernización para caracterizar todo lo que ocurrió en los años 
30 estalinistas. Evidentemente, es cierto que la política de Stalin creó unos aspectos importantes de lo que se llama la modernidad, entre ellos, el industrialismo, la 
tecnología, ciudades grandes, y la alfabetización de las masas. Sin embargo, también es cierto que el estalinismo trajo otros cambios importantes a la vida económica, social 
y política que no fueron ni «modernos» ni «progresivos», sino tradicionales e incluso retrógrados. Al lado de las grandes fábricas, ciudades y escuelas, se desarrollaba una 
autocracia política tipo zarista, un culto casi medieval al líder, la semi-servidumbre de los campesinos colectivizados y un amplio uso de trabajo en condiciones casi de 
esclavitud. Estos aspectos del sistema estalinista eran anacronismos impuestos que tenían más que ver con el pasado ruso que con los modelos occidentales de la 
modernización; y han constituido también un legado de los años 30. Cincuenta años más tarde, es todavía erróneo hablar de la Unión Soviética como un país 
'«modernizado» sin matizar. En realidad sigue siendo dos países: uno de ellos es moderno e incluso occidentalizado, el otro —incluyendo vastas zonas del campo, las 
provincias y la economía, e implicando a grandes segmentos de la población— tiene más afinidades con lo que los teóricos de la modernización llaman el subdesarrollo o 
el tercer mundo. 
Por tanto, los estudios del estalinismo que toman en cuenta las tradiciones histórico-culturales rusas son esenciales aunque también a veces han sido mal interpretados 
por los académicos occidentales. No raramente los estudios tempranos de la era estalinista desde el punto de vista histórico-cultural se convirtieron en interpretaciones 
monocausales de una revolución comunista inevitablemente deshecha o fatídicamente transformada por la fuerza inexorable de las tradiciones históricas rusas. En lugar 
de plantear la tradición con- textualmente, aquellos autores la trataron como si fuera casi autónoma y determinista.93 «Toda revolución lograda tiene su Termidor», como 
señaló Carr.94 Pero el resultado no está determinado por el pasado; es una mezcla de nuevos y viejos elementos, y el carácter del resultado depende en gran parte de las 
circunstancias sociales y políticas contemporáneas. En 1932 y 1933, por ejemplo, los líderes estalinistas reintrodujeron el sistema del pasaporte interno, el cual se 
consideraba símbolo del zarismo y era por tanto despreciable en la mentalidad de todos los revolucionarios rusos, incluidos los bolcheviques. Esto es un ejemplo de una 
tradición resucitada, pero también de una política y de una crisis contemporánea, pues esta medida retrógrada surgió como respuesta directa al caos social, en concreto 
a las masas de campesinos que vagaban por el país en busca de alimentos como consecuencia de la colectivización. 
Las tradiciones rusas y la cultura política prerrevolucionaria nos permiten comprender muchas cosas, desde la mentalidad personal y los rasgos autocráticos de Stalin, 
como ha demostrado Tucker, hasta la base social del estalinismo como sistema. En particular, surge la importante cuestión del apoyo popular al estalinismo en la sociedad 
soviética. Los estudios sovietológicos más antiguos suelen pasar el tema por alto e incluso negarlo porque no es consecuente con la imagen de un régimen «totalitario» 
que domina únicamente con los mecanismos del poder a una población desventurada y «atomizada». Aunque difícilmente pueden exagerarse los poderes de coacción y 
la diaria represión del sistema estalinista, como explicación satisfactoria de la relación entre el partido-estado estalinista y la sociedad no es más válida que una 
interpretación semejante aplicada a la Alemania de Hitler. 
Aunque la naturaleza y extensión del apoyo popular al estalinismo varió a lo largo de los años, es evidente que fue sustancioso desde el principio y durante los peores 
años. No todo este estalinismo popular se explica con dificultades. La revolución desde arriba de Stalin de los años 30 fue impuesta; sin embargo, precisaba de agentes 
entusiasmados de abajo y los encontró, aunque fueran sólo una relativa minoría de los ciudadanos. Funcionarios muy dedicados, intelectuales, trabajadores e incluso 
algunos campesinos se presentaron para luchar y ganar en los «frentes» —así se llamaban— culturales, industriales y rurales.95 Además, una revolución desde arriba 
supone una gran expansión del estado y sus funciones, lo cual a su vez suponeuna expansión pareja de trabajos oficiales y privilegios. Millones de personas fueron víctimas 
del estalinismo, pero también millones se beneficiaron del mismo y, por tanto, se identificaron con el sistema —no sólo la plétora de «pequeños Stalin» por toda la 
administración soviética, sino también la multitud de pequeños funcionarios y trabajadores que fueron trepando la escala social y ganando posiciones aventajadas e incluso 
9 
elitistas. Medvedev sugiere que es posible que incluso las purgas sangrientas tuviesen algún apoyo entre los trabajadores que vieron en la repentina caída de sus jefes o 
burócratas «el sueño del desquite de los de abajo ayudados por una justicia superior».97 
Por otra parte, a mediados de los años 30, todos estos acontecimientos formativos del estalinismo se desenvolvían en un ambiente oficial de resurgimiento nacionalista 
y de los valores tradicionales que incluía una rehabilitación selectiva del mismo zarismo. La jefatura estalinista identificaba cada vez menos su revolución desde arriba con 
las ideas del bolchevismo originario y más con la larga historia de la Rusia zarista relativa a la construcción del estado, la lucha contra el atraso, y las aspiraciones de una 
potencia mundial, todo lo cual sin duda ganó todavía más apoyo popular para Stalin.98 Al final, el gran impulso patriótico popular durante la guerra contra Alemania entre 
1941 y 1945, a pesar de los desastres iniciales y de los más de 20 millones de bajas (o quizás a causa de ellos), se tradujo en un importante nuevo apoyo para un sistema 
estalinista todavía más nacionalista, y ahora también victorioso. 
PARA comprender no sólo los años de Stalin sino también los posteriores a él, también hay que replantear, en un contexto más amplio y desde una perspectiva más 
distanciada, otros aspectos del estalinismo que normalmente se consideran parte de la revolución desde arriba y, por tanto, sin raíces sociales. Evidentemente, los 
principales portadores de una tradición cultural son los grupos y las clases sociales. En los años 30, la mayoría rural y «pequeño burguesa» de la vieja Rusia acudió en masa 
a las ciudades para formar la nueva clase trabajadora, la clase media, y el funcionariado del partido-estado, esa mayoría «filistea» que todavía es causa de frustración tanto 
para los reformadores como para los disidentes soviéticos. Si los hechos se entienden en este contexto, se comete un error al interpretar toda la cultura popular y política 
estalinista como un simple mecanismo de censura y represión del estado. Una gran parte de la cultura estalinista —hasta las novelas más tópicas y las afirmaciones más 
chovinistas— probablemente estuvo profundamente arraigada en la nueva y todavía insegura clase media y en el funcionariado disperso, cuyos auténticos valores propios, 
percepciones de sí mismo y conformismo cultural encontraron expresión en ella.99 
De hecho, el culto a Stalin, en cierto modo la institución más importante del sistema autocrático estalinista, fue un ejemplo dramático tanto de una tradición cultural como 
de apoyo popular. La cúpula estalinista promovió el culto desde arriba, y éste encontró tierra fértil, convirtiéndose (como dicen muchas fuentes soviéticas) en un auténtico 
fenómeno social. De una celebración interna del nuevo líder del partido en 1929 se transformó en una especie de religión de masas, «una forma peculiarmente soviética 
de adoración».100 Ni la tradición bolchevique ni el modesto culto a Lenin, ni la satisfacción personal de Stalin son razones suficientes para explicar las dimensiones populares 
que adquirió. Para ello, debemos de tener en cuenta otros valores y costumbres más antiguas, «mandatos no escritos llevados por el viento».101 No es de extrañar, como 
se constata en la política soviética contemporánea, que dichos sentimientos populares hayan sobrevivido al mismo Stalin. □ 
Traducción de Tom Mattingley. 
 
 
 ------------------------------------------------------------------------------------------ NOTAS — — 
(1) Véase, por ejemplo, Pieter GEYL, Nopoleon: For and Against (Londres, 1949); y R. C. RICHARDSON, The Debate on the English Revolution (Londres, 1977). 
(2) Esta opinión está basada en un estudio de la literatura publicada a partir de finales de los años cuarenta. Otros autores han opinado,' favorable o desfavorablemente, sobre el consenso. Véase Hannah ARENDT, 
«Understanding Bolshe- vism», Dissent, enero-febrero de 1953, pp. 580-583; Isaac DEUTSCHER, Russia in Transition (Nueva York, 1960), p. 217; y H. T. WILLETS, «Death and Damnation of a Hero», Survey, abril de 1963, p. 9. Robert 
C. TUCKER fue durante años una importante excepción. Veía una discontinuidad mayor, incluso un «abismo», entre bolchevismo y estalinismo. Véase su libro The Soviet Political Mind, ed. rev. (Nueva York, 1971). Barrington 
MOORE en Soviet Politics-The Dilema of Power, ed. rev. (Nueva York, 1965) discrepa, en aspectos importantes, de la interpretación del consenso pero en general está de acuerdo con la escuela de la continuidad. 
(3) Para un punto de vista similar, véase Robert T. SLUSSER, «A Soviet Historian Evaluates Stalin's Role in His- tory», American Historical Review, diciembre de 1972, p. 1.393. Hasta hace poco tiempo había muy pocos estudios 
académicos, si es que había alguno, sobre el estalinismo soviético como fenómeno específico. El primer estudio ambicioso fue el de Robert C. TUCKER, ed., Stalinism: Essays in Historical lnterpretation (Nueva York, 1977). Para 
posteriores y diferentes aproximaciones, véase Alvin W. GOULDNER, «Stalinism: A Study of Internal Colonialism», Telos, Invierno de 1977-78, pp. 5-43; G. R. URBAN, ed., Stalinism: Its Jmpact on Russia and the World (Londres, 1982); 
y Giuseppe BOF- FA, II fenomeno Stalin nella storia del xx secolo (Roma, 1982). 
(4) Abraham ROTHBERG, The Heirs of Stalin: Dissiden- ce and the Soviet Regime (Ithaca, N. Y., 1972), pp. 377-378. Para un punto de vista crítico similar, véase TUCKER, The Soviet Political Mind, p. 19. 
(5) Posiblemente el primer escritor que afirmó que la política de Stalin debería ser llamada «estalinismo» y «no marxismo ni tampoco leninismo» fue el corresponsal americano Walter Duranty. Véase el conjunto de sus 
crónicas para The New York Times en junio dé 1931, recogido en Duranty Re- ports Russia (Nueva York, 1934), pp. 186-219. Para una objeción a esta caracterización de la época, véase Jay LOVES- TONE, «The Soviet Union and Its 
Bourgeois Critics», Revolu- tionary Age, 8 y 22 de agosto y 15 de septiembre de 1931. 
(6) León TROTSKY, Stalinism and Bolshevism (Nueva York, 1972), pp. 15, 17; y también su libro The Revolution Betrayed (Nueva York, 1945). Asimismo véase su libro Their Moráis and Ours (Nueva York, 1937); y Writings 
of León Trotsky, 1937-38 (Nueva York, 1970), pp. 169-72. 
(7) Muchos comunistas soviéticos y no soviéticos dijeron más tarde que su actitud crítica hacia el estalinismo disminuyó y cambió en los años treinta cuando vieron que había que escoger entre la Rusia soviética y la 
Alemania de Hitler. A menudo se rechaza esta explicación injustamente. Este punto de vista influyó también en el pensamiento de los no comunistas, incluidos algunos emigrados rusos anticomunistas. Véase, por ejemplo, 
Nicholas BERDYAEV, The Origin of Russian Communism (Ann Arbor, 1960), p. 147. 
(8) Las principales fuentes para este debate incluyen el Biulleten oppozitsii de Trotsky, 4 vols. (Nueva York, 1973), y publicaciones trotskistas y de otras tendencias radicales aparecidas en Europa y en Estados Unidos. 
Diversos libros de interés fueron resultado de este debate. Algunos de ellos son citados más adelante. 
(9) Dwight MACDONALD en Partisan Review, Invierno de 1945, p. 186. Criticaba un artículo de James Burnham en el mismo número, «Lenin's Heir», que afirmaba que «bajo el poder de Stalin, la revolución comunista no fue 
traicionada, sino realizada plenamente» (p. 70). Para un punto de vista metodológico similar

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